Otra historia de peluqueros del pueblo: La hoz y la tijera, por Juan Sasturain
La siguiente nota fue escrita por Juan Sasturain en la contratapa de Página 12 el lunes 6 de abril de 2015:
La hoz y la tijera
Para Daniel Randazzo,
el oso Mc Coubrey y Peto Buontempo,
testigos que me dejan mentir.
Me tocó vivir, a principios de los sesenta, parte de mi adolescencia en Coronel Dorrego, uno de los varios pueblos bonaerenses que el laburo de mi viejo –bancario del Provincia– nos hizo conocer a toda la familia. Tengo, debidamente elegidos, los mejores recuerdos y los mejores amigos de esos años. Suelo decir y pensar que fui feliz entonces y ahí. Seguro que no todo lo vivido resiste una mirada analítica o el simple relato objetivo. Pero es un acaso saludable lugar común confundir –en el sentido de mezcla indiscernible– felicidad con intensidad de sensaciones. Algo de eso hay en este caso.
Cuando llegué a Dorrego a los quince años, virgen y cristianuchi convencido, había dos peluquerías y yo empecé a ir –natural, mensualmente y bien cortito, como se estilaba– a la que quedaba frente a mi casa, la de Randazzo. El peluquero Randazzo atendía –por lo que recuerdo– él solo; tenía un par de clásicos sillones fijos y cromados que hoy quisiéramos comprar para tener en el living pero son carísimos, piso que creo recordar de pinotea –o acaso fuera un damero blanco y negro–, y una radio silente o encendida discretamente con música clásica. No solía haber mucha gente. Ahí puedo estar inventando los detalles, pero no la idea básica de un lugar tranquilo, más cercano a un circunspecto consultorio que a un bar.
El peluquero Randazzo era menudo, flaco, peinado chatito con gomina y de bigotito recortado, y hablaba mientras hacía sonar la tijerita en el aire. Tenía mujer y un par de chicos amigos nuestros que iban –en cursos menores– al colegio. Randazzo era buena gente pero serio, cordial y taxativo a la vez. Nunca me enteré de qué cuadro era porque no había fotos de jugadores de fútbol en los bordes de los espejos biselados de su peluquería, ni crucifijo ni estampita ni foto gardeliana. Acaso algún Pugliese con anteojos culo de botella de medio perfil al piano.
Randazzo comentaba el diario y las noticias, hablaba de política, de la economía, criticaba a los curas, hacía referencia al desarrollo de la ciencia y a los logros espaciales, contaba maravillas de Gagarin y de la perra Laika. Su repertorio temático estaba de algún modo marcado por el índice de la revista Novedades de la Unión Soviética, un mensuario que no sé si compartía la somera mesita de lectura para clientes con La Prensa o Propósitos, alguno de ésos órganos del socialismo liberal. En fin, que Randazzo era el consabido comunista, el bolche señalado del pueblo en tiempos de vergonzosa botonería y calabozo fácil, militante de palabra y obra que hacía de su prédica –aprovechando deslealmente la ventaja de tenerte ahí, inmóvil a merced de su labia y su tijera durante media hora– un ejercicio de apostolado laico tan perseverante e hinchapelotas en su insistencia como los sermones dominicales, a cuatro cuadras de allí, del impresentable cura Zucchiatti. Las condiciones de la época, diría Gianuzzi.
Precisamente en esa época o a esa edad o en ese pueblo uno iba a cortarse el pelo los sábados a la mañana y hubo un sábado que recuerdo soleado de invierno en que movido por extraña –pero acaso meditada– decisión, no crucé la calle, sino que seguí derecho tres cuadras por San Martín, atravesé en diagonal la plaza con el pequeño coronel de a pie y con pedestal excesivo y me metí, previo ascenso de un par de escalones, en las peluquería de Rubio. La de Rubio era la otra peluquería de Dorrego. Entré ese día y seguí yendo siempre.
El peluquero Rubio era más joven que Randazzo y algo más corpulento e informal. Y no me acuerdo si hablaba mucho o de qué partido era. Pero no era eso lo que hacía la diferencia sino el ámbito. El salón era bastante más chico, tenía una sola ventana y no dos vidrieras clásicas como la otra. Pero la peluquería estaba siempre –al menos en mi recuerdo– llena de ruido y de gente. De muchachos, en realidad. Le puedo agregar el mate, si me pongo a suponer. La radio solía estar encendida en la extrema Radio Colonia o en los programas matinales de las emisoras de Bahía Blanca o Tres Arroyos, que pasaban tangos de Héctor Varela y Julio Sosa con micros deportivos. Mientras, ensimismados o comentaristas, tres o cuatro se turnaban en la consulta de la informal enciclopedia futbolera que nos proveía la pila de revistas El Gráfico y Goles desgastadas por la consulta de los ocasionales clientes en espera y los simples habitués. Porque en la peluquería de Rubio no era necesario ir a cortarse el pelo para poder leer de ojito. Y se charlaba, siempre, de fútbol.
Eso bastó para que el esforzado camarada Randazzo –al menos para mí– se quedara hablando solo.
Los años pasaron, me vine a estudiar a Buenos Aires, muchos nos dispersamos para no volver y otros se quedaron allá. Los años setenta vinieron muy cargados, con una historia política cada vez más densa y violenta que se llevó puestos a varios de los pibes de entonces. No faltaron en Dorrego, como en todas partes, desaparecidos, heroísmos, miserias y silencios, balances y reparaciones tardías. En ese contexto, aquellos recuerdos de los entreveros ideológicos en los años de adolescencia, previos a la efusión sangrienta, resultaban más pintorescos que tragicómicos.
Así fue que tuve la oportunidad de reencontrarme –décadas después de aquello, y ya hace décadas también de ahora–, en Bahía Blanca, con Daniel Randazzo, el hijo menor del peluquero, devenido gestor cultural y representante de artistas, conservado por siempre como amigo. Y fue recordando esos años, aquellas voces y lejanos ámbitos, que me reveló una inquietante maravilla:
–¿Vos sabés, Juan, que el día que lo mataron a Kennedy, en noviembre del ’62, a mi viejo lo metieron preso en Dorrego?
Era tan estúpidamente absurdo, tan gracioso, que nos reímos juntos; creí en el fondo que era joda la distorsión de alguna circunstancia que había terminado en coincidencia tragicómica. Un exorcismo más, propio y sintomático del anecdotario paranoide de aquellos tiempos.
Pero la anécdota es tan buena y efectiva que no he dejado de contarla cada vez que cuadra. Lo notable, lo extraordinario, es lo que pasó hace unos días, cuando apareció, durante la charla en casa de mi amigo Daniel, el nombre de Randazzo –el ministro, claro, el protocandidato– y por asociación libre me acordé del peluquero y de ahí desemboqué en el viejo sucedido pueblerino digno del Pago Chico de Payró.
–Juan, dejate de joder (me dijo mi amigo con los ojos así, no bien terminé el breve relato). Acabo de leer eso mismo en un libro sobre la militancia del PRT.
Y ahí nomás peló un libro de Luis Mattini que sacó hace un tiempo Peña Lillo, Los perros, y me mostró dónde un militante de cuyo nombre no puedo acordarme contaba lo mismo, que le había pasado a su viejo en otro pueblo –cualquier pueblo, como Dorrego– en las mismas famosas circunstancias del crimen político más fashion de la historia contemporánea.
Desde ya, abro el registro de testimonios similares, pues parece que alguna vez –que han sido muchas veces– la imbecilidad propia unida a la ciega sujeción vasalla a los mandatos del Imperio han sabido generar con los pretextos de la Guerra Fría y la Doctrina de la Seguridad Nacional/Continental, semejantes perversos absurdos.
En cuanto a mí, hace años que por desidia voy muy poco a la peluquería, aunque las contradicciones entre Randazzo y Rubio siguen ahí, como siempre. (26-11-23).