Cuando el entrenador se convierte en figura paterna / Escribe Juan Ignacio Gilligan (*)

La baja tolerancia a la frustración en los jóvenes es un fenómeno que preocupa y desafía a quienes trabajan en formación. Pero, ¿de dónde viene? ¿Qué hay detrás de esa dificultad para sostener el esfuerzo, aceptar una corrección o mantenerse en el camino cuando aparecen los obstáculos?
Una parte de la respuesta está en los profundos cambios que ha sufrido la estructura familiar.
Muchos chicos que llegan a los clubes provienen de vínculos inestables, relaciones breves, padres jóvenes o ausentes. Hijos no planificados, nacidos en contextos de escasa madurez afectiva, criados muchas veces por una sola figura que intenta sostenerlo todo.
No se trata de juzgar. El mundo cambió, y con él, las formas de construir familia. Pero el hogar como espacio de contención, límites claros y afecto sostenido no siempre está presente. Entonces, muchos crecen sin internalizar figuras que los regulen emocionalmente.
A esto se suma otro factor clave: la presencia dominante del celular en la vida cotidiana.
La relación más intensa que muchos sostienen hoy no es con una figura adulta, sino con su teléfono.
Acceden a información sin filtro, lo que afecta su capacidad de frustrarse y construir vínculos.
Y cuando un adulto real —como un entrenador— aparece para marcar un límite, ese contacto con la realidad se vuelve incómodo o rechazado.
Cuando aparece un entrenador que dice “no”, que exige compromiso, que pone reglas… ese chico reacciona no solo al límite del momento, sino a carencias anteriores.
El entrenador se transforma, sin quererlo, en el blanco de heridas no resueltas.
No solo de los jugadores, sino en muchos casos también de sus padres o tutores, lo que agrava doblemente la situación.
En ocasiones, quienes deberían respaldar la tarea formativa proyectan sus propias frustraciones, exigencias desmedidas o falta de herramientas emocionales sobre quien intenta sostener con coherencia el proceso.
Cuando un joven no ha desarrollado un “Padre interno” que le dé estructura y límites, ni un “Adulto” que lo ayude a pensar, es su “Niño herido o berrinchoso” quien domina las reacciones: impulsividad, enojo, victimismo, desconexión.
Y si no ha tenido una verdadera relación con su padre, o si la única figura de autoridad fue distante, agresiva o ausente, el entrenador termina encarnando, simbólicamente, ese lugar vacío.
El resultado: niños que nunca serán adultos, y adultos que nunca dejaron de ser niños.
¿Qué puede hacer un formador en este contexto?
Lo primero es no tomárselo como algo personal. Muchas veces el conflicto no es con el entrenador, sino con lo que representa.
Lo segundo es sostener el rol con firmeza y humanidad. No se trata de ser duros, sino coherentes. El afecto no se opone a los límites; al contrario, los potencia.
El desafío está en ser un referente estable: cumplir la palabra, dar el ejemplo, estar presente.
Acompañar no significa cargar con todo.
El deporte sigue siendo, para muchos, el espacio donde se forma el carácter, donde se aprende a perder, a esperar, a levantarse.
Y también, muchas veces, el único lugar donde alguien les dice: “Creo en vos, pero no todo vale. Tenés que esforzarte”.
El entrenador ya no enseña solo una técnica o un sistema de juego: enseña a vivir, muchas veces sin saberlo.
Y si logra sostener su rol con claridad, paciencia y humanidad, puede convertirse —para más de un chico— en ese adulto confiable que deja huella, mucho más allá de la cancha.
Y ese, en definitiva, es el mayor estímulo y el logro que se puede alcanzar como formadores.
(*) Líder en Gestión de Equipos (23-03-25).