LA DORREGO

«Pienso en todo lo que viví y lo que logré y todavía no lo puedo creer», admitió el dorreguense Juan Rodríguez

Según cuentan las grandes plumas de la literatura, «en la Historia y la mitología, la ceguera se ha sacudido el estigma de ser una discapacidad visual para convertirse, paradójicamente, en un símbolo de claridad y sabiduría».

Y Juan es así.

Habla claro y su sabiduría, contagia vida y ganas de seguir.

A sus 50 años, y luego de comenzar a perder la visión de manera paulatina a los 12, nunca se rindió: vive de su trabajo, hizo atletismo, aprendió a bailar tango, a pintar y a correr maratones.

Los resentimientos por su temprana ceguera no forman parte de su vida y aclara: «Solo me hubiera gustado conocer la cara de mis sobrinos».

Juan Alberto Rodríguez nació en Coronel Dorrego, donde reconoce haber vivido una infancia feliz.

«Mi ceguera se originó a partir del mal funcionamiento de una válvula que tuvieron que colocarme en la cabeza porque nací con hidrocefalia. Comencé con la pérdida de visión de un ojo a los 12 años y para los 21 ya había perdido la vista por completo. Al principio no fue nada fácil, es como empezar una nueva vida. Es muy distinto quedar ciego de grande que haber nacido ciego», cuenta.

Al haber tenido visión, Juan conserva recuerdos de colores, rostros, figuras y tamaños.

«Vos me explicás un paisaje y yo me voy haciendo la imagen de lo que me vas contando. Yo tengo idea de todo, puedo asociar un color con otro, darme cuenta de que me estás hablando de un triángulo o cuadrado, porque al haberlos visto los reconozco».

Entre sus recuerdos visuales aparecen la infancia en Dorrego, la escuela primaria, sus padres y hermanas.

«Tengo presente las caras de mis padres, de mis dos hermanas y también de la maestra de 5° grado, que me escribía en imprenta mayúscula para que yo pudiera copiar las tareas».

Al igual que todo gran cambio, a Juan le llevó un tiempo adaptarse a su nueva realidad, pero nunca se quedó sentado lamentándose.

«Pienso en todo lo que viví, lo que hice y lo que logré y no lo puedo creer: trabajo en el Braille hace 35 años, aprendí a pintar, a bailar tango, viajé a Estados Unidos con el Ballet de Sergio y Adriana y corrí los 21k. Estoy muy conforme con la vida que llevo, creo que no me animaría a enfrentar una operación para que me devuelvan la visión».

Piensa un rato y reconoce algo: el único pendiente que tiene en su vida es no haber llegado a conocer la cara de sus sobrinos.

«Son tres varones de 22, 16 y 13 años, que cuando nacieron yo ya estaba ciego. Eso es lo único que lamento, aunque me di el gusto de acunarlos, hacerles upa, hamacarlos y darles la mamadera no es lo mismo que mirarlos a la cara. Pero no quiero sonar desagradecido, igual los disfruté».

Juan se sincera y reconoce que nunca se sintió discriminado, aunque sí le han negado la oportunidad de hacer cosas.

«Quizá me hubiera pasado lo mismo si no estaba ciego, pero no guardo rencor. Lo que sí veo es que la gente está mucho más preparada, de a poco van tomando conciencia de que lo que me pasó a mi le puede pasar a cualquiera».

Además, gracias al equipo de profesionales del Centro Luis Braille, Juan lleva una vida completamente «normal».

«Ellos me orientaron siempre, me enseñaron a ser independiente, a hacer mis cosas, a cebar mis mates, a cocinar, a hacer todo lo que hace una persona sin problemas de visión. Salgo a la calle, hago trámites, voy al Banco, me manejo solo sin problemas».

Para Juan, que nació un 11 de diciembre, el Día del Tango, aprender el arte del bailar al ritmo del 2×4 fue una experiencia única.

«Recuerdo como si fuera hoy, cuando en 1990 con una compañera pedimos en el Braille si alguien podía venir a enseñarnos a bailar tango. Al llamado acudieron dos personas maravillosas: Sergio y Adriana, quienes con toda la paciencia del mundo comenzaron a explicarnos los secretos de este maravilloso baile. Eramos 10 en total, todos ciegos y disminuidos visuales, pero con muchas ganas de aprender».

Entre paso y paso, Sergio y Adriana lograron enseñarles a mover los pies, a hacer un 8, un gancho y un sinfín de cosas más.

«Y nos enganchamos en el curso que daban por el año 95-96 en la Municipalidad, con gente de todas las edades. Con el tiempo quedé solo, mis compañeros dejaron, y en 1998 me integré al Primer Ballet de Tango que formaron. Fue una experiencia única, algunas veces hasta bailé con Adriana, y mi temor siempre era equivocarme, errarle algún paso. Pero ella siempre me decía que si bien el hombre es quien guía, en este caso solo tenía que dejarme llevar y así fue. Con el tiempo dejé, pero cada vez que me llaman, siento un enorme placer de poder bailar con ellos».

Dentro de esta vida llena de emociones, Juan también tuvo tiempo para entrar en el mundo de los deportes.

«Hice atletismo con Bocha Arias y tuve a dos guías, Lucrecia Espósito y Pablo Petrirena. Gracias a ellos -y con ellos- viajé a correr a Bariloche, a Villa La Angostura, a Misiones, conocí la Garganta del Diablo y hasta anduve en aerosilla. Cuando veía nunca tuve la oportunidad de hacer tanto o de conocer estos lugares maravillosos. Con Pablo corrí mis primeros y únicos 21k en Buenos Aires. Durante ese año, la preparación fue muy intensa, nunca había llegado a tanto, solo 8 o 10k máximo. Y muchos de los guías de un grupo que integré en Buenos Aires llamado Los Linces me animaron a prepararme para los 21k».

En 2017, con su guía Pablo, comenzaron a entrenar con Lucas Santarrosa, de Bahía Corre, y en septiembre de ese año corrió. Y lo logró.

«Siempre con la guía de Pablo, pude llegar a la meta y al año siguiente me animé a la carrera de montaña. Esa sí que fue más difícil, porque una cosa es el terreno llano y otra el de montaña, pero siempre conté con los ojos de Pablo que me guiaban con mucha atención para no tropezar en el camino. Las experiencias con Pablo y con Lucrecia fueron todas maravillosas, viví cosas imposibles de olvidar», recuerda.

Pero algo faltaba en la vida de Juan y así fue que encaró otro desafío: la pintura.

«El año pasado empecé un taller de pintura con la artista plástica María Elena Calvo y el desafío no fue solo para mí porque ella nunca le había enseñado a pintar a un ciego», reconoce.

En las clases para Juan, más personalizadas, la profesora supo guiarlo para cumplir sus objetivos de manera tal que logró exponer en la Biblioteca Rivadavia con todos los demás alumnos.

Además, por cuenta propia, Juan también estudia inglés.

A pesar de vivir en una ciudad en la que las veredas se encuentran literalmente «tomadas» por los carteles de los negocios y otros tantos impedimentos para el libre andar, Juan asegura que la gente colabora mucho.

«A veces digo que falta que se tiren de un avión en paracaídas para que me ayuden a cruzar la calle. Claro que también está la persona que le pedís ayuda y pasa tan rápido por tu lado que no se entera, no quiere o no se siente capaz de hacerlo. Pero dentro de todo, la gente colabora muchísimo.  Sí veo que se respeta más el bastón blanco que el verde, el de los disminuidos visuales y eso es algo que tendría que ser igual».

Desde el año pasado Juan integra un Observatorio del Concejo Deliberante de Bahía Blanca en el que un grupo de gente y profesionales de varios rubros analizan cómo transformar las veredas de la ciudad para lograr una libre circulación.

«Porque acá el problema no es solo para los que no vemos, sino para las personas en silla de ruedas, madres con carritos y mujeres mayores con changuitos de hacer las compras, que no encuentran la manera de circular sin bajar a la calle», cerró.

*NOTA ESCRITA POR LAURA GREGORIETTI EN LA NUEVA.

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