La Región

Nació en Dorrego y es la guardiana del cementerio danés de Tres Arroyos

Foto: La Voz del Pueblo

La mañana es fresca, el portón negro del Cementerio Danés está cerrado, pero el pasador abierto. Los perros anuncian la llegada de del diario La Voz del Pueblo de Tres Arroyos y Beatriz sale enseguida al encuentro. Adentro, en la casa, una estufa a leña mantiene tibio el ambiente y los mates están casi listos.

La alegría de la cuidadora del lugar se transmite durante toda la entrevista, su humor y su fe. Beatriz Ullerup nació en Coronel Dorrego porque sus padres vivían en El Perdido, en la Estación José A. Guisasola. Cuando era chica la familia se fue al campo, a Copetonas, y allí creció junto a dos de sus hermanos, Carlitos y Polo.

Cuando su mamá quedó embarazada de la más chica, Liliana, decidieron trasladarse a Tres Arroyos. Una foto muestra a Beatriz frente a la Escuela N° 5, lleva su guardapolvo y un brazalete de la Cruz Roja que la hacía sentir muy orgullosa, por eso no dudó en solicitarle a un fotógrafo que pasó por la institución que la retratara.

No sabía si alguna vez iba a ver la foto porque eran muy caras por ese entonces, pero su mamá se la compró y más de cincuenta años después luce oronda sobre un mueble del comedor de la casa de Beatriz.

Mientras cursaba el último año de la primaria la mamá la había inscripto en el Colegio Profesional de Mujeres y estaba preparada para ir a esa escuela, pero recibió una beca en el Colegio Danés, donde trabajaba su tía. Entonces, con 12 años, fue para allá a continuar los estudios y tomar la Confirmación.

En su casa eran muchos para comer, así que a Beatriz le pareció buena idea aunque extrañó su cama y a su mamá. “Sufrí, pero es muy lindo, es muy mágico ese colegio”, describe al lugar en el que vivió ocho años. Beatriz, de descendencia danesa, terminó la escuela en el campo y fue allí que recibió la primera formación para poder continuar con otros aprendizajes.

Aprendió a hablar bien el idioma danés, aunque lo escuchaba desde que nació de sus abuelos y tíos, pero no lo conocía bien. De chica había ido a una profesora y sabía hablar lo básico, por lo que en el Colegio Danés pasó de primer año a segundo rápidamente y ahí “se me quemaron los papeles, no entendía nada, pero aprendí a leer y a escribir y me encantó”, confiesa.

Al terminar la escuela se quedó como niñera de los directores, en el Colegio Danés estaba su tía, sus primos, así que trabajó dos años con ellos, que eran oriundos de Necochea.

Se produjo el cambio en la dirección institucional y llegó a hacerse cargo un matrimonio danés con hijos pequeños, así que Beatriz se quedó, “los nenes me ganaron, hablaron enseguida perfecto castellano y yo iba más lento con mi aprendizaje de danés -que después aprendí bien-. Me enseñó la señora del director en clases particulares. Era la segunda madre de los chicos a los que cuidaba en el colegio todo el tiempo”.

El amor

Del Colegio Danés pasó directamente a su casa matrimonial. “Un día aparece el que fue mi esposo, un 17 de agosto de 1969”. Beatriz y sus compañeras de trabajo habían ido a un campo cercano al colegio a ver la televisión, porque estaba Sandro, tenía 17 años. Juan Carlos Sorensen -de 21- estaba en esa casa del matrimonio que vivía en el colegio -ella era la lavandera y él era el lechero-.

“Lo vi y dije: ¡qué lindo chico!”, expresa Beatriz viviendo el momento. Al muchacho le pasó lo mismo, “pero éramos muchas mujeres y él estaba en plena adolescencia, así que miró y pensó: ¿A ver con cuál me quedo?”, cuenta entre carcajadas Beatriz. Sin embargo, al joven le llamó la atención la timidez de la chica, “es que a mí me había impactado, entonces pensé que tenía que hacer buena letra”, confiesa muerta de risa la mujer.

Los fines de semana se organizaban bailes en el Colegio Danés y Juan Carlos concurría, entonces se veían. Después comenzó a visitar a Beatriz y a los 15 días del primer encuentro se pusieron de novios. El vivía en Copetonas y Beatriz en el Colegio.

Los directores terminaron su ciclo en la institución y le ofrecieron a la joven llevarla con ellos a Dinamarca, pero ya estaba perdidamente enamorada del que sería su esposo. “Me quedé, fue más fuerte, si me iba no lo vería más”, explica.

En 1973 se casaron, el sueño de Beatriz era entrar a la capilla danesa -en la que los dos habían sido bautizados por el mismo pastor- y encontrar a Juan Carlos en el altar, pero no pudo ser. Antes de contraer matrimonio su esposo se enfermó muy grave y lo operaron, estuvo tres días en peligro, “pero zafó”, recuerda.

El gasto que hubo que hacer por la enfermedad de Juan Carlos no estaba previsto y todo lo que habían ahorrado para casarse se lo llevó la clínica y los medicamentos. Sin embargo el médico le dijo que debía volver al año siguiente a realizar una nueva operación y “sacarse el apéndice”.

Se iban a San Martín de los Andes a hacer la temporada y tenían el propósito de regresar para la intervención quirúrgica. Antes querían casarse en la capilla, pero ¡no había pastor, ni en Tres Arroyos, ni en Necochea, ni en Tandil!, por distintas circunstancias, por lo que no pudieron entrar al altar juntos.

Se casaron por civil, les prepararon una linda fiesta, pero sin pasar por la iglesia. Una vez en el sur, trabajaron en una hostería en Junín de los Andes y de ahí fueron a Bariloche. Trascurrió un año y no regresaron a Tres Arroyos. “Como éramos jóvenes, él tenía 28 y yo 24, sin chicos, no pensamos que algo podía pasar, hasta que a Juan Carlos se le produjo una peritonitis”.

La odisea

El matrimonio estuvo dos meses sufriendo en el hospital de Bariloche, la peritonitis provocó una infección y un virus que en 1975 era el tercer caso que se conocía de esas características en Argentina, por lo que en el país no había antibiótico para combatirlo. Beatriz y Juan Carlos estaban viviendo en la villa del Cerro Catedral, trabajaban con pescadores en verano y esquiadores en invierno. No había tiempo para reparar en la salud por aquel entonces.

La enfermedad se complicó porque el grupo sanguíneo del esposo de Beatriz era “B negativo y no era sencillo realizarle trasfusiones”, por lo que “el virus se lo comía, tuvo que volver a aprender a caminar, pesaba 90 kilos y terminó con 50, pero con muchas ganas de vivir”, explica.

Lejos de su casa, su mamá viajó a ayudar para compartir con Beatriz el cuidado de su esposo. Nuevamente los ahorros se esfumaron y la plata ganada en la temporada la gastaron en el hospital.

El Sagrado Corazón

Cuando Beatriz iba al centro de Bariloche o a la farmacia a buscar algo para su esposo pasaba por una santería que estaba en la esquina del hospital. “Algo me llama en la vidriera, me vuelvo y era un cuadrito redondo con la cara de Jesús, joven, lleno de rulitos, era el Sagrado Corazón, eso me impactó”.

Entró a preguntar cuánto le salía y juntó los cuatro pesos que costaba y con lo justo lo compró, pidió permiso en el hospital y lo colgó en la cabecera de la cama de Juan Carlos. Pasaron dos meses luchando por vivir, con muchas operaciones hasta que apareció alguien que gracias a “una cadena de favores” compró el medicamento en Estados Unidos y le empezaron a aplicar el antibiótico. A los diez días Juan Carlos tenía el alta.

Los médicos les buscaron un trabajo de caseros en la Península San Pedro en Bariloche, lugar donde nació su hija mayor. “No sabés lo que fue cuando ella nació, en el hospital era todo un acontecimiento, para los médicos, para los enfermeros. Ahora venían por la vida, Mónica estaba allí y todos muy felices”.

La vuelta a la zona

Beatriz regresó a la zona de Copetonas con Mónica pequeña para que su suegro pudiera disfrutar de ella, ya que estaba muy enfermo. Tiempo después vivieron en Necochea -por diez años- trabajando en una granja y fue cuando empezaron a comprar colmenas, “que era el sueño de Juan Carlos”.

Las llevaron al sur, pero se las robaron y eso fue muy duro. “El sacrificio de toda la vida, quería llegar a 500 colmenas para independizarse”, relata Beatriz. Antes de partir nuevamente nació en la ciudad portuaria Elizabeth, la segunda hija del matrimonio. Luego fueron a Choele Choel por diez años más. “Me costó mucho hacer ese traslado, empezar de cero otra vez, pero ya no teníamos ni veinte ni treinta, igualmente estuve siempre ayudando con las colmenas, no me gustaba en absoluto, pero ayudaba a Juan Carlos en su sueño”, cuenta amorosamente.

Las chicas crecieron, la mayor se volvió a Tres Arroyos, nacieron mis nietas y la menor se fue a estudiar a Bahía Blanca. “Nos quedamos solos”. En ese tiempo Beatriz se enfermó, tanto que estuvieron a punto de hacerle un trasplante de médula hasta que un médico de Viedma descubrió -estudiando el caso- que no tenía cáncer y que su enfermedad venía de una transfusión de sangre que por ese entonces se hacía persona a persona, sin filtros.

Mientras Beatriz cursaba la enfermedad falleció su madre un 6 de enero, el mismo día que cumplía años. Durante su convalescencia, se llevó al hospital las pantuflas de su madre, su deshabillé, su mantita, porque no dejaba de extrañarla y la necesitaba mucho en aquellos momentos. Después del tratamiento oncológico se recuperó, no necesitó trasplante y pudo salir.

La misión

Mientras Beatriz estaba en Choele Choel trabajó mucho en la iglesia católica porque no había capilla danesa en el lugar y “tenía necesidad de trabajar para Dios”, entonces lo hizo en la Iglesia Sagrado Corazón de Jesús, “Dios me puso ahí”. Cuando se enfermó hubo mucha gente rezando por ella y Beatriz tenía mucha fe.

En silencio Juan Carlos comenzó a cursar nuevamente una enfermedad, esta vez, cáncer de próstata, pero no dijo nada. Ya no podían seguir en la quinta en la que vivían trabajando con los animales, entonces “cuando ya era tarde, porque además no quiso operarse, decidimos volvernos porque nos sentíamos muy solos y las chicas ya estaban en Tres Arroyos”, manifiesta.

Un amigo de Copetonas los pasó a buscar y los trajo de regreso, “al que le agradezco mucho porque no podíamos volvernos y dejar todo lo que teníamos y él nos ayudó”, se emociona hasta las lágrimas. Su hermano Carlitos y su cuñada Graciela los ayudaron con alojamiento hasta que Beatriz se encontró un día con una prima,

“Dios hace las cosas, amoroso él”, que le propuso ir como cuidadora en el Cementerio Danés. Antes, ni bien regresó a la ciudad ya con Juan Carlos muy enfermo, Beatriz trabajó nuevamente en el Colegio Danés durante un año y medio hasta que se cerró.

La cuidadora

“Pensé que me había sacado la lotería cuando me ofrecieron vivir acá, en el cementerio. Feliz de la vida, agradecida. Hace ocho años que estoy, estuve un año con Juan Carlos, hasta que falleció. La Sociedad Protestante siempre se portó muy bien conmigo”.

Beatriz tiene siempre lista la capilla para casamientos, bautismos, entierros, para las misas de domingo. Conoce muy bien el lugar, recibe la gente, la ayuda y es su casa. ”Cuando se hace todo con amor, todo te llega, amo el cementerio y es un honor estar en este lugar, me siento muy argentina, pero mi familia es danesa, estoy en casa”.

Beatriz siente que pertenece a las dos iglesias, a la que la bautizó y confirmó y a la que la casó. Hoy disfruta la vida con sus hijas, yernos y cinco nietas y un varón, Tatiana, Analía, Milagros, Rocío, Amparo y Tobías.

“Vivir aquí es un premio, sabía que tenía que seguir y que al final estaba el premio”, sonríe. Es una mujer alegre, llena de esperanza. Rodeada de su familia, mucho más cerca de la vida que de la muerte. Una trabajadora de la fe.

El casamiento en el hospital de Bariloche

En aquella época no había terapia intensiva, los pacientes internados estaban en una misma sala separada por tabiques. Un día aparece un sacerdote, abre la puerta vaivén y les dice: “Buenas tardes, ¿así que ustedes se quieren casar?”. Beatriz y Juan Carlos se miraron asombrados y se preguntaron” ¿Cómo supo que no éramos casados?

“Ante esa cara de sorpresa el sacerdote se disculpa porque se había confundido de pareja, es que al ingresar al Hospital el cura había preguntado por el enfermo que estaba más grave, el que se moría y en ese momento era el esposo de Beatriz, por eso lo mandaron a ese box. Como el sacerdote vio la cara de sorpresa se disculpó, pero antes de irse Juan Carlos lo detiene y le dice: “Yo me quiero casar”.

Sólo había que conseguir dos testigos y al día siguiente se podía efectuar la ceremonia. “Se armó un revuelo…La ilusión de la iglesia que no pude concretar… Me agarró una crisis de nervios en el pasillo del hospital, entonces un médico me retó y me dijo que tenía que estar contenta”.

Un trajecito gris, una camisa blanca fue su vestido de novia y el regalo lo recibió de los médicos que hicieron una colecta para ellos. No hay fotos ni filmación del momento, pero fue algo imborrable para Beatriz, sólo la vivencia del momento que le queda a ella.

“El sacerdote se demoró una hora, en lugar de la novia, vinieron los cinco médicos que lo atendían a mi esposo para presenciar la ceremonia, monjas del lugar y otra gente. Cuando el cura dijo: Que sean muy felices y que tengan muchos hijos, los médicos lloraban porque no le daban mucha vida, para ellos clínicamente estaba muerto”. (La Voz del Pueblo).

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