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El deporte en tiempos de odio

Se cierra el 2019 con más muros y desigualdad. Estadios y atletas en la era del desprecio.

Por Ezequiel Fernández Moores (*)

¿Cuándo comenzó tanto odio? El deporte puede ofrecer una fecha acaso fundacional: 26 de diciembre de 1908. Se cumplirán 111 años del día que Jack Johnson, hijo de esclavos, «negro de negrura imperdonable» (como graficó el historiador W.E.B. Du Bois) se convirtió en el primer negro campeón mundial de los pesos pesados. Su vencido fue Tommy Burns. Canadiense, y con menos prejuicios raciales que sus colegas estadounidenses, Burns cometió el «pecado» de darle la oportunidad a un rival negro. Lo hizo en Sydney por una bolsa record de 30.000 dólares, contra 5.000 de Johnson, que era más alto, más técnico y más frío, claramente superior. «¿De verdad pensabas que eras boxeador? ¿Quién te enseñó a pelear?». Johnson, arrogante, ya famoso a sus 30 años, se burlaba mientras golpeaba a Burns. Le pegaba, lo sostenía para que no se cayera y le volvía a pegar. Sonreía a la multitud. Muchos le gritaban «negro payaso». La policía detuvo la carnicería en el decimocuarto asalto. Paró también la filmación. No hay imágenes del momento histórico que desató fiesta en la Norteamérica negra y protestas en la Norteamérica blanca. Lo que siguió fue peor.

«Ni la masacre de Armenia podría compararse con la desesperada carnicería que hoy ha tenido lugar aquí», escribió Jack London. El novelista exigió al ex campeón Jim Jeffries que saliera de su «granja de alfalfa» porque había que «borrar» la sonrisa de Johnson. «El hombre blanco -dijo London- debe ser rescatado». Jeffries pasaba a ser la primera «Gran esperanza blanca» (The Great White Hope). La expresión terminó haciéndose célebre y excedió al boxeo. Pero Jeffries, que se había retirado invicto en 1905, sumaba kilos, inactividad y 35 años cuando en 1910 aceptó volver. Era blanco sí, pero no una gran esperanza. Acordó una bolsa de 75.000 dólares para combatir a 45 asaltos contra Johnson en Reno, Nevada, la ciudad donde en 1976 fue asesinado Ringo Bonavena. Johnson, que había recibido amenazas de muerte, le ganó fácil. Tres caídas en el decimocuarto round. Nocaut técnico en el decimoquinto. Para algunos, fue el logro popular más resonante en Estados Unidos, desde la abolición de la esclavitud, casi medio siglo atrás. Blancos furiosos atacaron barrios negros. Hubo veintiséis muertos. Incendios. El presidente Theodore Roosevelt, fana del boxeo, intervino para que no se difundieran las imágenes del combate. Y Johnson, un Muhammad Alí de un siglo atrás, rebelde y egocéntrico, pero sin Vietnam, y más individualista, no fue perdonado.

Tres años después de su victoria ante Jeffries, un jurado blanco condenó a Johnson a la cárcel. Lo hizo usando una ley contra la prostitución (prohibición de trasladar a una mujer de un estado a otro «con propósitos inmorales»). Lejos de ser un modelo social, Johnson era un campeón estilo dandy, de vida agitada y que enamoraba a mujeres blancas, una afrenta para la época. La tercera de ellas, Lucille Cameron, una joven de 18 años con la que Johnson se casó para sacarla de la prostitución, fue presionada por la policía pero se negó a testificar en contra del boxeador. Las autoridades consiguieron que sí lo hiciera en cambio otra de sus amantes. Johnson fue condenado al máximo de la pena, un año y un día de cárcel por proxenetismo. Escapó de Estados Unidos camuflándose entre los integrantes de un equipo negro de basquetbol. Defendió la corona en el exilio hasta que en 1915, con 37 años, fue noqueado en el 26º round por Jess Willard en Cuba. Fue una derrota sospechada. A cambio de perdón judicial o de dinero. Johnson siguió exiliado. Vivió de exhibiciones. En Barcelona, México o en Buenos Aires (se presentó en el Stadium Palermo, frente al Hipódromo Argentino). Hasta que en 1920 volvió a Estados Unidos. Necesitaba ver a su madre moribunda. Fue encarcelado. Sin dinero, con siete matrimonios y obligado a subirse al ring aún después de los sesenta años, Johnson se mató en 1946. Se estrelló en una carretera después de ser rechazado en un restaurante en Carolina del Norte. Por negro. «Soy negro -es una de sus frases más célebres-, nunca dejaron que me olvidara que soy negro. De acuerdo, soy negro. Nunca dejaré que ustedes lo olviden».

Hoy el título de los pesos pesados no es lo que era. Tampoco el boxeo. Las burlas de «simio» que humillaban un siglo atrás a Johnson, ahora son lanzadas a futbolistas famosos. Mario Balotelli, actualmente en Brescia, ha sido la víctima más favorita en los estadios italianos, según la FIFA, los más racistas en el fútbol de la Europa opulenta. Personaje él mismo difícil, Balotelli acumula decenas de partidos sufriendo puro racismo. Y se resiste a ser dócil. El presidente de Brescia, Massimo Cellino, quiso defenderlo. Explicar sus enojos. Mario, dijo Cellino, poco feliz, «es negro y está trabajando para aclararse». En setiembre pasado, un opinionista de TV celebraba la potencia del atacante Romelu Lukaku, compañero de Lautaro Martínez en Inter. «Solo podrían frenarlo si le tiran diez bananas», expresó. Es lo que hay.

Los hinchas italianos explican a su vez que sus «buuuh» en los estadios cada vez que un jugador negro toca la pelota no son por racismo, sino porque buscan ponerlo nervioso. La Liga italiana lanzó hace días una campaña antirracista. Dibujó a tres monos. Y decía: «no hay hombre o mono, somos todos iguales, todos monos». La ignorancia, queda claro, es cada vez más profunda. Brescia es fortín de la Liga Norte, el partido ultraderechista del popular Matteo Salvini, quien aparece en un video de años atrás entonando canciones racistas contra el Napoli. Canta que hasta los perros se van cuando llegan los hinchas napolitanos, porque tienen un olor que «apesta». Los legisladores de la Liga Norte, entre otros, fueron los que permanecieron semanas atrás sentados en sus bancas mientras el Senado aplaudía de pie un proyecto contra el odio, el racismo y el antisemitismo. Fue una iniciativa de Liliana Segre, de 89 años, senadora vitalicia, sobreviviente de Auschwitz, respetadísima, pero obligada a andar con custodia en la Italia de hoy tras sufrir amenazas antisemitas.

La Liga de España afronta su propio debate en estos días. Jugadores negros son humillados desde hace años. Cantos y bananas. Pero la reglamentación que permite suspender un partido ante insultos desde la tribuna se aplicó recién el sábado pasado. Y no porque volvieron a insultar a un jugador negro. Sino porque los hinchas de Rayo Vallecano le gritaron «nazi» a Roman Zozulya, un jugador ucraniano ultranacionalista de Albacete que tiene fotos en la web con simbología neonazi. Cada vez que un jugador negro amagó con dejar el campo, compañeros, rivales y hasta el árbitro se unieron para pararlo. En cambio, sucedió todo lo contrario en Rayo Vallecano-Albacete. Hay que seguir jugando cuando los racistas insultan a jugadores negros. Tolerancia cero, en cambio, cuando ultras de izquierda le gritan nazi al neonazi (que niega ser neonazi y se declara «apolítico»). Todos solidarios con él, especialmente Javier Tebas, presidente de la Liga de España, votante de Vox, partido de ultraderecha, ya tercera fuerza política en ese país.

Son tiempos de odio. De muros y redes sociales. De fake news y desigualdad creciente. Pocos lugares se salvan. La Liga inglesa, la más millonaria del mundo, es la que más ha mejorado. El gran negocio impone reglamentos más severos que obligan a mejorar las formas. A ser más educados. Así, en el país del Brexit, vaya ironía, la Premier League recibe con títulos, ovaciones y dinero a ciudadanos latinos y negros que en cambio sufrirían rechazo en cualquier otro escenario. En los aeropuertos, en el transporte público y en la calle. Basta con leer los diarios de cada región, de cada país, para ver que se trata de humillaciones cotidianas. Donde sea. En la Inglaterra del Brexit o en la Bolivia del golpe. Humillan hasta los jefes de Estado. Los Jair Bolsonaro («vos tenés una cara de homosexual terrible», le respondió este viernes a un periodista). O los Donald Trump. Sufren inmigrantes, negros o indígenas. Todos culpables de su pobreza. Doblemente humillados. No se salva ni el deporte, originalmente concebido para jugar juntos, para sublimar batallas. El problema ya no es el clásico gallinas vs bosteros, sino algo mucho más complejo. Los estadios, es cierto, nos suelen mostrar a sobrevivientes convertidos en cracks. Ellos sí reciben ovaciones. Son un reflejo seguramente engañoso. Aunque tal vez igualmente generoso en medio de tanto odio.

(*) Nota publicada en www.cenital.com.

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