La mala educación

Por Laura Forchetti (*)

No quiero decir una palabra que me ponga en el lugar de víctima, de sufriente – esto fue lo primero que pensé al plantearme a mí misma la pregunta: ¿Qué significó/ significa para mí ser mujer?
No quiero poner en primer plano las escenas más duras, esas que parecen una exageración, “qué mala suerte, pobre”.
Quiero pensar en lo cotidiano, en cada día, en eso en lo que no se repara.
Escribo: lo que no se repara y medio sonrío, las palabras vienen del inconsciente, también.
Reparar en algo para verlo. Reparar lo dañado.
No reparé en el guardapolvo rosa del jardín, el pelo atado, la indicación: sé buena.
No reparé en el patio de tierra para los varones –en la escuela primaria- y nosotras en las baldosas, el patio cerrado: las nenas son más quietitas, conversan o juegan al elástico.
No reparé en el “ahora que sos señorita” y de pronto esos días en que no podía lavarme la cabeza, ponerme malla –ya había crecido bastante cuando me atreví con los tampones- que no se sepa, que no huela, secreto.
¿Secreto? Y sin embargo, revuelo familiar, cuidado! -Tenemos una señorita en casa – zona de peligro.
No reparé en la violencia del “sacramento de la confesión”. Ese momento de intimidad que debía tener con un hombre mayor, con poder y desconocido, que me hablaba en voz baja, que a veces estaba dentro de una caja oscura, de madera y otras veces me invitaba a sentarme a su lado, las rodillas casi juntas, en un banco de la iglesia del pueblo y me pedía que le contara: ¿Qué pecados has cometido? (¿Por qué los curas hablaban en tú? ¿se acuerdan?)
Yo tenía 9, 10, 11 años. ¿Qué pecados había cometido? ¿Por qué se los tenía que decir a ese hombre que olía mal, se escondía detrás de una túnica y me ofrecía un castigo para salvar mi alma?
Me recuerdo en la fila para confesar antes de tomar la primera comunión, pensando: ¿Qué le digo? Inventando algo, porque no sabía qué tenía que confesar, cuáles eran mis pecados. Recuerdo mentir en la confesión para tener algo para decir. ¿No lo hicieron ustedes?
Después, a los 13, 14 años ya sabía que el único pecado real era con el sexo, que el cura me preguntaba de “eso”.
¿Qué otro pecado podía cometer? ¿Mentir en casa? Alguna pavada tal vez, siempre fui una nena tímida y buenita. No iba a robar, ni matar, ni ofender con intención.
El único riesgo de pecado era con el sexo.
No te toques, no te mires, no mires a otres, no toques a otres.
Guardá tu virginidad que es tu capital.
A las mujeres de mi generación nos enseñaron eso.
Llegá virgen al matrimonio. Y si no es al matrimonio, al menos al novio con el que vas a casarte.
Eso cotizaba para nosotras.
¿Qué otra cosa podíamos ofrecer?
A qué hombre iba a importarle los libros que había leído, los poemas que había escrito. A qué hombre podía importarle lo que yo quería ser.
Me enseñaron a querer ser esposa y madre. Podía elegir el resto: maestra, comerciante, modista, médica. Segundo plano. De lo que no podía dudar era de que “quería ser” esposa y madre, tener una familia.
¿Qué era una mujer sin familia?
Pobre, se quedó sola. Pobre, no tiene a nadie. Pobre, no se casó.
Repasen en su memoria lo que escucharon, repasen en su memoria a las mujeres solas que tuvieron cerca. Reparen.
El sexo definía mi vida. Esa fue la primera lección.
Nací en 1964. Hacía 15 años que Simone de Beauvoir había publicado El segundo sexo. Tardé 60 años en leerlo, en enterarme que todo lo que había sentido, pensado, intuido, no era original, no era fruto de mi carta astral ni mi signo del zodíaco, ni de la carga genética familiar, ni de la buena voluntad de mi madre, mi padre, mis maestras. Ni siquiera de mi “personalidad”, ese hermoso invento de los test que hacíamos en la adolescencia.
Una vida poco extraordinaria, finalmente.
En realidad, antes de leer formalmente a Simone, ya había empezado a saberlo.
¿Quieren una fecha?
Febrero de 2005. El martes que Eliset llegó a casa y dijo: Tengo el nombre para nuestro programa de radio: Y que los platos los lave otro.
Y todo el malestar que había sentido desde niña tuvo una palabra exacta: patriarcado.
¿Me entendés?
Reparé en los gestos –mínimos y no- que generaban ese malestar y reparé –todavía estoy reparando- la mala educación que me había correspondido por ser mujer.
Escribo estas notas sueltas como fragmentos de una mañana en que el teléfono se llena de saludos, intentos fragmentados de responder a la pregunta del 8 de marzo.

El feminismo fue/ es para mí el mayor aprendizaje. Me enseñó a saber quién soy y quién puedo llegar a ser. Me enseñó historia, lingüística, economía, geografía, legislación, urbanismo, derecho civil, penal, laboral, comunicación, arte, medicina, psicología y filosofía. Me enseñó a trabajar colectivamente, a pensar con otres. Me enseñó la solidaridad, la sororidad. Me enseñó la alegría de estar juntas. Y por sobre todas las cosas, me enseñó otras maneras de amar/ amarme/ amarte.

Gracias mis queridas mujeres, tantas tantas.
Y gracias especiales a mis maestras Ana Ines Serra Eliset Nomdedeu Perla Forchetti.

(*) Texto escrito por Laura Forchetti en el Facebook de Y que los platos los lave otro.

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