En sala de espera / Detrás de una ilusión

Escrito por Néstor Machiavelli en Facebook

Sábado a la mañana de hace 56 años. Eramos pibes de secundaria y primera novia haciendo trabajo solidario, pintando el frente del Hogar de Ancianos en Dorrego, mi pago chico. Ese 23 de julio del 66, pleno mundial de Inglaterra, seguíamos la transmisión con una radio a transistores que emitía desde arriba de un tarro de 20 litros látex para pared. Cuartos de final frente a los dueños de casa, el árbitro expulsa a Antonio Rattín, que no tiene mejor idea que ir a sentarse en la alfombra real dispuesta para recibir a Isabel II. Fue la primera maradoneada, una ofensa para el reino, escándalo mundial que perdura, el recuerdo más lejano que atesoro de los mundiales.
Después el 78, que comencé a vivirlo mucho antes, haciendo colas interminables de tres y cuatro cuadras para llegar al cajero del Bapro del Once y comprar antes que se agoten las entradas a todos los partidos, por encargo de queridos tíos que vivían en Monte Hermoso. Valió la pena, se dieron el gusto de ver los dos goles de Kempes y el de Bertoni contra Holanda y el primer título mundial de Argentina.
Lo del 86 también queda lejos pero parece más cerca, quizá porque fue el último título, pero sobre todo por lo que significó el gol de Maradona a los ingleses después de la herida de Malvinas que aun sangraba (y no cicatriza). Lágrimas y abrazos al por mayor.
El partido se jugó el domingo 29 de junio, 13 días después nació nuestra hija Machi. Es una más de la mayoría de argentinos que nunca vieron ganar un mundial.
Las vueltas de la vida, ella vive en Ecuador, la peste nos mantuvo alejados casi cuatro años y hoy de visita en casa viste a toda hora la camiseta del 10 en la espalda. Difrutamos juntos a ella – y con los nietos por primera vez- el triunfo contra Holanda y la eliminación de Croacia en semifinales.
Ahora la France de Mbape, que podría reforzar su artilleria con el inesperado conejo de la galera de Karin Benzema.
Para entender lo que nos separa de la gloria: es como haber escalado el Everest, trepado 8800 metros y estar a 49 de la cumbre para cantar victoria. No falta nada y falta todo. En los últimos metros todo pesa el doble. La mochila de nuestros alpinistas cargan con toneladas de responsabilidad y otro tanto de expectativas de un país que sueña con la gloria.
Falta muy poco, serán horas interminables. Como dicen en el barrio, el que quiere celeste que le cueste. O la letra del tango que para ganar hay que saber sufrir.
Me quedo con Messi y el equipo frente a la tribuna después del triunfo frente a Croacia, eufóricos, cantando a coro que el domingo, cueste lo que cueste, tenemos que ganar.
Si ellos lo dicen, palabra santa… (15-12-22).

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