La Región

Boliches, entre humos y vinos

Una pintura de estos santuarios paganos, donde los parroquianos rinden culto al tiempo compartido.

NOTA DE NÉSTOR MACHIAVELLI EN LA NUEVA.

Salvo por el consumo de alcohol que los iguala, entre los tradicionales boliches diurnos de ayer, que aún perduran, y los nocturnos de hoy, ruidosos y danzantes, la diferencia es el día y la noche. En la década del 70 íconos de la música de entonces cantaron a las dos carátulas del teatro de los boliches, donde por dentro transcurren mundo diferentes.

Los Náufragos hicieron hit el contagioso “De boliche en boliche /me gusta la noche /me gusta el bochinche /soy un caso perdido/ me meto en el ruido/ no puedo parar”. Del otro lado Piero le cantó a Juan Boliche. “El hombre llegó al boliche/su ginebra se pidió/…tengo una vida de pobre/a veces lamenta Juan/apenas me pago el vino/yo nunca puedo invitar.

Los boliches a la antigua albergan aun hombres de pocas palabras como el Juan de Piero, dependientes de la cuota diaria de alcohol. El poeta uruguayo Yamandú Palacios los describió a pura poesía y Alfredo Zitarrosa los inmortalizó. Pintura perfecta de estos santuarios paganos, donde parroquianos rinden culto al tiempo compartido, estimulados con bebidas que no resisten un test de alcoholemia.

“Otra vez los boliches nocturnos,

amarillos de sueños perdidos,

quinieleros de suertes extrañas,

azulados en humos y vinos.

Viejas radios rezongan canciones,

un Gardel arrullando su trino,

y en la mano madera de un tango,

un borracho camino al ayer”.

La identidad del boliche no depende del mobiliario, la fachada o habladurías de vecinos que lo miran desde afuera al pasar. La clave es el bolichero, eterno protagonista de la misa diaria detrás del mostrador, siempre atento a copas vacías cercadas de maníes, aceitunas y naipes ajados por manos ásperas de peones rurales y albañiles urbanos.

El bolichero es el sacerdote del boliche, observa desde el púlpito de estaño a feligreses que se congregan en mesas desvencijadas o en rueda de mostrador. Reparte el vino y escucha confesiones de desdichas y dolores de parroquianos pasados de copas.

“Desgastadas paredes que miran

sin fervor, sin asombro las cosas,

por el ojo de buey descordado

de un reloj que hizo el tiempo y murió”.

En una esquina de Dorrego, a metros del campo que envuelve la ciudad, queda en pie la antigua construcción de ladrillos a la vista invadidos por el musgo, donde Don Armando Fradejas fue bolichero a la antigua. Silencioso, ni una palabra de más, las justas y necesarias, detrás del mostrador de estaño siempre atento a la mirada o llamado de clientes con la copa vacía.

En la estantería de bebidas a la vista, decorado perfecto del altar del bolichero el infaltable cuadro de Gardel, con la misma naturalidad que paredes de talleres mecánicos y gomerías exhiben almanaques de voluminosas señoritas desabrigadas.

El mostrador era bazar de vasos desiguales, rodeados de platitos de copetín, escarbadientes, porotos brillosos de envidos, ceniceros repletos y cáscaras de maní.

Un mundo simple de mortadela, palitos salados y un lujo hoy, el queso cortado en dados. Los protagonistas de siempre, hombres de trabajo y sin trabajo, solo hombres, sin cupo femenino, salvo la esposa del bolichero en fugaces apariciones de actriz de reparto.

Los parroquianos jugaban a las cartas desentendidos de lo que ocurría alrededor, interpretando señas en el rostro del compañero y tratando de detectar la de los rivales. Algún curioso seguía de atrás envidos y trucos mientras el resto de los habitues bebían en la quietud del salón, sólo interrumpida por el sonido de la soda expulsada por el sifón de vidrio o una radio encendida con descargas que nadie escuchaba.

En cada pueblo o paraje hay un boliche tradicional, que de tanto estar sin hacer ruido se hizo invisible a la mirada de los vecinos. Recuerdo la visita con nuestro equipo al boliche de la colonia Santa María de Coronel Suarez, una de las tres que fundaron y habitan descendientes de alemanes del Volga. Alli filmamos la historia de uno de ellos y dentro del boliche la escena de jugadores de truco que se comunicaban en el idioma de los abuelos. Era curioso y divertido escucharlos cantar truco, envidos o una coplita para anunciar la flor con voz potente y en un lunfardo alemán casero, recreado por ellos para darle vida y sentido a palabras que no figuran en el diccionario del idioma de los ancestros.

Mas al norte, en San Antonio de Areco, filmamos otra historia dentro del histórico boliche de paredes descascaradas que visitaba Don Segundo Sombra y fue inspiración para la novela que inmortalizó Ricardo Guiraldes. La construcción centenaria aun conserva argollas sujetas en el piso de la vereda que paisanos venidos del campo utilizaban para atar las riendas del caballo mientras disfrutaban reencuentros con amigos de copetín.

Visto desde afuera, el boliche de Bessonart llama la atención, uno siente que está frente a una reliquia del pasado que sigue viva. Por dentro, el mobiliario y los clientes parecen salidos de almanaques ilustrados por Florencio Molina Campos. El amigo Rodolfo Ramos, maestro del pincel y la pintura costumbrista, lo retrató en un acuarela memorable que ilustra la crónica .

“Opacados espejos que imitan

otra vida mejor, o la misma,

marioneta de pan en la niebla

tras un sol empañado en alcohol.

El boliche conversa en silencio

sus palabras de vidrio y tabaco,

cuando llueve las sombras florecen

desolados versos de papel”.

Años atrás cruzamos el río de la Plata junto al payador oriental José Curbelo. Fuimos a registrar para nuestro ciclo de TV imágenes y sensaciones del regreso a Sauce, el pueblo de su infancia, cuna de José Artigas, en el departamento de Canelones. Emocionaba observar el reencuentro con antiguos vecinos a los que saludaba a su manera, con décimas improvisadas. Al mediodía fuimos a visitar el boliche tradicional de Sauce.

Los amigos del mostrador conversaban de la vida cotidiana y no bien reconocieron a José, la concurrencia hizo ronda para escuchar al hijo pródigo de regreso al pago. Como corresponde, de pie y sin guitarra, Curbelo sacó del alma una décima improvisada y se las dejó de regaló. Escucharon atentos y emocionados. Un momento inolvidable.

El payador salió de escena. Los habitués volvieron a la rutina diaria de copas y cigarrillos. Mientras desde un wincofón el disco de pasta algo rayado por el uso giraba a treinta y tres revoluciones por minuto para darle voz a Zitarrosa que despedía a Curbelo con los versos de su amigo Yamandú

“La soledad, con el alcohol,

suelta un gorrión, que por el aire del alma se va.

Con el alcohol, la soledad,

tibio gorrión que por el aire del alma voló.

Y otra vez vuelvo a buscar,

boliche viejo en tu ayer, lo que nunca volverá”. (13-06-24).

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