Violencia juvenil en una sociedad polarizada
Cuatro analistas en ciencias sociales proponen una mirada a este enero violento donde los jovenes son víctimas y victimarios. Los adultos no quedan fuera de escena.
Una mirada de más, un choque de hombros involuntario, ya lleva a las manos. Piñas, rodilla, manotazo al aire. Cabezazo. Alguien se mete a separar, pero no alcanza. Llega «la cana» y, a veces, todo vuelve a la calma. Así comienza la mayoría de las peleas entre jóvenes a la salida de un boliche. Claro, cuando era común ir a bailar el fin de semana o encontrarse en el boliche con amigos, en tiempos de la prepandemia. Podía suceder también que no todo volviera a la calma, que la cana no llegara, que la seguridad del lugar no controlara los alrededores y aun frente a sus narices un grupo de jóvenes atacara a otro, y patearan a alguno, hasta matarlo.
Esa falta de humanidad describe el asesinato de Fernando Báez Sosa a la salida de la disco Le Brique, en Villa Gesell, el verano pasado, cuando el coronavirus todavía era una enfermedad exótica de países con prácticas culturales “tan revulsivas como comer murciélagos”. Lo que, en rigor, no es nada comparado con “matar a alguien a patadas”, solo porque hubo un cruce de miradas, un choque involuntario. Esto es lo que se ve, pero no serían las causas reales del conflicto.
A un año de ese crimen en patota, en la disco Ananá de Mar del Plata Matías Montín fue agredido por otros tres jóvenes luego de un cruce de palabras. Un par de botellas rotas preanunciaron lo peor y Matías terminó en terapia intensiva por traumatismo craneal. Ya está fuera de peligro y hay dos agresores detenidos. Pero la violencia juvenil “sostenida por cuestiones de clases y por el patriarcado” consignan los expertos consultados por Página/12, vuelve a escena al calor de este verano, bisagra entre dos años que portan la tragedia del covid como seña.
Basta como muestra la batalla campal del 19 de enero en la playa Boutique de Pinamar, que terminó con intervención policial y al menos tres heridos. El antecedente fue otra “fiesta al aire libre” en el mismo lugar, el 2 de enero, donde la policía tuvo que dispersar una aglomeración de gente que se prestaba más al contagio masivo de coronavirus que para fiesta de playa.
Este verano, a la discriminación social y al machismo se le suma la pandemia como desencadenante de la violencia intrageneracional, entre jóvenes, entre pares. Y el uso de los medios sobre estos gestos de reacción social vuelve a banalizar las causas de esa violencia reduciendo lo demencial, a una variable de mercado en términos de “temporada estival”.
“Si no indagamos por qué ocurren estos hechos y no actuamos en consecuencia, seguiremos lamentando que sucedan”, advierte el licenciado en comunicación Christian Doddaro, para quien los episodios expresan una violencia social contenida, propia del accionar de una clase social sobre otra. “En verano, con la vista puesta en las playas top, porque esto no es en Mar Chiquita, los episodios de violencia entre jóvenes ponen en cuestionamiento incluso si funciona la temporada” reflexiona la psicopedagoga Esther Levy. “En Gesell –recuerda Levy sobre el caso Báez Sosa– el tema en los medios era si a partir de eso había menos jóvenes vacacionando en Gesell… cuando la pregunta debería ser ¿por qué suceden esos hechos?”.
La violencia entre los jóvenes es multicausal sostienen los analistas. “Los pibes están sin sus padres, hay más alcohol y exposición”, explica Levy. Pero la violencia “está instalada en nuestra sociedad, somos una sociedad violenta –describe– y los jóvenes que son portadores de rebeldía, en el verano la muestran con todo”.
En estos episodios juegan “la discriminación y la diferencia de clases” sostiene Levy, también doctora en educación, y “las limitaciones de la pandemia”. Socialmente se invisibilizan las causas por las cuales “los pibes se agarran a piñas” porque entrañan profundas cuestiones socioeconómicas y culturales. Pero cobra fuerza en verano “el tiempo de la vidriera mediática” y porque están involucrados otros sectores sociales. “Violencia o batallas campales entre jóvenes hubo siempre –señala Levy– hoy se hacen visibles porque fue en Pinamar, y a plena luz del día”, amén del antecedente que instaló en el imaginario colectivo el homicidio de Fernando Báez Sosa.
De hecho, hubo más de 600 muertes en 2018 por violencia entre jóvenes según la estadística de 2019 del Ministerio de Salud de la Nación, la última registrada antes de la pandemia. “Estas situaciones se dan desde una multiplicidad muy compleja –coincide la psicóloga social Mariana Spalvieri–, y la pandemia agrega una influencia determinante. Los jóvenes perdieron sus rutinas, los parámetros conocidos, el estar con sus pares y compartir, vienen siendo excluidos de todos los ámbitos, y eso genera violencia”.
Las rutinas son lo opuesto a la juventud porque ordenan, pero para Spalvieri “los jóvenes necesitan ese andamio que los lleva”. Lo explica en lo esencial: “El no saber qué hacer con el tiempo, con sus vidas, y algunos, con sus necesidades básicas, genera miedo, da inseguridad y se traduce en agresión, hacia sí mismos o hacia otros”. La especialista señala que en este caso “sintieron la cuarentena como falta de libertad y una vez que se abrieron las puertas al esparcimiento, a la nueva naturalidad de la vida salieron como pudieron, y se encontraron en un mundo diferente que no pueden sostener”. Exteriorizan la violencia contenida, expresan su disconformidad.
“Los pibes no se sienten representados y eso se agudizó con el encierro, y la falta de posibilidad de explayarse y expresarse ampliamente como hacen siempre” agrega Levy. “No digo que los demás no lo hagamos, pero hay una cuestión real vinculada a la psicologia de la edad que hizo que los pibes estuvieran guardados todo el año, y el verano, no tener clases, ir de vacaciones, estar con amigos, los potencia”.
La violencia mediatizada
La violencia atraviesa las clases sociales, pero es noticia cuando se da en cierto sector social. Cuando se da en los barrios populares “se toma como natural”. Para Levy esto define la mirada: “Bueno, son pobres y en los barrios se pelean porque viven de birrita en la vereda”, es la explicación. Hoy se hace visible porque la mirada de los medios está en “la temporada” y porque “los jóvenes siempre son noticia”, describe la pedagoga.
“Pero, ¿quiénes veranean en Pinamar?”, se pregunta Doddaro. “Son jóvenes de clases media y alta, chetos, hijos de padres que en el pico de pandemia salieron a manifestarse en coche por el Tigre, no son jóvenes de clases populares y en rigor, suele ser contra los jóvenes de clases populares que se expresa esa violencia descontrolada”, sostiene el analista. De hecho, las peleas intrageneracional son noticia cuando interviene “un rugbier o un pibe de otro nivel social y es en una playa como Pinamar –acuerda Levy–, pero la violencia está instalada en términos sociales y atraviesa las clases sociales”.
Es importante no estigmatizar “al prototipo violento por la edad”, subraya Marina Medan, especialista en políticas públicas para ese segmento etario. Esta exposición mediática “se da porque es en la costa y son jóvenes, pero hay adultos que participan, por acción u omisión: los dueños de los boliches, los que venden alcohol. Y no hay políticas públicas destinadas a la nocturnidad, a regular el consumo de alcohol o anticipar peleas entre banditas, y la única fuerza de regulación es la policía que no siempre lo hace de buen modo, y no siempre goza de legitimidad para arbitrar conflictos, menos entre jóvenes”.
“Es imperioso que se condene a los responsables de este tipo de hechos, y hablo de la agresión, pero también de las fiestas clandestinas que ensalzan lo individual contra lo colectivo que también es violencia –analiza Doddaro–, y donde, claro, no solo los jóvenes son los responsables del hecho”. Para Levy, hay que pensar qué discursos se comparten y no ser contradictorios: “Por un lado, los jóvenes son lo mejor, y lo ideal sería ser eternamente jóvenes, si no no tendríamos una Susana Giménez en el estado en que está, creyendo que es más joven que mi hija de 18” ironiza. Por otro lado “cuando pasa algo así, ellos son los culpables de todo” advierte. Y suma la referencia a los límites: “es importante enseñar que no todo se puede hacer, los adultos somos responsables cuando mostramos esquemas de valores que no respetan lo social”.
La violencia pandémica
La pandemia hizo evidente que “se naturaliza la violencia” describe Spalvieri. “Mostró una realidad social tapada donde se considera que no todos los seres humanos son sujetos de derecho, y esto es muy terrible”. Trabajar en la deconstrucción de esa imagen del mundo es alentar “el trabajo educativo y familiar –propone– y cuidar el mensaje en los medios que es importante para la juventud, porque muchas veces lo toman más en cuenta que lo que aprenden yendo a la escuela”.
“Pero esta violencia de la pandemia arrastra otras violencias que se marcaron muy fuerte con la gestión anterior” repasa Spalvieri. El macrismo hizo de la represión en la calle “a los chicos con gorra” un rasgo evidente. “Y se encargó de comunicar sobre todo en los jóvenes, la famosa doble vara: para algunos todo y para otros nada”. Esto generan más violencia y lo que pasó con Fernando Baez Sosa lo demuestra, sostiene Spalvieri, quien desde la Casa de Cultura Miguel Bru promueve un intenso trabajo desde la perspectiva de diversidad.
“Todas y cada una de estas directrices marcan lo binario –señala respecto al modelo neoliberal–, nos corremos de la diversidad: Yo soy esto y vos lo otro, lo descartable, lo que no sirve, lo que no quiero, lo que me comunican que no tiene que existir, y sabemos que el neoliberalismo está planteado de esta forma, se eleva el individualismo y se denigra lo colectivo”.
La mirada sobre los jóvenes como segmento violento suma la visión tradicional de la rivalidad. “Cualquier cosa potencia el conflicto y despierta la chispa de agresividad entre grupos, porque en general las piñas son entre grupos, no desde la individualidad”, insiste Levy.
“El patriarcado es la base de operación de la violencia” sintetiza Splavieri. “Eso organiza nuestro esquema de referencia y atraviesa todas las clases sociales”. Desde ahí se activa el accionar de los ejemplos que reciben los jóvenes. Se trata de la construcción de identidad “vinculada a los mandaros hegemónicos de género” aporta Medan.
La masculinidad, y el enfrentamiento entre pares presenta una clave de lectura para estos comportamientos. La otra cuestión es el prejuicio de clase. “Ahí aparece la estigmatización, la construcción de superioridad, la distinción de un grupo de varones sobre otro”, puntualiza la investigadora. Y no es menor que los protagonistas sean varones: “la lectura de género no puede estar ausente, tampoco la regulación del mundo adulto que es cómplice, o está ausente” reitera. La masculinidad se expone “haciendo gala o en situaciones riesgosas, sobre todo entre pares, y el verano lo incentiva: grupos de pares, alcohol, mostrar el potencial, hace que, al más mínimo intercambio de miradas, la violencia escale”, grafica.
Pero lejos de rotular a “los pibes” como «violentos», Medan plantea la necesidad de asumir que ellos no son los únicos participes de estos episodios, y que la dinámica mediática “no representa lo que sucede en la realidad”. Su mirada es abarcadora y concluye: “Seguramente hay millones de jóvenes vacacionando por el país sin episodios de violencia, y no están saliendo en los diarios, hay que atender a la raíz del problema» sostiene. «Separar los tantos” dice, sería una buena forma de abordarlo.
Trabajar sobre la diversidad
“Hay que hacer un trabajo importante sobre la diversidad”, sostiene la psicóloga social Mariana Spalvieri, asesora de la Casa de la Cultura Miguel Bru, para contener y modificar el esquema individualista, de rivalidad y machismo que se construye socialmente y potencia la conflictividad entre los jóvenes. “En la Bru –cuenta– antes de la pandemia ya hacíamos un trabajo sobre la diversidad, en los talleres, y desde una construcción colectiva y cooperativa, de puertas abiertas, con normas de convivencia y respeto”.
Spalvieri habla de “la necesidad de volver a anudar lazos del tejido social que se desanudaron desde la violencia, porque la mayoría de personas que sufrieron violencia institucional y son vulnerables se acercan allí con miedo. La pandemia cristalizó eso, hay que trabajar para que de a poquito se puedan volver a habilitar espacios como estos, y que vuelva esta necesidad, este deseo no consciente de las personas de encontrarse en un espacio de pertenencia”.
“Se culpa a las adicciones o a la delincuencia” detalla sobre las causas consignadas en el historial de marginación socioeconómica. “Pero estas situaciones son resultado del poder con que el patriarcado tomó a las sociedades, entonces la adicción o el delito son la herramienta al alcance para revertir la falta de dignidad, la pobreza, la diferencia social cada vez más amplia y agravada. Tanto la delincuencia como las adicciones son un síntoma del patriarcado”.
Más políticas públicas activas
“Habría que preguntarse en qué medida las políticas públicas podrían prevenir estos hechos. Suele haber pocas instancias para regular situaciones de violencia interpersonal. En general las personas terminan regulando los conflictos como pueden y cuando tienen que acudir a una forma de mediación, la única instancia estatal que hay es la policía, y no siempre está preparada para una solución alternativa de conflictos” describe Marina Medan, investigadora de políticas públicas destinadas a la inclusión social de jóvenes, desde una perspectiva socio antropológica.
“En el accionar policial –continúa la investigadora– hay que entender que la policía no es una institución homogénea, muchas veces actúa bien. Como en general no hay instancias intermedias, no solo en conflictos entre jóvenes, en verano, en los boliches, sino en cualquier momento del año y localidad, no hay personal para prevenirlos, y quien finalmente llega o a quien se acude, no siempre está en las mejores condiciones para actuar”.
“Se puede pensar en más políticas públicas activas de prevención –propone Medan–, con personal especializado para anticiparse a los enfrentamientos. No solo buscar políticas represivas, punitivas o sancionatorias, sino para evitar la conflictividad y lo que la exacerba: regular el consumo de alcohol es básico para prevenir conflictos potencialmente letales”. (Página 12). (28-1-21).