LA DORREGO

Crónica de la vigilia y procesión aurinegra

POR MANUEL MENDIONDO (*)

A tres cuadras de mi departamento de calle Juárez, se oyen los ecos de una prueba musical. Ya había cenado una milanesa de pollo acompañada de unos fideos mostacholes a poco menos de medio paquete. Armé un cigarrillo para digerir placenteramente la escasa cena. Es miércoles 13 de febrero. Restan un puñadito de minutos para llegar a la hora veintidós. . . Realicé esas tres cuadras por Juárez que separan el departamento del predio. Un exiguo número de personas ajustan los últimos detalles, entre los que se destacan la presencia de algunos dirigentes y colaboradores. El grupo musical terminó la prueba de sonido y se desprenden de sus instrumentos al ras del pavimentado. Probablemente hayan tomado la decisión de ir a cenar o a conversar sobre el repertorio que, más tarde, realizarán. Generosamente, Nicolás, panadero, músico y futbolista, me invita a subir al auto junto a otros dos amigos, dejándome a dos cuadras del choque de avenidas: Colón y Santagada.

Acompañado por su hija, llega Juan y con él, detrás, más de “veintitantos” de amor aurinegro que lo constituyen como símbolo. Para muchos, el último… Lo sabe. Pero no lo exterioriza de ninguna forma. Ni en el uso de sus palabras, medidas, expulsadas con una suave tonalidad. Tampoco en sus gestos. Se limita a intercambiar afecto con toda persona que cruza. Pasaron treinta y cuatro minutos… El primer fragor de la pirotecnia alimentó el alma de los concurrentes que se acercan, inclusive, llegan desde Álvarez y Juárez, dos camionetas más, que junto a la autografiada camioneta, rodeada de globos amarillos y negros, manejada por otro crack, el Zurdo, contienen a la juventud eufórica. La concentración fue apoteótica por varias razones. Primero por la multitud que dio cita en la estación del trenes, frente al Instituto San José esa noche de miércoles 13 de febrero. Y segundo, por el “trapo”. Ese era un detalle no menor y cuando se desplegó, fina, dorada y oscura, hubo un ulular de admiración. Era una bandera confeccionada que medía cien metros de largo.

Faltan diez minutos para las once de la noche. Desde un camión, bomberos voluntarios enciende la sirena. La gente se organiza. A excepción de las jóvenes y los jóvenes que marcan el ritmo del concierto barroco desde las camionetas, después ninguno se queda exento de tomar la bandera centenaria e iniciar la procesión por la calle San Martín… La clientela enamorada que cena en el restaurante corre las cortinas de las ventanas y observa la algarabía de las aurinegras y los aurinegros… A dos cuadras de la plaza, frente a la sede del club Independiente, un hincha rojo observa el clima de febril concentración. Saluda a algunos conocidos de la otra vereda, que le responden el gesto amable. Horas más tarde, la felicitación de la entidad clásica sería pública en redes sociales… A una cuadra de la plaza, la base del edificio es compartida por un estudio de agrimensores y por la aristocracia rural. Por encima, desde las claraboyas abiertas, asoman rostros indistinguibles que aprecian la caravana. Alguien toma una foto con el celular y enseguida se viraliza.

Ya en la plaza, unos siete automóviles frenan en calle Maciel. Continúa el recorrido sobre la Escuela número uno… Atrás va quedando el Centro Cultural, la ex–escuela técnica, la primera municipalidad, la iglesia católica… La plaza es rodeada como hace 82 años atrás cuando la revolución. Doblan por Fuertes. Toman Santagada. Agarran Maciel. Vuelven a San Martín y doblan por Fuertes, en sentido inverso. Me encuentro con dos amigos que desbordan de pasión. Son el Gordo y la Paca, que me pide un cigarrillo luego de saludarnos. No se lo niego… Todos y todas sostienen la bandera. La procesión sigue. Ni el canto ni los estruendos aflojan. Familias enteras observan desde la puerta abierta de su casa. Alguien me tantea la espalda. Es Leo, amigo y compañero de penas y de peñas literarias, que está con Luz. La pasión se transmite de padre a hija, o de padre a hijo como Gustavo y Jeremías… En cada esquina, los automóviles se ven impelidos a continuar con su marcha. Un taxista da marcha atrás y elije otro camino para llegar cuánto antes a su próximo destino. Un periodista se adelanta a estudiar el estado de la avenida y después, realiza algún video para la cobertura. Los globos amarillos y negros se desprenden de la camioneta del Zurdo. Caen sobre el pavimento fresco y estallan.

Últimos cien metros del recorrido. Un reducido grupo de personas esperan en la puerta del club. La sirena dejó de sonar. La multitud aurinegra se esparce sobre las cuatro esquinas de Álvarez y Juárez. La bandera descansa apoyada sobre un largo tablón y luego se enrolla lentamente. Los otros trapos flamean y conviven con el humo amarillo que irrumpe bajo la noche. Desde los parlantes se prestan los oídos al tren en marcha. Los animadores hacen de la extensión de la palabra, un arte. Realizan referencias históricas de la institución, dialogan entre ellos y recogen algún que otro testimonio de la gente. Se trata de un recurso infalible para tomar aire y seguir llenando el discurso hasta las doce de la noche… Una jauría de perros huye despavorida. Un gato montés mea sobre una boleta presidencial capicúa. Un caballo, recostado, se esfuerza por comer minucias de yuyos dándole la espalda a la pared que relucía el anuncio publicitario del café “La Virginia”. Cuentan, que la última vez que le dieron una manito de pintura, fue en la primera tarde de julio de 1974. Hay llantos en los ojos de los hombres y de las mujeres. Algunas moscas moquean…

La llegada del centenario se produjo bajo la irrupción del humo desprendido de los tarros pirotécnicos bajo la luna como único punto blanco sobre el infinito telón negro. Se oye a los animadores que evocan el nombre de aquellos y aquellas que ya no están hasta que le ceden el micrófono a Peto, que ofrece un emotivo discurso. Luego sigue el presidente, Guillermo, que invita, fervientemente, al pueblo aurinegro a estar unido. Más tarde se produjo el simbólico corte de la torta mientras la banda musical de cumbia, que había afinado y acomodado los instrumentos sobre el pavimento de la calle Juárez, comenzaba a tocar los primeros acordes. El jolgorio inusitado de una noche de miércoles se extiende hasta las primeras horas del jueves. No hay distinción de clases sociales ni tampoco diferencias ideológicas, al menos, hasta que el primer rayo de sol alumbre en el horizonte de las extensas llanuras. Muchos lagrimearon. Otros se emocionaron, y algunos, como la Paca, el Gordo y Leo, todavía conservan una sonrisa dibujada después de haber sido testigos de esa lúcida noche fundamental cuando una gran porción del pueblo gritó por Ferroviario…

(*) NOTA PUBLICADA EN EL SEMANARIO ECOS DE MI CIUDAD

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