LA DORREGO

La tarifa justa

Por Marcos Rebasa (*)

Nada más lógico que el derecho a tener acceso sin limitaciones a los servicios públicos , ya que significan la posibilidad de una vida digna. Y a pagar por esos servicios lo que valen, por dignidad, pero ni un peso más. Tenemos el derecho a la dignidad, a que no nos digan que nos subsidian, cuando en realidad podemos pagar una tarifa justa.

Esto viene a cuento de las recientes decisiones sobre cuanto deberemos pagar por los servicios de agua, gas y electricidad, pero también respecto de los celulares, internet y el cable. Respecto de todos los servicios públicos.

Esas tarifas, lo sabemos, son el resultado final de un largo proceso de precios y costos, de múltiples empresas, de impuestos y ganancias diversas. Al final del túnel está la tarifa, un cálculo que debió transitar un largo camino, no exento de tropiezos, especulaciones, intereses, presiones, reglamentos, transgresiones, corajes y cobardías.

El recorrido no es tan complejo, los principales elementos son simples, lo difícil es el camino.

Dos elementos centrales, y uno derivado, componen el precio de una tarifa al usuario final, sea justa o no. El primero, inevitable, es el costo de producir el bien que se suministrará a los usuarios de ese servicio: por ejemplo, la electricidad, el gas. Elemento que tiene infinitas variables dentro de sí, que implican el estudio de los técnicos y especialistas: pero al final debería existir un costo razonablemente demostrado para producirlos.

El segundo elemento es cómo hacer llegar ese producto a los usuarios finales de todo tipo: casas de familia, comercios, industrias, oficinas públicas o privadas, organismos de la comunidad y de la actividad pública.

Y finalmente la tarifa incluye la percepción de impuestos y tasas por parte de los Estados nacional, provinciales y municipales.

En la próxima etapa el país se dedicará especialmente al segundo componente, representado por las empresas públicas o privadas de transporte y distribución de los servicios. Entre estas últimas están “las privatizadas”, y también tienen ese carácter privado formalmente las cooperativas, empresas de la economía social, cuyos socios son sus dueños, y cumplen una función muy distinta a aquellas. Todas ellas, públicas, privadas y cooperativas estarán en el centro de la atención del tema tarifario. Sin embargo, dependiendo de cada servicio, de cada época económica, de cada modelo de servicios públicos, este segundo elemento comprende sólo algo aproximado a la mitad del precio final de la tarifa, si sacamos los impuestos. Según las épocas y los modelos esos dos componentes de la tarifa, sin impuestos, se reparten en los últimos tiempos el 100% del precio de la tarifa a los usuarios. A veces el reparto es 60 a 40, en muy pocos casos 70 a 30, y siempre viceversa: cualquiera de esos dos componentes puede quedarse así en oportunidades con la mayor parte del precio de la tarifa final. Pero siempre rondan la mitad de ese precio cada una.

Por ello debemos fijar la atención en los dos elementos, so pena de quedar atrapados con un diagnóstico equivocado del problema tarifario.

No queda lugar a dudas del aprovechamiento que han hecho en los últimos tiempos los titulares del segundo elemento: transportistas y distribuidores de gas y electricidad, privados y a veces también públicos, que bajo el paraguas de revisiones tarifarias oscuras se han apropiado de una renta excesiva e injusta en su participación en la tarifa final, proceso en el cual autoridades, jueces y reguladores han sido cómplices de esos excesos que dieron lugar a los llamados “tarifazos”. Sobre ellos recae hoy el foco, con la finalidad de calcular el debido costo de su actividad que será trasladado a los usuarios. Tarea ímproba, pero no imposible, que supone ajustar métodos de cálculo de sus costos y rentabilidades, hoy obsoletos, impuestos a veces por alguna consultoría cooptada. El neoliberalismo cultural en este campo ha hecho natural la existencia de sistemas de cálculo de esos costos y beneficios que deben replantearse, de manera que el monto a trasladar a la tarifa final sea el adecuado y participe en su medida real en el concepto de tarifa justa.

En ese sentido, no todos los reclamos de esas empresas por supuestos créditos provenientes del congelamiento de su actividad tienen fundamentos sólidos. En cambio, están pendientes las inversiones no realizadas de acuerdo a sus obligaciones contractuales, los perdones de algunos gobiernos a sus incumplimientos, y en el caso de Edenor y Edesur, el otorgamiento irregular, judicializado, de importantes montos estatales para una supuesta normalización de sus deudas.

Aparte de lo anterior, referido solamente al AMBA, la complejidad de evaluar la participación de este segundo elemento en las tarifas de electricidad de cada provincia, proviene de su competencia para fijar el monto del servicio, su calidad y el modo de calcularla: es por esa jurisdicción repartida la dispersión de tarifas eléctricas a nivel nacional, ya que este segundo componente es diferente en cada lugar.

En el caso del gas, en cambio, esa participación la regula de manera igualitaria la Nación a través del Enargas, según regiones del país.

Pero en cambio el primer elemento, la producción, es siempre fijo para todo el país.

Y si a ese componente puede atribuirse el 50% del precio final de la tarifa, o más a veces, observamos que no se le otorga habitualmente la misma importancia y relevancia que al segundo componente. El elemento producción de gas o electricidad permanece en un cono de sombra para el público en general, para la sociedad. ¿Por qué?

Este elemento forma parte al mismo tiempo de la micro y de la macroeconomía, y responde por tanto a intereses profundos e importantes de la estructura económica del país. Actuar sobre ellos exige el coraje que se alienta desde la política, pero que al estar en cierto ámbito reservado a los “expertos” queda fuera del debate necesario de la sociedad.

Nos referimos por un lado al costo de la electricidad, cuyo cálculo fija periódicamente la compañía semipública-semiprivada CAMMESA, dirigida por generadores y transportistas, sus beneficiarios, que ha instaurado sin derecho a réplica un sistema para valorizar la producción de electricidad que registra innumerables inconsistencias e irregularidades diversas. Si bien se han acotado algunos excesos manifiestos últimamente, continúa padeciendo de los vicios ya señalados, los que imponen un precio final del producto excesivo e injusto. Tan alto es que se ha convertido en habitual “subsidiarlo”, no quedando claro si a los usuarios o a las empresas productoras. Ello no contribuye a que un usuario final en todo el país pague entonces una “tarifa justa”. La posibilidad de disminuirla sustancialmente existe, y hay estudios que avalan esta afirmación pero claro, exige coraje, un bien escaso. Entre otros, el cooperativismo eléctrico argentino ha solicitado su reajuste en meses pasados, sin éxito.

Pero no es el único caso del primer elemento. El costo de la producción de gas registra también una importante oscuridad, sin que se cuente con datos reales de sus valores, ya que el Estado Nacional carece en este caso de las instituciones y la infraestructura para verificar oficialmente esas variables respecto de las diversas empresas, en las diferentes cuencas y con las distintas tecnologías de extracción del fluido. Por lo cual el precio al mercado y a los usuarios es modelado por el mundo empresario. En todo caso, respecto de su llegada al usuario del servicio público lo único que resta definir es cuánto pagará el usuario y cuánto tomará a su cargo el Estado “subsidiando a esas empresas”.

Como es posible suponer que el costo de producción de gas es suficientemente menor al que imponen las empresas al mercado como garantía de que seguirán trabajando en sus yacimientos, tampoco aquí el usuario accede a una parte de la tarifa de manera “justa”, que quizás podría pagar si así fuera.

El intenso trabajo asignado a los entes reguladores para analizar sólo el segundo elemento, por más importante que resulte vista las demasías incurridas por Edenor y Edesur en su participación en la tarifa final, no debe quitarnos la mirada sobre el primer elemento, la producción, que representa la otra mitad, o algo similar, de lo que pagamos en estos servicios.

Esa ausencia, en la que están comprometidos conglomerados empresarios tanto o más importantes que los que comprenden el segundo elemento (quizás estén entrelazados varios de ellos), nos hace pensar que si obtuviéramos costos reales y lógicos de ambos componentes es muy probable que gran parte de la población pudiera pagar los servicios. Y los subsidios, que finalmente paga el Estado, serían menores y a muy acotados grupos de usuarios.

Por eso digo que también está el derecho a la dignidad, a no ser subsidiado, a poder pagar una tarifa justa. (28/12/20).

(*) Artículo publicado en El cohete a la Luna.

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