LA DORREGO

Electricista / Escrito en Facebook por Néstor Machiavelli

En cada pequeño pueblo de campaña se lo puede ver a diario por calles de tierra, adoquines o asfalto. Siempre vestido con ropa de trabajo, camisa y pantalón celeste claro, botas acordonadas con suela de goma a prueba de descargas. Los vecinos lo conocen por el nombre o el apodo, lo llaman cuando lo necesitan. Siempre disponible, ilumina cuando un cortocircuito decreta la noche..
No hay pueblo sin electricista, es parte del patrimonio público, como el médico, la enfermera, la maestra.
Rene Favaloro quería que la calle principal de Jacinto Arauz se llamara Bautista Riolfo, el electricista del pueblo cuando en los años 50 era médico rural en aquel oasis pampeano cercano a Bahia Blanca.
Bautista era «todero», solía decir Favaloro, porque con ingenio y paciencia arreglaba todo lo que se le cruzaba por delante.
Sigo trabajando en la elaboración del documental «FAVALORO, ENTRE BAHIA BLANCA. Y JACINTO ARAUZ», y esta historia del electricista me atrapó sobremanera, porque visibiliza a un personaje imprescindible, que por cotidiano muchas veces pasa desapercibido delante de nosotros.
Y revisando notas y reportajes encuentro este relato de Eduardo Galeano que evoca al electricista de Jacinto Arauz. El escritor uruguayo mantuvo una relación de afecto con Favaloro y escribió la crónica que se publicó el día después que tomó la decisión de despedirse de la vida:
Aquí va…
Una historia de Favaloro
La Fundación institución privada, funcionaba como si fuera hospital público de alto nivel y las cuentas no cerraban. Una noche, charlando con Favaloro, se me ocurrió preguntarle, inocente de mí, por qué no recurría a los ricos muy ricos: ellos podrían deducir de sus impuestos las contribuciones a la Fundación, como se hace normalmente en Estados Unidos o en Europa:
–Sería una buena idea –me contestó–, si en este país los ricos muy ricos pagaran impuestos.
Yo tuve la suerte de conocer a este hombre entrañable, de quien hoy estamos todos huérfanos. Supe de las dificultades, abrumadoras, que estaba enfrentando. Con mi mujer, Helena, podemos dar fe de su generosidad infinita, de su sentido religioso de la amistad, de su excepcional calidad humana.
En su homenaje, publico ahora una historia de sus tiempos de médico rural. Pensaba enviársela, se la envío ahora.
El electricista
Andaba en bicicleta, con la escalera al hombro, por los caminos de la pampa infinita. Bautista Riolfo era electricista y también todero, arreglador de todo, motores y relojes, molinos, radios, escopetas, lo que fuera; según se decía, la joroba que tenía en la espalda le había salido de tanto agacharse hurgando máquinas y maquinitas.
René Favaloro, el único médico de la comarca, también era todero. Con los pocos instrumentos que tenía y los remedios que encontraba, oficiaba de cirujano, partero, psiquiatra o especialista en lo que se necesitara componer.
Con la ayuda de todos los vecinos, cercanos y distantes, René pudo fundar una clínica comunitaria. Y, con la ayuda de Bautista, pudo instalar el primer equipo de rayos X que hubo en toda la región.
Junto con esa máquina de radiografías, René compró también, en Bahía Blanca, una máquina de música: un tocadiscos holandés, a pagar en cómodas cuotas y cuando puedas. En aquellas soledades de la pampa, habitadas por el viento y el polvo y muy poquita gente, la música era una compañera imprescindible.
Pero el tocadiscos tenía sus mañas, y en un par de meses se negó a seguir funcionando. Y ahí vino Bautista, en su bicicleta. Sentado en el suelo, se rascó la barba, investigó, soldó unos cablecitos, ajustó tornillos y arandelas:
–A ver ahora –dijo.
Para probar el aparato, René eligió un disco, la Novena de Beethoven, y colocó la púa en su movimiento preferido.
Y se desató la música. La poderosa música invadió la casa y se echó a volar por la ventana abierta, hacia la noche, hacia el desierto; y siguió viva en el aire después de que el disco dejó de girar.
Cuando el silencio volvió, René comentó algo, o algo preguntó, pero Bautista no contestó nada.
Bautista tenía la cara escondida entre las manos. Y un largo rato pasó, hasta que por fin levantó la cara mojada. Y entonces aquel electricista consiguió decir:
–Perdone, don René. Pero yo no sabía que esa… esa electricidad existía en el mundo. (25-11-22).

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