El cuentazo de los domingos: El duelo, de Joseph Conrad
I
A Napoleón I, cuya carrera fue un duelo contra toda Europa, no le gustaba que se batieran los oficiales de su ejército. El gran emperador militar no era un buen espadachín, ni sentía demasiado respeto por la tradición.
Sin embargo hubo un duelo que se convirtió en leyenda dentro de sus tropas y se mezcló con la épica de las guerras imperiales. Ante el asombro y la admiración de sus compañeros, dos oficiales, como dos artistas locos que intentan dorar el oro o embellecer lo perfecto, mantuvieron una disputa privada durante aquellos años de matanza universal. Eran oficiales de caballería y su relación con el espíritu alegre y caprichoso que lleva a los hombres a la guerra parecía particularmente apropiada para el caso. Sería difícil imaginar como héroes de esta historia, por ejemplo, a dos oficiales comunes de infantería, cuya fantasía suele aplacarse en las innumerables marchas y cuya valentía es necesariamente de una naturaleza más lenta. Imposible considerar también a dos artilleros o a dos ingenieros, cuyas cabezas habrían permanecido frías debido a su dieta matemática.
Los nombres de los oficiales eran Feraud y D’Hubert, y ambos eran tenientes en un regimiento de húsares, aunque no en el mismo regimiento.
Feraud realizaba tareas de cuartel, pero el teniente D’Hubert tenía la suerte de trabajar como officier d’ordonnance para el general que dirigía la división. Se encontraban en Estrasburgo, donde una importante y efectiva guarnición disfrutaba a pleno de un pequeño intervalo de paz. Ambos tenientes lo disfrutaban, a pesar de ser muy combativos; se trataba de ese momento de necesaria tranquilidad para afilar las espadas y limpiar los fusiles, una paz deseada por el corazón del soldado ya que no amenazaba el prestigio militar. Hay que añadir también que nadie creía que fuera real ni duradera.
En aquel contexto histórico, ideal para apreciar el ocio militar, y durante una hermosa tarde, el teniente D’Hubert se dirigió por la tranquila calle de un suburbio alegre hacia la morada del teniente Feraud, asentado en una casa particular que tenía un jardín al fondo y que pertenecía a una anciana soltera.
Una criada joven que llevaba puesto un traje alsaciano contestó rápidamente la llamada a la puerta. El aspecto lozano de la muchacha y sus largas pestañas, que inclinó con recato al ver al alto oficial, hicieron que el teniente D’Hubert —vulnerable como era a las impresiones estéticas— relajara el gesto frío y severo que traía en el rostro. Al instante notó que la muchacha llevaba colgando del brazo un par de pantalones de húsar azules con banda roja.
—¿Se encuentra en casa el teniente Feraud? —preguntó con calma.
—¡Oh, no señor! Salió esta mañana, a las seis.
La bella criada intentó cerrar la puerta, pero el teniente D’Hubert detuvo el movimiento con una firmeza suave y se deslizó en el recibidor, haciendo sonar sus espuelas.
—¡Vamos, querida! ¿No querrá decirme que no ha estado en casa desde las seis de la mañana, verdad?
Al decirlo, el teniente D’Hubert abrió sin reparos la puerta que daba a una habitación tan cómoda y ordenada que solo por su orden interno —por la forma de las botas, uniformes y utensilios militares— se convenció de que se trataba del cuarto del teniente Feraud. Comprobó también que el teniente efectivamente no estaba allí. La criada le había seguido con un gesto triunfante y levantó sus ojos cálidos para mirarle de frente.
—¡Mmmh! —dijo el teniente D’Hubert claramente decepcionado ya que había recorrido todas las casas en las que un teniente de húsares podía encontrarse una bonita tarde como aquella—. ¿De modo que ha salido? ¿Y sabe por casualidad, querida, a qué ha podido salir a las seis esta mañana?
—No —contestó ella rápidamente—, anoche regresó tarde y se puso a roncar. Lo oí cuando me levanté a las cinco. Luego se puso el uniforme más viejo que tenía y salió. De servicio, supongo.
—¿De servicio? ¡Nada de eso! —gritó D’Hubert—. Entérese, ángel mío, que salió a esa hora para batirse en duelo con un ciudadano.
La muchacha recibió la noticia sin el menor temblor en sus oscuras pestañas. Parecía obvio que las acciones del teniente Feraud quedaban, por lo general, fuera de cualquier discusión. Apenas levantó la mirada un instante con una sorpresa muda y por aquella falta de emoción el teniente D’Hubert concluyó que ella debía haber visto a Feraud en algún otro momento de la mañana. Echó una mirada alrededor del cuarto.
—¡Vamos! —insistió con un tono de complicidad familiar—, ¿seguro que no se encuentra en algún otro cuarto de la casa?
Ella negó con la cabeza.
—¡Peor para él! —respondió el teniente D’Hubert, con un tono ansioso—, pero ha estado en la casa por la mañana.
La bella criada asintió suavemente.
—¡Estuvo! —exclamó D’Hubert—. Y volvió a salir, ¿verdad? ¿Para qué? ¿No podía quedarse tranquilo en casa? ¡Menudo loco! Querida…
La amabilidad innata del teniente D’Hubert y su gran sentido de la camaradería facilitaban su capacidad de observación. Cambió el tono por uno un poco más dulce e insinuante, y sin levantar la vista del pantalón de húsar que colgaba del brazo de la criada, intentó apelar a las molestias que resultaba evidentemente que ella se tomaba para hacer sentirse cómodo al teniente Feraud. Fue insistente y persuasivo. Utilizó su mirada más amable y delicada para provocar los efectos deseados. La ansiedad que mostraba por encontrar al teniente Feraud por su propio bien parecía tan honesta que al fin logró acabar con la resistencia a hablar de la muchacha aunque lastimosamente no tenía gran cosa que decir. Feraud había regresado a la casa un poco antes de las diez, se había dirigido a su habitación y se había arrojado sobre la cama para continuar durmiendo. Ella lo había oído roncar aún con más fuerzas que por la mañana hasta bien entrada la tarde. Entonces se levantó, se vistió con su mejor uniforme y salió. Eso era todo cuanto le podía decir.
Levantó los ojos y el teniente D’Hubert los observó incrédulo.
—Imposible. ¿Se fue a pasear por el pueblo con su mejor uniforme? Querida mía, ¿sabes que esta mañana atravesó a un civil con su espada? Lo atravesó limpiamente, como si fuera una liebre.
La bella muchacha escuchó la espantosa noticia sin ningún signo de angustia, pero apretó los labios pensativa.
—No está paseando por el pueblo —aclaró bajando el volumen—, ni nada parecido.
—La familia del civil está armando un gran escándalo —continuó el teniente D’Hubert—, y el general está furioso. Es una de las mejores familias del pueblo. Feraud al menos debería haberse quedado en casa…
—¿Qué hará el general con él? —preguntó ansiosa la muchacha.
—No creo que le corte la cabeza —se quejó el teniente D’Hubert—, pero su comportamiento ha sido realmente vergonzoso. Esta bravuconada le va a traer un montón de problemas.
—Pero no está paseando por el pueblo —insistió la criada murmurando tímidamente.
—¡Ya lo creo! Porque, ahora que lo pienso bien, no lo he visto en ningún lado. ¿Dónde demonios puede encontrarse?
—Se ha ido a hacer una visita —comentó por fin la criada tras un instante de silencio.
El teniente D’Hubert se alteró.
—¿¡Una visita!? ¿¡Una visita a una muchacha!? ¡Pero qué desfachatez! ¿Y usted cómo lo sabe, querida?
Sin disimular su desprecio como mujer ante la estupidez masculina, la bella criada le recordó que el teniente Feraud se había vestido con su mejor uniforme antes de salir.
—Se puso el dolmán más nuevo —agregó en un tono de voz que daba a entender que aquella conversación le estaba poniendo muy nerviosa y se dio la vuelta bruscamente.
El teniente D’Hubert, sin cuestionar la lógica de aquel razonamiento, notó que no le servía de mucho para avanzar en su misión oficial, y es que la búsqueda del teniente Feraud era de carácter oficial. No conocía a ninguna de las mujeres que aquel colega, que había herido a un hombre por la mañana, podría estar visitando por la tarde. Los dos jóvenes apenas se conocían. Indeciso, mordió uno de sus dedos enguantados.
—En una visita —exclamó—, ¡una visita al diablo!
De espaldas, y mientras doblaba los pantalones de húsar sobre una silla, la criada protestó con una risita como de enfado.
—¡Oh, no, por supuesto que no! Una visita a la señora de Lionne.
El teniente D’Hubert dejó escapar un silbido suave. La señora de Lionne era la esposa de un importante funcionario, tenía un salón muy conocido y pretensiones de elegancia y sensibilidad. El marido era un viejo civil, pero la clientela del salón era más bien joven y militar. El teniente D’Hubert había silbado no porque la idea de perseguir al teniente Feraud justo hasta aquel salón le resultara desagradable, sino porque había llegado a Estrasburgo un poco más tarde que el resto y aún no había tenido tiempo de ser presentado a la señora de Lionne. Se preguntó qué podía estar haciendo ese espadachín de Feraud allí. No tenía pinta de ser esa clase de hombre que…
—¿Está segura de lo que dice? —preguntó el teniente D’Hubert.
La muchacha no tenía duda. Sin darse la vuelta, explicó que el cochero de los vecinos de la casa de al lado conocía al maître d’hôtel de la señora de Lionne. Así ella se mantenía informada. Estaba completamente segura. Y al dar esta confirmación, suspiró. Feraud solía ir allí casi todas las tardes.
—¡Ah, bueno! —exclamó D’Hubert con ironía. Su opinión sobre la señora de Lionne bajó varios puntos. El teniente Feraud no le parecía particularmente digno de la atención de una mujer con fama de elegante y sensible, pero no dijo nada. Al final todas eran iguales, más prácticas que románticas. De todas formas, el teniente D’Hubert prefirió no dejarse llevar por ese tipo de consideraciones.
—¡Por Dios! —pensó en voz alta—. El general va allí a veces. Si por casualidad se cruza con el teniente haciéndole guiños a la dama, ¡vaya un lío que se va a armar! Nuestro general no es una persona muy cortés, se lo aseguro.
—¡Entonces vaya, pronto! ¡No se quede de pie aquí ahora que le he dicho dónde encontrarlo! —gritó la muchacha con los ojos rojos.
—¡Muchas gracias, querida! No sé que habría hecho sin usted.
El teniente D’Hubert se marchó después de expresar su gratitud con un gesto ofensivo que primero fue rechazado con fuerza, y luego soportado con una indiferencia repentina, aunque más rigurosa aún.
Avanzó por las calles con una fanfarronería marcial, haciendo sonar y tintinear sus botas. No le preocupaba lo más mínimo tener que perseguir a un camarada hasta un salón en el que nadie lo conocía. El uniforme era su pasaporte. Su puesto como officier d’ordonnance a las órdenes del general lo hacía sentirse más seguro. Ahora que sabía dónde se encontraba al teniente Feraud, no tenía otra opción. Era una cuestión oficial.
La casa de la señora de Lionne tenía una apariencia imponente. Al abrir las puertas de una sala ancha con piso encerado, el criado gritó su nombre y se hizo a un lado para dejarle pasar. Aquel día había una recepción. Las damas llevaban sombreros grandes cargados con diferentes tipos de plumas. Sus cuerpos iban enfundados en vestidos blancos y ajustados que trepaban desde la punta de los zapatos de satén hasta las axilas, parecían cisnes fríos en un despliegue fabuloso de brazos y cuellos desnudos. Los hombres con los que conversaban, en cambio, iban excesivamente ataviados con trajes coloridos de cuellos altos hasta las orejas y fajas anchas en las cinturas. El teniente D’Hubert atravesó la sala imperturbable, se inclinó ante una de las formas de cisne que estaba reclinada en el sillón y pidió disculpas por semejante intromisión, solo justificable por la urgencia extrema de la orden que debía comunicar a un compañero, el teniente Feraud. Propuso regresar en otro momento y presentarse de la manera acostumbrada, y pidió disculpas por interrumpir una conversación tan interesante…
Antes de que terminara de hablar, un brazo desnudo se extendió frente a él con una indiferencia cortés. Respetuoso, se llevó aquella mano a los labios y tomó nota mentalmente de que era una mano huesuda. La señora de Lionne era rubia, tenía la piel extremadamente fina y el rostro alargado.
—C’est ça! —dijo la mujer esbozando una sonrisa etérea que dejaba al descubierto una hilera de dientes grandes—. Vuelva esta noche a pedir perdón.
—No faltaré, señora.
Mientras tanto el teniente Feraud, que tenía un aspecto espléndido con su dolmán nuevo y sus botas perfectamente lustradas para la ocasión, estaba sentado en una silla pegada al sillón, con una mano apoyada en el muslo y retorciéndose con la otra el bigote. Ante la mirada evidente del teniente D’Hubert, se puso de pie sin apuro y lo siguió hasta el hueco de una de las ventanas.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó con una indiferencia extraordinaria. Al teniente D’Hubert le costó creer que el teniente Feraud, con aquella inocencia espiritual y aquella sencillez intelectual, recordara la disputa de la mañana sin mostrar remordimientos ni el discernimiento racional de sus consecuencias. A pesar de que no recordaba bien cómo había nacido la pelea (había tenido su origen en un sitio donde se bebe cerveza y vino hasta la madrugada), no tenía ni la menor duda de que él era la parte ofendida. Dos amigos expertos en la materia habían sido sus testigos. Todo se había desarrollado según las reglas que regían aquel tipo de situaciones y era evidente que un duelo se disputaba con el propósito de que alguna de las partes resultara al menos herida, cuando no muerta al instante. Aquel civil había resultado herido. Era normal. El teniente Feraud estaba completamente tranquilo, pero el teniente D’Hubert interpretó esa tranquilidad como presunción y le contestó con energía:
—El general me ha enviado especialmente para darle la orden de que se dirija cuanto antes a su casa y se quede allí bajo arresto.
Entonces el sorprendido fue el teniente Feraud.
—¿Qué demonios me está diciendo? —murmuró débilmente, y quedó sumido en un asombro tan profundo que solo atinó a seguir los movimientos del teniente D’Hubert.
Los dos oficiales —uno alto, con facciones elegantes y el bigote del color del trigo maduro, y el otro más bajo y robusto, con una nariz aguileña y una cabellera negra, gruesa y rizada— se acercaron a la señora de la casa para despedirse. La señora de Lionne, una mujer de gusto bastante ecléctico, esbozó una sonrisa a los oficiales con una impresión neutral, pero un interés equivalente por ambos. La señora de Lionne sabía disfrutar de la infinita variedad de la especie humana. Todos los ojos del salón acompañaron la retirada de los oficiales y cuando al fin hubieron salido, uno o dos hombres, que habían oído antes algo sobre el duelo, repartieron la información entre las damas que parecían cisnes, quienes la recibieron con pequeñas expresiones de preocupación por la humanidad.
Mientras los dos húsares se alejaban caminando uno junto al otro. El teniente Feraud buscaba la razón oculta de los hechos, que en esta instancia aún no llegaba a comprender, y el teniente D’Hubert se sentía incómodo con el papel que se veía obligado a desempeñar, porque la instrucción del general había sido que corroborara personalmente que el teniente Feraud cumpliera sus órdenes al pie de la letra y de inmediato.
“Parece que el jefe conoce bien a este animal”, pensó mirando a su compañero cuyo rostro ovalado, ojos almendrados y hasta el pequeño bigote negro, retorcido y levantado parecían animados por una exasperación mental hacia todo lo que no se pudiera comprender. En voz alta dijo, casi como un reproche:
—El general está enfurecido con usted.
El teniente Feraud se detuvo de golpe al borde de la calle y gritó con un tono de inconfundible honestidad:
—Pero ¿por qué demonios?
La inocencia de su apasionado espíritu gascón se hizo evidente en el modo en el que se tomó la cabeza con las manos como si quisiera evitar que explotara por la confusión.
—Por el duelo —dijo el teniente D’Hubert secamente. Le molestan muchísimo este tipo de bromas.
—¡El duelo! El…
El teniente Feraud pasaba de una exaltación a otra. Dejó caer las manos y continuó caminando muy despacio, intentando acomodar aquella información con sus propios sentimientos. Era imposible. Saltó indignado:
—¿Acaso se supone que debía dejar que ese comedor de chucrut se limpiara las botas con mi traje del Séptimo Regimiento de los Húsares?
El teniente D’Hubert no pudo mantenerse incólume ante aquel sentimiento. Pensó que ese joven colega era un lunático, pero que aun así tenía un punto.
—Por supuesto, ignoro hasta qué punto estaban justificadas sus acciones —comenzó, conciliador—, y es posible que ni siquiera el general haya sido correctamente informado al respecto. La familia del civil ha conseguido enloquecerle con sus lamentos.
—¡Ah! ¡El general no ha sido correctamente informado! —rezongó el teniente Feraud y comenzó a caminar cada vez más rápido, empujado por la cólera que le despertaba aquella injusticia del destino—. No ha sido correctamente… ¡y ordena mi arresto! Solo Dios sabe qué vendrá después.
—No se excite tanto —le reprochó el otro—, es una familia muy influyente, usted lo sabe, y la cosa ya tiene mal aspecto. El general debió atender sus quejas de inmediato. No creo que tenga intenciones de ser más severo de lo habitual con usted, pero lo mejor que puede hacer es mantenerse un tiempo alejado.
—En ese caso parece que no tengo más opción que estar agradecido al general, —murmuró entre dientes Feraud— y supongo que también considera que debo agradecerle a usted el que se haya tomado tantas molestias para buscarme hasta en el salón de una dama que…
—Francamente —le interrumpió D’Hubert con una inocente sonrisa—, creo que debería hacerlo. Me ha llevado un rato descubrir dónde estaba y no me parece el sitio más indicado para entretenerse dadas las circunstancias. Si el general le hubiera encontrado allí haciéndole guiños a la diosa del templo… ¡se lo prometo! Odia que lo molesten con quejas sobre sus oficiales, ya lo sabe usted, y este caso tenía todo el aspecto de ser una bravuconada.
Los dos oficiales habían llegado hasta la puerta de la casa en la que se quedaba el teniente Feraud, quien se dio la vuelta hacia su compañero:
—Teniente D’Hubert —señaló—, debo confesarle algo que no puede ser dicho en la calle. No puede negarse a entrar.
La bella criada había abierto la puerta. El teniente Feraud pasó a su lado bruscamente y ella levantó una mirada asustada e inquisitiva hacia el teniente D’Hubert, que apenas se limitó a encoger los hombros mientras avanzaba con marcada reticencia.
Una vez en el cuarto, el teniente Feraud desenganchó el broche y arrojó el dolmán nuevo sobre la cama, cruzó los brazos a la altura del pecho y se dio la vuelta hacia el otro húsar.
—¿A usted le parece que soy ese tipo de hombres que aceptan la injusticia con sumisión? —preguntó con un tono embravecido.
—¡Oh, por favor, sea razonable! —le regañó el teniente D’Hubert.
—¡Soy razonable! ¡Eso es justamente lo que soy! —replicó con una moderación ominosa—. No puedo pedirle al general que me de explicaciones por su comportamiento, pero sí puedo pedírselas a usted.
—No pienso escuchar estas estupideces —murmuró el teniente D’Hubert haciendo un pequeño gesto de desprecio.
—¿Esto le parece una estupidez? A mí me parece un planteamiento de lo más razonable, a menos que no entienda usted francés.
—¿Qué diablos está insinuando?
—Lo que quiero decir —gritó de pronto el teniente Feraud— es que la próxima vez que usted me interrumpa cuando estoy con una dama solo por órdenes del general, le cortaré las orejas.
Después de aquellas enloquecidas palabras quedó flotando un silencio profundo y el teniente D’Hubert alcanzó a oír, del otro lado de la ventana abierta, el canto sereno de los pajaritos en el jardín. Tratando de mantener la calma dijo:
—Si me habla en ese tono, voy a tener que ponerme a su disposición para resolver este asunto cuando quede en libertad, aunque tengo mis dudas de que llegue usted a cortarme las orejas.
—¡Lo voy a resolver de inmediato! —declaró el teniente Feraud agresivo—. Y si está considerando la posibilidad de desplegar sus aires y sus gracias esta noche en el salón de la señora de Lionne, está terriblemente equivocado.
—Usted… —dijo el teniente D’Hubert comenzando a irritarse— es un colega de lo más intratable. El general me ordenó que lo pusiera bajo arresto, no que le cortara en pedazos. ¡Que tenga un buen día! —Y se dirigió a la puerta dándole la espalda al joven gascón quien, siempre moderado para beber, había nacido más bien intoxicado por la luz de su país de vinos maduros al norte, y aunque sabía aguantar la bebida, era de una naturaleza sobria debido al cielo lluvioso de la Picardía. Al oír a sus espaldas el sonido inconfundible de una espada siendo desenvainada, no le quedó más opción que detenerse.
“Que Dios se lleve a este loco bien al sur”, pensó mientras se daba la vuelta rápidamente y controlaba la postura de ataque del teniente Feraud, que sostenía su espada desnuda en la mano.
—¡Hagámoslo ahora mismo, ahora mismo! —gritó Feraud a su lado.
—Ya le he dicho lo que pienso —contestó el otro sin perder la calma.
Al principio se había sentido irritado, y de alguna manera también un poco divertido, pero ahora su rostro se ensombreció. Se preguntaba seriamente cómo podía escapar de aquella situación. Era imposible evitar a un hombre con una espada, y la posibilidad de combatir contra él parecía fuera de discusión. Esperó un momento y entonces dijo exactamente lo que sentía:
—¡Suelte la espalda! No me batiré con usted. No caeré en el ridículo.
—Ah, ¿no lo hará? —murmuró el gascón—. Entonces prefiere la deshonra. ¡La deshonra! ¡La deshonra! —dijo con un alarido mientras levantaba y volvía a bajar talones con la cara enrojecida.
El teniente D’Hubert, en cambio, quedó pálido un momento ante el sonido de aquella palabra tan desagradable, luego se ruborizó también él hasta la raíz de su pelo rubio.
—¡Usted no puede salir a batirse en duelo porque está bajo arresto, desquiciado! —estalló con un desprecio furioso.
—Tenemos el jardín, es lo bastante grande como para que quepa su largo esqueleto tumbado en el suelo —farfulló el otro con tanto carácter que alimentó la furia del hombre que había permanecido más frío.
—¡Esto es completamente absurdo! —dijo aliviado porque había encontrado la manera de evitar el asunto por el momento—. Jamás conseguiremos que un camarada salga como testigo. Es ridículo.
—¡Testigos! ¡Me importan un comino los testigos! No necesitamos testigos. No se preocupe por los testigos, avisaré a sus amigos cuando haya terminado con usted para que vengan a recoger el cuerpo, y si tanto le preocupan los testigos, le diré a la vieja de la casa que saque la cabeza por la ventana trasera. ¡Espere! También está el jardinero, con él será suficiente. Está más sordo que una tapia, pero tiene los ojos bien puestos. ¡Vamos! Le enseñaré a usted, oficial de recados, que llevar las órdenes de un general no es juego de niños.
Mientras largaba todo aquel discurso se desabrochaba la vaina vacía, luego la arrojó debajo de la cama y, bajando un poco la punta de la espada, empujó al atónito teniente D’Hubert diciendo:
—¡Sígame!
Ni bien abrió de golpe la puerta se escuchó el grito débil de la criada, que había estado oyendo todo del otro lado. Se cubrió los ojos con las palmas de las manos y se alejó un poco tambaleando. Al parecer Feraud ni siquiera la vio, pero ella lo siguió corriendo y le agarró del brazo izquierdo. Él sacudió el brazo para apartarla y entonces ella se arrojó sobre el teniente D’Hubert y le arañó la manga del uniforme.
—¡Miserable! —dijo entre sollozos—. ¿Para esto quería encontrarlo?
—¡Suélteme! —le pidió el teniente D’Hubert mientras intentaba sacársela de encima con gentileza—. Esto se parece a un manicomio —protestó impaciente—, ¡suélteme por favor! No le voy a hacer ningún daño.
Feraud soltó una risita diabólica como respuesta.
—¡Venga ya! —gritó dando un pisotón en el suelo.
Y el teniente D’Hubert lo siguió. No tenía otra opción. Pero para defender su cordura es necesario aclarar que, mientras atravesaba el vestíbulo, la idea de abrir la puerta que daba a la calle y salir sin más cruzó por la cabeza de este valiente joven, solo para ser rechazada de inmediato porque estaba seguro de que el otro lo habría perseguido sin vergüenza ni reparos, y la imagen de un oficial de húsares perseguido en la calle por otro oficial de húsares empuñando una espada desenvainada era completamente inaceptable. Así pues, lo siguió hasta el jardín. La muchacha venía tambaleándose unos pasos por detrás. Con los labios grises y los ojos enloquecidos por el miedo, se entregó a la curiosidad con espanto. Tenía la vaga idea de interponerse entre el teniente Feraud y la muerte si era necesario.
El jardinero sordo, sin percibir los pasos que se acercaban, continuó regando sus plantas hasta que el teniente Feraud le dio una fuerte palmada en la espalda. El pobre viejo, al descubrir de golpe a un hombre enfurecido empuñando un gran sable, dejó caer la regadera temblando. El teniente Feraud la alejó de una patada con aversión, agarró del cuello al jardinero y lo empujó de espaldas contra un árbol. Lo retuvo allí gritándole al oído:
—¡Quédese aquí y mire! ¿Entiende? Debe mirar. ¡No se atreva a moverse de aquí!
El teniente D’Hubert se acercó caminando lentamente por el sendero mientras se desabrochaba el dolmán sin disimular el disgusto y aun entonces, con la mano en la empuñadura de su espalda, dudó un poco más hasta que gritó:
—En garde, fichtre! ¿Para qué ha venido? —Y el apuro de su adversario lo obligó a tomar rápidamente una posición defensiva.
El sonido del choque de las espadas inundó el coqueto jardín, que hasta entonces no había conocido ruido más bélico que el tintineo de las tijeras, y por la ventana de arriba se vio aparecer la parte superior del cuerpo de una vieja. Levantó los brazos sobre su gorra blanca y se puso a regañar con la voz quebrada. El jardinero seguía pegado al tronco del árbol con la boca sin dientes abierta en una mueca de estúpido asombro y la hermosa muchacha, un poco más alejada sobre el sendero, daba unos pasos hacia aquí y otros hacia allí retorciéndose las manos y murmurando trastornada como si estuviera hechizada frente a un pequeño arbusto de hierba. No se interpuso entre los duelistas: las embestidas del teniente Feraud eran tan violentas que su corazón comenzó a titubear. El teniente D’Hubert tenía toda su concentración puesta en la defensa y recurría a todas sus habilidades y conocimientos sobre el manejo de la espada para detener los ataques de su adversario. Dos veces se vio obligado a abrirse camino. Le molestaba sentirse inseguro en su punto de apoyo debido a la gravilla del sendero que se deslizaba bajo las duras suelas de sus botas. Es la superficie más inadecuada, pensó sin apartar la mirada atenta y fija bajo sus pestañas del gesto exaltado de su rollizo adversario. La absurdidad de aquel asunto iba a arruinar su reputación de oficial razonable, con buena conducta y una carrera prometedora. Cualquiera que fuera el resultado se iba a resentir su futuro inmediato y le iba a hacer perder la predilección del general. Sin duda aquellas preocupaciones frívolas estaban fuera de lugar dada la solemnidad de la situación. Un duelo, ya sea que se lo considere un rito dentro del culto al honor o que se lo reduzca a su esencia moral como un deporte masculino, exige una firmeza extrema en el propósito y cierta austeridad homicida en el estado de ánimo. Por otra parte, aquella viva preocupación por su futuro no tuvo malos efectos ya que aumentó el enfado del teniente D’Hubert. Habían pasado setenta segundos desde que habían chocado las espadas por primera vez y el teniente D’Hubert tuvo que volver a ceder terreno para evitar empalar a su imprudente adversario como si fuera un escarabajo en una vitrina de insectos. El teniente Feraud malinterpretó ese gesto y, con una especie de gruñido triunfal, aumentó su ataque.
“Esta bestia furiosa me va a arrinconar contra el muro”, pensó el teniente D’Hubert. Se imaginaba más cerca de la casa de lo que estaba en realidad, y no se animaba a girar la cabeza; le parecía que mantenía alejado a su adversario más con la mirada que con la punta de la espada. El teniente Feraud se agachaba y daba saltos con la agilidad de un tigre feroz, hábil para asustar hasta al corazón más fuerte, pero aún más espantosa que la furia de un animal salvaje, que cumple con inocencia su función natural, es la fijación de una resolución violenta que solo los hombres son capaces de sostener. El teniente D’Hubert lo comprendió por fin, en medio de aquella nebulosa de preocupaciones frívolas. Se veía inmiscuido en un asunto absurdo y dañino, y cualquiera que fuera la estúpida intención que el colega tenía al principio, quedaba claro que ahora estaba determinado nada menos que a matar, y lo deseaba con un nivel de intensidad superior a las facultades de un tigre.
Como suele sucederle a los valientes por naturaleza, al teniente D’Hubert lo atrajo la visión última del peligro y, en cuanto se sintió realmente interesado, la extensión de su brazo y la frialdad de sus pensamientos se volvieron a su favor. Fue el turno del teniente Feraud de retroceder con un gruñido espeluznante de ira. Hizo un rápido movimiento para esquivarlo y luego se arrojó con fuerza hacia delante.
“¡Ah! ¡Conque estás dispuesto, ¿no es así?! ¡Estás dispuesto!”, pensó el teniente D’Hubert. Más allá de las razones de la disputa, el duelo había durado casi dos minutos, tiempo suficiente para que cualquiera de los hombres resultara herido, pero de pronto todo acabó. Al intentar un acercamiento pecho a pecho por debajo de la guardia de su adversario, el teniente Feraud recibió un tajo en el brazo más corto. Al principio no lo notó, pero disminuyó su empuje, los pies resbalaron en la gravilla y se cayó de espaldas con vehemencia. El golpe sacudió sus pensamientos revueltos hasta imponer la quietud perfecta de la indiferencia. En el mismo instante de su caída, la bella criada emitió un chillido, pero la vieja asomada por la ventana dejó de regañar y comenzó a santiguarse piadosamente.
Al ver a su adversario con la cara hacia arriba, tumbado en el suelo y sin moverse, el teniente D’Hubert creyó que lo había matado. Durante un rato tuvo la sensación de haberlo lastimado con la fuerza suficiente como para cortar a un hombre por la mitad, un recuerdo exagerado de la buena voluntad que había puesto en el golpe. Rápidamente se puso de rodillas junto al cuerpo abatido, pero al descubrir que el brazo ni siquiera estaba roto un pequeño sentimiento de desilusión se mezcló a la sensación de alivio. Aquel colega se merecía lo peor, pero él en realidad no quería la muerte de un pobre pecador. El asunto ya tenía suficiente mal aspecto así como estaba, por lo que el teniente D’Hubert se puso de inmediato a la tarea de detener la hemorragia, pero el destino quiso que fuera ridículamente interrumpido por la bella criada. Lo atacó por la espalda rasgando el aire con gritos de espanto, enredó los dedos en el pelo de él y le tiró la cabeza hacia atrás. D’Hubert no entendía por qué ella elegía interrumpirlo justo en ese momento pero tampoco lo pensó demasiado. Parecía un sueño retorcido y tortuoso. Dos veces debió levantarse y echarla a un lado para evitar que lo detuviera. Lo hizo con estoicismo; sin pronunciar una sola palabra, volvió a clavar la rodilla en el suelo para continuar su tarea, pero la tercera vez, cuando al fin terminó su trabajo, la cogió y la sostuvo con los brazos pegados al cuerpo. Tenía la gorra medio caída, la cara enrojecida y los ojos ardiendo por una especie de audacia enajenada. Miró con dulzura dentro de aquellos ojos, mientras la muchacha lo llamaba infeliz, traidor y asesino repetidas veces, y aquello no le molestó tanto como la certeza de que había logrado arañarle la cara varias veces. Al escándalo que era todo aquel asunto, ahora había que sumarle el ridículo. Se imaginó cómo correría esta historia por la guarnición en la ciudad y por todo el ejército de la frontera, una versión deformada por todo tipo de falsedades sobre los motivos, las intenciones o las circunstancias, que ensuciaría la pureza de su conducta y la excelencia de su gusto, hasta llegar a los oídos de su honorable familia. Para ese Feraud, en cambio, estaba todo bien, ya que no tenía contactos importantes, ni familia a la que proteger, ni ninguna otra cualidad aparte del coraje, algo que de todos modos se conseguía solo con el tiempo, todos los soldados de la caballería francesa lo habían poseído alguna vez. Sujetando los brazos de la muchacha con un apretón fuerte, el teniente D’Hubert miró por encima de su hombro. El teniente Feraud había abierto los ojos. No se movía. Miraba el cielo de la tarde sin ninguna expresión en la cara, como un hombre que se despierta de un sueño profundo.
El grito urgente del teniente D’Hubert al jardinero no provocó ningún efecto, ni siquiera logró hacerle cerrar la boca sin dientes. Entonces recordó que el tipo estaba más sordo que una tapia. Mientras tanto, la muchacha continuaba retorciéndose, no con la timidez de una doncella, sino con una furia muda y agraciada, y pateándole las canillas de vez en cuando. Continuó sujetándola como a un tornillo, aunque su instinto le decía que, si la soltaba, ella se rendiría a sus ojos. De todas formas D’Hubert se sentía inmensamente humillado por el lugar que ocupaba en todo este asunto. Al fin la muchacha se dio por vencida. Temió que se sintiera más agotada que tranquila. Por lo que intentó salir de aquel sueño retorcido a través de la negociación.
—Escúchame —dijo lo más calmado posible—, ¿me prometes que irás a buscar al cirujano si te suelto?
Con verdadera tristeza la oyó decir que no lo haría. Por el contrario, sollozando dijo que pensaba quedarse en el jardín y luchar con uñas y dientes para proteger al hombre vencido. Aquello era un escándalo.
—¡Pero querida! —gritó desesperado—, ¿de veras crees que soy capaz de matar a un adversario cuando está herido? Quédate quieta, pequeña salvaje, ¡quieta un momento!
Lucharon un momento más. Hasta que una voz gruesa y somnolienta sonó detrás suyo.
—¿Qué quiere con la muchacha?
El teniente Feraud se había puesto de pie apoyándose en su brazo sano. Miraba con pesadez su otro brazo, la mancha de sangre en su uniforme, el pequeño charco en el suelo y su sable, a medio metro de distancia. Luego se volvió a recostar muy despacio para reflexionar sobre lo ocurrido, si aquel tremendo dolor de cabeza le permitía realizar algún tipo actividad mental. El teniente D’Hubert soltó a la muchacha, que se agachó de inmediato junto al otro teniente. Comenzaban a caer las sombras de la noche sobre el cuidado jardín y sobre el conmovedor grupo, del cual salían breves murmullos de tristeza y compasión mezclados a otros sonidos de distintas naturalezas, como si un enfermo medio despierto intentara realizar un juramento. El teniente D’Hubert se marchó.
Atravesó la casa en silencio y agradeció la penumbra que ocultaba sus manos ensangrentadas y su cara arañada a los transeúntes. Pero aquella historia no podría taparse de ninguna manera. Lo que más temía era el descrédito y el ridículo, y fue dolorosamente consciente de que se estaba escabullendo por los callejuelas como si fuera un asesino. De pronto el sonido de una flauta, que salía de una ventana abierta e iluminada en el primer piso de una casa modesta, interrumpió aquellos pensamientos lúgubres. Había un virtuosismo perseverante en la ejecución, y a través de las fioritures del tono se podían oír los golpes regulares de un pie contra el suelo.
El teniente D’Hubert gritó el nombre del cirujano del ejército, al que conocía bastante bien. El sonido de la flauta se interrumpió y el músico apareció en la ventana dando la cara a la calle con el instrumento aún en la mano.
—¿Quién es? ¿D’Hubert? ¿Qué le trae por aquí?
No le gustaba que lo molestaran cuando estaba tocando la flauta. Era un hombre que había encanecido mientras realizaba la ingrata tarea de atar vendas en el mismo sitio donde otros alcanzaban la gloria y las promociones, en el campo de batalla.
—Necesito que vaya de inmediato a ver a Feraud. ¿Conoce al teniente Feraud? Vive al final de la segunda calle. Apenas a un minuto de aquí.
—¿Qué le ha sucedido?
—Está herido.
—¿En serio?
—¡En serio! —gritó D’Hubert—. Vengo de allí.
—Qué entretenido —dijo el viejo cirujano. “Entretenido” era su palabra favorita, aunque la expresión en su rostro cada vez que la decía no se correspondía con su significado. Era un hombre imperturbable—. ¡Entre! —agregó—. Estaré listo en un momento.
—Gracias. Quisiera lavarme las manos.
El teniente D’Hubert encontró al cirujano desarmando las partes de su flauta y guardándolas metódicamente en una caja. Volteó la cabeza.
—El agua está allí, en la esquina. Usted sí que tiene las manos sucias.
—Detuve la hemorragia —dijo el teniente D’Hubert—, pero debería darse prisa. Sucedió hace más de diez minutos.
El cirujano no aceleró sus movimientos.
—¿Qué ha sucedido? ¿Se le han caído las vendas? Muy entretenido. Estuve todo el día en el hospital, pero alguien me dijo esta mañana que salió ileso del embate.
—Probablemente no se deba al mismo duelo —gruñó el teniente D’Hubert mientras se secaba las manos con una toalla áspera.
—No el mismo… ¿Qué? ¿Otro? Tendría que ser contra el diablo en persona para que yo me batiera en duelo dos veces en un mismo día. —El cirujano miró detenidamente al teniente D’Hubert—. ¿Y usted por qué tiene la cara llena de arañazos? En los dos lados y de forma simétrica, además. Muy entretenido.
—¡Muy entretenido, sí! —rugió el teniente D’Hubert—. Encontrará que el corte en su brazo es muy entretenido también. Los mantendrá a los dos muy entretenidos por un buen tiempo.
El cirujano quedó desconcertado y perplejo por el brusco rencor en el tono del teniente D’Hubert. Salieron juntos de la casa y en la calle el desconcierto por su conducta fue aún mayor.
—¿No viene conmigo? —preguntó.
—No —dijo D’Hubert—, usted puede llegar solo hasta la casa. Probablemente la puerta siga abierta.
—Bueno. Pero ¿cuál es su cuarto?
—El de la planta baja. Aunque será mejor que vaya directamente hasta el jardín.
Aquel detalle tan particular empujó al cirujano, quien se fue de inmediato sin oír nada más. El teniente D’Hubert regresó a su casa con una indignación acalorada y perturbadora. Temía las bromas de sus camaradas casi tanto como la ira de sus superiores. La verdad era demasiado confusa y grotesca, incluso si se dejaba de lado la irregularidad del duelo —que lo acercaba peligrosamente a un delito criminal—. Como todos los hombres de poca imaginación, habilidad que alimenta al pensamiento reflexivo, el teniente D’Hubert se sentía terriblemente acosado por los aspectos obvios del dilema. Sin dudas estaba orgulloso de no haber matado al teniente Feraud sin respetar las reglas y sin los testigos adecuados para tales situaciones. Extraordinariamente orgulloso. Pero al mismo tiempo sentía que le habría encantado retorcerle el cuello sin miramientos.
Oscilaba entre aquellos sentimientos contradictorios cuando el cirujano y flautista amateur lo fue a visitar. Habían pasado más de tres días. El teniente D’Hubert había dejado de ser officier d’ordonnance del general. Lo habían enviado de regreso a su regimiento. Y estaba reanudando su relación con la gran familia militar de los soldados a través de un confinamiento estricto, no en su propia casa en la ciudad sino en una habitación del cuartel. Debido a la gravedad del incidente, no podía ver a nadie. No sabía qué había ocurrido, cuáles eran los rumores ni lo que pensaban los demás. La visita del cirujano fue una gran sorpresa para el preocupado cautivo. El flautista amateur comenzó por explicarle que estaba allí solo por un favor especial al general.
—Le comenté que lo más justo sería darle información precisa sobre el estado de su adversario —continuó—; le alegrará saber que está mejorando rápidamente.
La cara del teniente D’Hubert no mostró ninguno de los gestos convencionales de alegría. Continuó caminando por la habitación.
—Siéntese, doctor —dijo entre dientes.
El cirujano se sentó.
—El asunto está siendo interpretado de diferentes maneras, tanto en la ciudad como dentro del ejército. De hecho, es muy entretenido oír la variedad de las opiniones.
—¿De veras? —murmuró el teniente D’Hubert caminando de una pared a la otra. Le sorprendía que hubiera más de una opinión al respecto. El cirujano continuó.
—Por supuesto, como no se conocen los hechos reales…
—Pensé —interrumpió D’Hubert— que mi colega le había comentado a usted cuáles habían sido los hechos.
—Algo llegó a comentar —admitió el otro— la primera vez que lo vi. Dicho sea de paso, lo encontré en el jardín, pero el golpe en la nuca lo había dejado en un estado un poco incoherente; aun así, no parecía tener muchas ganas de hablar.
—No creí que fuera a tener la elegancia de sentirse avergonzado —contestó D’Hubert reanudando su marcha por el cuarto mientras el médico murmuraba:
—¡Qué entretenido! ¿“Vergüenza”? No era exactamente vergüenza lo que sentía. Sin embargo, el asunto podría pensarse desde otra perspectiva.
—¿A qué se refiere? ¿Qué asunto? —preguntó D’Hubert mirando de costado a aquel hombre de rostro pesado y cabellera gris.
—Como sea —dijo el cirujano un poco impaciente—, no quiero expresar ninguna opinión sobre su conducta…
—¡Por Dios, mejor que no lo haga! —gritó D’Hubert.
—¡Vamos hombre! No desenvaine su espada tan rápido. A la larga no vale la pena. Entérese de una vez que no me interesa meterme con ninguno de ustedes dos, jovencitos, si no es usando las herramientas de mi oficio. Le estoy dando un buen consejo. Si continúa así, lo único que va a conseguir es acabar con su reputación.
—¿Si continúo cómo? —inquirió el teniente D’Hubert deteniéndose de pronto, completamente sorprendido—. ¡Yo…! ¡Que yo voy a dañar mi reputación! Pero ¿usted qué se ha creído?
—Ya le he dicho que no me interesa juzgar qué se ha hecho bien y qué se ha hecho mal en este asunto, no es asunto mío. De todas formas…
—¿Qué demonios le han contado…? —lo interrumpió D’Hubert con una especie de pánico atónito.
—Le he dicho que, para empezar, el hombre estaba en un estado de incoherencia cuando lo encontré en el jardín y luego, como es lógico, mostró cierta reticencia a hablar, pero deduzco que eso no lo pudo evitar.
—¿Qué él no lo pudo evitar? —gritó el teniente D’Hubert. Luego, bajando considerablemente el volumen—: ¿Y qué hay de mí? ¿Acaso podía yo evitarlo?
El cirujano se puso de pie. Sus pensamientos parecían huir hacia la flauta, fiel compañera de voz siempre reparadora. Entre las ambulancias, después de veinticuatro horas de arduo trabajo, el cirujano se había hecho famoso por quebrar con aquel sonido la horrible quietud de los campos de batalla, entregados al silencio y a los muertos. Su hora de consuelo diario se estaba acercando y, en épocas de paz, cuidaba cada minuto con la flauta como un avaro cuida sus posesiones.
—¡Por supuesto! Por supuesto que sí —dijo frívolamente—, es comprensible que piense así, es entretenido, sea como sea, y dado que mantengo una postura neutral y amigable con ambos, he aceptado traerle un mensaje de parte suya. Si prefiere, digamos que le sigo la corriente a un loco. Feraud quiere que sepa que para él este asunto no está cerrado de ninguna manera. Tiene pensado enviarle sus testigos en cuanto recupere un poco las fuerzas, siempre que el ejército no entre en combate, naturalmente.
—Ésa es su intención, ¿verdad? Claro, por supuesto… —farfulló el teniente D’Hubert en un arrebato de indignación.
El motivo de su indignación no era evidente para el visitante, pero aquel enardecimiento fue una prueba para el cirujano, que había venido a confirmar la opinión que iba ganando terreno en el exterior: alguna diferencia muy seria se había establecido entre ambos jóvenes, algo lo suficientemente grave como para imponer aquel misterio, un hecho de suma importancia, y para resolver aquella diferencia urgente, ambos habían aceptado incluso el riesgo de salir heridos y de caer en desgracia al comienzo de sus carreras. El cirujano temía que la investigación que iba a comenzar no alcanzara para satisfacer la curiosidad pública. Ninguno de los dos parecía dispuesto a abrirse y confiar en público lo que había sucedido entre ellos, aquello que tenía una naturaleza tan indignante que los había llevado a enfrentarse nada menos que a una acusación de asesinato. Pero ¿qué podía ser?
El cirujano no era especialmente curioso, pero la duda que flotaba en su interior hizo que se quitara dos veces la flauta de la boca aquel atardecer, justo a mitad de una melodía, y se quedara sentado en silencio durante un minuto completo, tratando de dilucidar una explicación posible.
II
El cirujano no logró mejores resultados que el resto de la guarnición o de la sociedad. Los dos jóvenes oficiales, que hasta entonces no habían poseído ningún rasgo demasiado destacable, se volvieron conocidos por la curiosidad general que despertó el origen de su pelea. El salón de la señora de Lionne era el epicentro de ingeniosas hipótesis; la propia dama fue durante un tiempo asediada a preguntas, pues había sido la última persona en hablar con aquellos hombres imprudentes y desdichados antes de que salieran de su casa hacia un encuentro feroz con sus espadas, en un jardín privado y al atardecer. Ella decía que no había notado nada extraño en su comportamiento. El teniente Feraud se había mostrado evidentemente molesto de que lo llamaran, algo de lo más comprensible, a ningún hombre le agrada que lo interrumpan cuando está conversando con una dama conocida por su elegancia y delicadeza, pero en el fondo, a la señora de Lionne le aburría el asunto y no quería verse mezclada para no promover rumores imprudentes; le molestaba por otra parte oír que tal vez había una mujer de por medio. Esta molestia no brotaba de su elegancia o sensibilidad, sino de un lado más instintivo de su carácter, y al final, la molestia llegó a ser tan grande, que prohibió que se mencionara el tema en su casa. La prohibición se cumplía cerca de su sillón, pero en el fondo del salón el mandato de silencio se incumplía de vez en cuando. Un personaje de rostro largo y pálido, parecido a una oveja, negaba con la cabeza mientras opinaba que la disputa venía del pasado y que estaba envenenada por el tiempo y otro le contestaba que los hombres eran demasiado jóvenes como para tener una disputa de ese calibre y que, además, venían de regiones francesas diferentes y distantes entre sí. Había también otras imposibilidades físicas, un subcomisario municipal, un soltero agradable y bien educado que llevaba pantalones de casimir, botas tipo Hessian y un abrigo azul bordado con cordones de plata, y que, por si fuera poco, creía en la transmigración de las almas, sugirió que tal vez ambos se habían conocido en una vida anterior, que la enemistad se remontaba a un pasado lejano. Podía tratarse de algo incomprensible en la forma actual de sus seres, pero sus espíritus recordaban esa animosidad y expresaban la oposición de forma instintiva. Desarrolló su teoría efusivamente gracias a que el asunto parecía tan absurdo desde el punto de vista de la elegancia, la conciencia militar, el honor y la prudencia, que aquella extraña explicación parecía casi más razonable que cualquier otra.
Ninguno de los dos había confesado nada a nadie. Tanto la humillación de haberse visto derrotado con la espada en la mano como la incómoda sensación de haber sido presa en un enredo por injusticia del destino mantenían sumido al teniente Feraud en un impenetrable silencio. Ya no confiaba en la piedad de aquella raza humana que parecía representada, por supuesto, en aquel oficial funcionarial y un poco dandi. Recostado en la cama, deliraba en voz alta frente a una criada que satisfacía sus necesidades con devoción y escuchaba con temor sus horribles maldiciones. Le parecía justo y natural que ese teniente D’Hubert “pagara por todo esto”, y su principal preocupación era la de evitar que el teniente Feraud se pusiera nervioso; para su corazón humilde, aquel hombre era tan admirable y fascinante que lo único que deseaba era que se recuperara rápido, aunque eso lo llevara a reanudar sus visitas al salón de la señora de Lionne.
El teniente D’Hubert guardaba silencio por la obvia razón de que no tenía con quién hablar, a excepción de un sirviente joven y no muy listo. Era consciente de que aquel episodio, que podía tener repercusiones tan graves para su carrera, tenía también un lado cómico. Cuando pensaba en eso volvía a tener ganas de arrancarle el cuello al teniente Feraud, pero era una sensación abstracta y expresaba más su estado de ánimo que un impulso físico real porque en aquel hombre persistía un sentimiento de camaradería y bondad que no le disponía a empeorar aún más la situación del teniente Feraud. Prefería no andar por ahí hablando. Aunque, como es lógico, durante la investigación iba a tener que contar la verdad en defensa propia. Y esa posibilidad le disgustaba.
Finalmente no hubo ninguna investigación porque el ejército tuvo que salir al campo de batalla. El teniente D’Hubert fue puesto en libertad sin ninguna observación y reanudó sus tareas dentro del regimiento. El teniente Feraud, con el brazo apenas liberado del cabestrillo, montó junto a su escuadrón sin más preguntas para completar su recuperación bajo el humo de las cruzadas y el aire fresco de los campamentos por la noche. Aquel tratamiento tonificante le sentó tan bien que, en cuanto se oyeron los primeros rumores de la firma de un armisticio, pudo regresar sin más retraso a su guerra privada.
Aquella vez sería un enfrentamiento tradicional. Pidió a dos amigos que fueran a buscar al teniente D’Hubert, cuyo regimiento estaba asentado apenas a unos kilómetros de distancia.
—Ese dandi me debe una —les dijo con un tono grave, y ellos partieron bastante contentos a cumplir su misión.
Al teniente D’Hubert no le costó encontrar dos amigos igualmente discretos y fieles.
—Hay un colega un poco loco al que debo dar una lección —dijo, y ellos no pidieron más explicaciones.
Así se acordó un duelo de espadas una mañana a primera hora en un sitio acorde. En el tercer asalto, el teniente D’Hubert se cayó de espaldas sobre el césped cubierto de rocío y descubrió que tenía una herida en el costado. A su izquierda, el sol sereno comenzaba a extenderse sobre el paisaje de prados y bosques. Un médico —no el aficionado flautista, sino otro— se inclinó a su lado para estudiar la herida.
—Ha escapado por un pelo. Pero la herida no es grave —sentenció.
El teniente D’Hubert oyó estas palabras con placer. Uno de sus testigos, que estaba sentado en el césped húmedo y le sostenía la cabeza sobre el regazo, dijo:
—Ah, los vaivenes de esta guerra, mon pauvre vieux. ¿Qué se puede hacer? Reconcíliense como dos antiguos colegas. ¡Vamos!
—No tienes idea de lo que estás sugiriendo —murmuró el teniente D’Hubert con una voz débil—, pero de todas formas, si él…
Del otro lado del prado, los testigos del teniente Feraud también insistían para que se acercara a su adversario y le estrechara la mano.
—Ya le has dado su merecido, que diable. Es lo correcto. Ese D’Hubert es un tipo decente.
—Yo conozco la decencia de estas mascotas del general —murmuró el teniente Feraud entre dientes, y la expresión sombría en su rostro desanimó al resto de hacer más esfuerzos de reconciliación. Los testigos, haciéndose señas a lo lejos, sacaron a sus hombres del prado.
Por la tarde, el teniente D’Hubert, que era conocido por ser un buen camarada que mostraba valentía pero a la vez un temperamento franco y ecuánime, recibió muchas visitas. Todos destacaban que el teniente Feraud no se había dejado ver por ahí para recibir, como era costumbre, las felicitaciones de sus amigos. Y no le habrían faltado, ya que él también era muy querido por la exuberancia de su espíritu sureño y la simplicidad de su carácter. En todos los sitios en los que solían reunirse los oficiales al atardecer se hablaba del duelo de aquella mañana, desde las dos posiciones. Si bien esta vez el teniente D’Hubert había terminado peor, se comentaba su habilidad para manejar la espada. Nadie podía negar que era muy certero, casi científico. Incluso se rumoreaba que había sido herido solo porque deseaba liberar a su adversario de una vez, pero para muchos otros el vigor y la tenacidad del teniente Feraud eran sencillamente irresistibles.
Se discutió con franqueza acerca de los méritos de ambos oficiales como combatientes; pero la actitud entre ellos tras el duelo fue criticada con precaución. Su enemistad era irreconciliable y eso era algo digno de lástima, aunque después de todo nadie como ellos podía saber mejor lo que debían hacer para cuidar su honor, no era un asunto en el que sus camaradas debieran meterse. En cuanto al origen de la disputa, la opinión general era que se remontaba a la época en la que se habían instalado en Estrasburgo. El cirujano músico sacudió la cabeza al oír eso. “Viene de mucho más atrás”, pensó.
—¡Claro, por supuesto! Usted conoce bien toda la historia —gritaron varias voces con ávida curiosidad—. ¿Qué ha sido?
Deliberadamente alzó la mirada de la copa.
—Ni aunque conociera toda la historia, podrían esperar de mí que la relatara cuando ambos protagonistas han decidido no decir una palabra.
Se puso de pie y se marchó, dejando en el aire una sensación de misterio. No podía quedarse más porque se acercaba la hora mágica de tocar la flauta.
Después de que se marchara un oficial muy joven, dijo con voz solemne:
—Obviamente, sus labios están sellados.
Nadie cuestionó la veracidad de aquel comentario, y de alguna manera volvía aquel asunto aún más impresionante. Un grupo de oficiales mayores de ambos regimientos, motivados únicamente por la bondad y los deseos de armonía, propusieron que se creara un Tribunal de Honor al que los dos oficiales deberían confiar la tarea de su reconciliación. Por desgracia se acercaron primero al teniente Feraud con la convicción de que, habiendo sido el último en ganar, lo encontrarían de buen humor y dispuesto a aceptar una moderación.
El razonamiento sonaba lógico, pero los resultados fueron desafortunados. Con las fibras morales más relajadas y gracias a una vanidad satisfecha el teniente Feraud había aceptado reconsiderar el caso en el fuero íntimo y en secreto incluso había llegado a dudar no de la justicia de sus motivos sino de la cautela de su conducta pero justamente por ese motivo, no se sentía dispuesto a hablarlo con otras personas. La sugerencia de los sabios de ambos regimientos lo puso en un lugar incómodo. Se sentía fastidiado y aquel fastidio, siguiendo una lógica paradójica, volvió a despertar su desprecio hacia el teniente D’Hubert. ¿Iban a seguir molestándolo siempre con ese colega que tenía la habilidad diabólica de engañar a la gente? Aun así era muy difícil oponerse a la mediación sancionada en el código de honor.
Encaró aquel dilema con una actitud de reserva distante. Se retorció el bigote y dijo palabras más bien vagas. Su posición quedaba perfectamente clara. No le preocupaba tener que exponerla ante un Tribunal de Honor ni tampoco volver a defenderla en una disputa. No veía ningún motivo para apresurarse a aceptar esa sugerencia antes de saber con precisión cómo se la iba a tomar su adversario.
Más tarde aquel mismo día, y con un poco más de ansiedad, se oyó que decía en público irónicamente “es lo mejor que le puede pasar al teniente D’Hubert, porque la próxima vez que nos crucemos no tendrá la esperanza de salir con la propina de tres semanas en la cama”.
Aquella frase tan presumida podía haber nacido del razonamiento maquiavélico más profundo. Los espíritus del sur a menudo esconden, bajo la costumbre de actuar y hablar hacia afuera, cierta dosis de astucia.
El teniente Feraud, desconfiando de la justicia de los hombres, no deseaba en absoluto tener que asistir a un Tribunal de Honor y las palabras que acababa de decir, tan acordes a su temperamento, tenían también el mérito de ser útiles a su propósito. Con esa intención o con otra distinta y en menos de veinticuatro horas llegaron a los oídos del teniente D’Hubert. Como consecuencia, sentado y rodeado de almohadas, el teniente D’Hubert recibió aquellas insinuaciones declarando que el asunto había alcanzado una magnitud que ya no admitía discusiones.
La cara pálida del oficial herido, su voz débil, que aún debía utilizar con extremo cuidado, y la solemnidad cortés de su tono causaron un gran efecto en los oyentes. Cuando aquello se supo hizo aún más profunda la duda respecto a los humos del teniente Feraud, quien se sintió curiosamente aliviado por los resultados. Comenzó a disfrutar el estado general de fascinación y se complació en agregarle a la cuestión una actitud de discreción feroz.
El coronel del regimiento de D’Hubert era un hombre de pelo gris, curtido por la lucha, que tenía una postura simple respecto a sus responsabilidades: “No puedo permitir —se decía— que mi mejor subalterno resulte herido por una tontería. Debo llegar al fondo de la cuestión personalmente, debe hablar conmigo aunque lo lleve el demonio, un coronel debe ser más que un padre para estos jóvenes”. De hecho, él quería a sus hombres de la misma manera que un padre de familia numerosa quiere a cada individuo. Si por un descuido de la Providencia los seres humanos llegaban al mundo como simples civiles, volvían a nacer dentro del regimiento como los niños llegan a las familias, y era únicamente el nacimiento militar el que contaba.
Cuando vio al teniente D’Hubert frente a él, pálido y ojeroso, el corazón del viejo soldado sintió una punzada de aguda compasión. Todo su afecto al regimiento —un cuerpo compuesto por hombres que estaban en sus manos y que le llenaba su orgullo y ocupaba todos sus pensamientos— parecía concentrarse en ese instante en la persona del más prometedor de sus subalternos. Se aclaró la garganta de manera intimidante y frunció el ceño con gravedad.
—Debe comprender —comenzó— que no me importa un comino la vida de un hombre del regimiento. ¡Podría enviarles a todos ustedes, a los ochocientos cuarenta y tres hombres y caballos, a galopar hacia la perdición con el mismo remordimiento con el que mataría a una mosca!
—Sí, coronel, y usted se encontraría al frente —dijo el teniente D’Hubert con una vaga sonrisa.
El coronel, que deseaba ser muy diplomático, rugió al escuchar aquello.
—Quiero que entienda, teniente D’Hubert, que si fuera preciso podría mantenerme al margen y observar cómo cabalgan directamente hacia el infierno. Soy un hombre capaz de hacer eso si el cumplimiento de mis deberes y mi servicio a la patria me lo exigieran, pero eso es impensable, así que no nos detengamos ahí —su mirada era terrible pero el tono de su voz se suavizó—, en su bigote aún hay un poco de leche, muchacho. Usted no imagina lo que un hombre como yo es capaz de hacer. Me escondería en un pajar si… ¡No se ría frente a mí, oficial! ¿Cómo se atreve? Si no fuera ésta una conversación privada… ¡Preste atención! Soy responsable de las vidas que están bajo mi órdenes para la gloria de nuestro país y el honor de nuestro regimiento. ¿Comprende eso? Bueno, entonces, ¿qué demonios pretende al dejar que ese colega del Séptimo Regimiento de Húsares le escupa de esta forma? ¡Es una vergüenza!
El teniente D’Hubert se sintió inmensamente humillado. Apenas movió los hombros. No dio ninguna respuesta. No podía ignorar sus responsabilidades.
El coronel suavizó un poco la mirada y bajó aún más el volumen de su voz.
—¡Es inaceptable! —murmuró. Y de nuevo volvió a cambiar el tono—. ¡Vamos! —continuó persuasivo, pero con esa leve nota de autoridad que jamás desaparece de la garganta de un buen líder—. Este asunto debe terminar, deseo que me informe sinceramente de qué se trata. Como su mejor amigo, le exijo que me diga la verdad.
El poder de convencimiento que tiene la amabilidad, su autoridad e influencia persuasiva conmovieron poderosamente a aquel hombre que acababa de levantarse de la cama, después de haber estado enfermo. La mano del teniente D’Hubert, aferrada a la empuñadura de un bastón, tembló un poco, pero su temperamento norteño, sentimental aunque prudente y astuto de una manera idealista, debió refrenarse para no confesar toda la absurdidad del asunto. Siguiendo un mandato de sabiduría trascendental, hizo girar siete veces su lengua dentro de la boca antes de hablar. Entonces le dio apenas un discurso de agradecimiento.
El coronel lo escuchó al principio interesado y luego le miró con desconcierto. Al final, frunció el ceño.
—¿Tiene dudas? Mille tonnerres! ¿No le he dicho que estoy dispuesto a conversar con usted como un amigo?
—Sí, coronel —respondió el teniente D’Hubert con amabilidad—, pero temo que después de oírme como un amigo usted tome decisiones como un superior.
El coronel, atento, hizo chascar sus mandíbulas.
—Bueno ¿y qué sucedió? —dijo con honestidad—, ¿es que se trata de algo terriblemente vergonzoso?
—No lo es —negó el teniente D’Hubert con una voz débil pero firme.
—Por supuesto, debo decidir por el bien de nuestro servicio. Nada puede evitar que me guíe por ese parámetro. ¿Por qué cree que deseo saber de qué se trata?
—Sé que no lo hace por una curiosidad frívola —dijo el teniente D’Hubert— y sé también que actuará con sabiduría. Pero ¿qué hay de la buena fama del regimiento?
—No puede verse comprometida por ninguna tontería juvenil de un teniente —dijo con severidad el coronel.
—No, no puede, pero las malas lenguas tienen ese poder. Dirán que un teniente del Cuarto Regimiento de Húsares, temeroso de enfrentarse a su adversario, se esconde detrás de su coronel, y eso sería peor que esconderse en un pajar; por el bien del servicio, no puedo permitirme hacer eso, coronel.
—Nadie se atrevería a decir eso. —El coronel comenzó la frase con enfado, pero la terminó con una voz insegura. Era célebre la valentía del teniente D’Hubert, pero el coronel sabía muy bien que el coraje en un duelo, el coraje en un combate personal, es un tipo de coraje especial, con o sin motivos y era sumamente necesario que un oficial de su regimiento poseyera todos los tipos de coraje posibles y que los demostrara. El coronel estiró hacia fuera su labio superior y miró a lo lejos con una mirada vidriosa muy peculiar. Era su gesto de incertidumbre, un gesto completamente desconocido para su regimiento, debido a que a la incertidumbre es un sentimiento incompatible con el rango de coronel de caballería. El coronel mismo se sentía abatido por la desagradable novedad de aquella sensación; como no estaba acostumbrado a pensar en otra cosa que no fueran cuestiones profesionales relacionadas con el bienestar de los hombres y los caballos, y el uso adecuado de ellos en el campo de batalla para conseguir la gloria, sus esfuerzos intelectuales degeneraron en meras repeticiones de lenguaje profano. Pensó: “Mille tonnerres…! Sacré nom de nom…”.
El teniente D’Hubert tosió dolorosamente y agregó con tono de preocupación:
—Ahí fuera está lleno de malas lenguas dispuestas a decir que me he acobardado y estoy seguro de que usted no desea que pase eso por alto. Me podría terminar encontrando con una docena de duelos entre manos en vez de uno solo.
La simplicidad del argumento caló hondo en la cabeza del coronel. Miró fijamente a su subalterno y dijo con brusquedad:
—Siéntese, teniente. Esto es un condenado… ¡Siéntese!
—Mon colonel —empezó de nuevo D’Hubert—, no le temo a las malas lenguas. Sé que hay manera de callarlas, pero además debe considerar mi tranquilidad de consciencia. No podría quitarme de encima la idea de que he arruinado la carrera de un oficial hermano porque cualquier decisión que usted tome, lo obligará luego a ir más lejos. Si han abandonado la investigación, dejémoslo así por el momento. Hubiera sido extremadamente fatal para Feraud.
—¿Por qué? ¿Tal mala fue su actuación?
—Sí. Bastante mala —murmuró el teniente D’Hubert. Y en el estado débil en el que se encontraba, sintió ganas de llorar.
Al coronel no le costó creer aquellas palabras, porque el adversario no pertenecía a su regimiento. Comenzó a pasear de un extremo al otro de la habitación. Era un buen jefe, un hombre capaz de sentir la compasión más discreta, pero en otras cuestiones era sencillamente un hombre, y eso se hizo evidente porque era incapaz de mentir.
—Lo condenado del asunto, teniente —dijo por fin, con toda la inocencia de su corazón—, es que he declarado públicamente que llegaría al fondo de este caso y cuando un coronel dice algo… ya sabe…
El teniente D’Hubert lo interrumpió con seriedad.
—Le suplico, coronel, que acepte mi palabra de honor de que fui arrastrado a una situación detestable en la que no tuve alternativa. No tenía ninguna otra opción que estuviera a la altura de mi dignidad como hombre y como oficial… Después de todo, coronel, éste es el verdadero fondo de la cuestión. Aquí lo tiene. El resto son detalles.
El coronel se detuvo en seco. La reputación de hombre sensato y de buen humor del teniente también pesaba en la balanza. Tenía la cabeza fría y el corazón cálido, abierto como un día soleado. Siempre correcto. Uno debía confiar en él. El coronel reprimió virilmente su inmensa curiosidad.
—Mmmh. ¿Me asegura usted que como hombre y oficial…? ¿Ninguna otra opción?
—Como oficial… como oficial del Cuarto Regimiento de Húsares, además —insistió el teniente D’Hubert— no tuve otra opción. Éste es el fondo de la cuestión, coronel.
—Ya veo, pero aún no comprendo por qué, ni a su propio coronel… Un coronel es un padre, que diable!
Al teniente D’Hubert no deberían haberle dado el alta aún, se daba cuenta de su lamentable estado físico con humillación y rabia, pero también estaba poseído por la obstinación morbosa de los enfermos y notó, consternado, que se le humedecían los ojos. Era una cuestión demasiado grande y no la podía manejar. Una lágrima comenzó a bajar por la mejilla delgada y pálida del teniente D’Hubert.
El coronel le dio la espalda rápidamente. Se podía oír hasta la caída de un alfiler.
—¿Es una tontería de faldas, no?
Al decir estas palabras el coronel giró para intentar atrapar la verdad, que jamás tiene la forma de algo bello que descansa en el fondo de un pozo, sino más bien la forma de un tímido pájaro que debe ser cazado siguiendo estrategias. Era el último intento diplomático del coronel y alcanzó a ver la verdad brillando indudablemente en el gesto del teniente D’Hubert al levantar sus brazos débiles y sus ojos al cielo como protesta divina.
—No es un asunto de faldas, ¿eh? —gruñó el coronel con una mirada fija—. No le estoy preguntando quién ni dónde. Lo único que quiero saber es si hay una mujer involucrada.
El teniente D’Hubert dejó caer los brazos y su voz frágil se quebró patéticamente.
—No, nada de eso, mon colonel.
—¿Palabra de honor? —insistió el viejo guerrero.
—Palabra de honor.
—Muy bien —dijo el coronel con un gesto pensativo y se mordió los labios. El argumento del teniente D’Hubert, sumado a la simpatía que le provocaba aquel hombre, lo habían terminado de convencer. Por otro lado, era sumamente incómodo que su intervención, que había hecho pública ya, no produjera ninguna consecuencia visible. Así que retuvo al teniente D’Hubert unos minutos más y luego lo despidió amablemente.
—Tómese unos días más de reposo, teniente. ¿A qué demonios se refería el médico cuando me dijo que estaba usted en condiciones de reincorporarse?
Cuando salió de la oficina del coronel, D’Hubert no le comentó nada al compañero que lo esperaba afuera para acompañarlo a su casa. De hecho, no le comentó nada a nadie, no hizo ni una confidencia, pero aquella misma tarde, mientras paseaba bajo los álamos alrededor del cuartel, el coronel sí hizo algunos comentarios al segundo.
—He llegado al fondo de esa cuestión —dijo y el teniente coronel, un hombre cortante y marrón como una pequeña astilla con patillas cortas, aguzó el oído sin dejar que se notara la mínima señal de curiosidad.
—No es ninguna estupidez —agregó el coronel, cual oráculo y el otro esperó un buen rato antes de murmurar:
—¡Para nada, señor!
—Ninguna estupidez —repitió el coronel mirando hacia el frente—. De todas formas le he prohibido a D’Hubert tanto enviar como recibir desafíos de parte de Feraud durante los próximos doce meses.
Se había inventado aquella prohibición para salvar su prestigio como coronel; tenía intención de sellar formalmente el misterio que rodeaba aquella mortal enemistad. Con un silencio imperturbable, el teniente D’Hubert había rechazado todos los intentos por sacarle la verdad, y el teniente Feraud, secretamente molesto al principio, fue ganando seguridad a medida que iba pasando el tiempo. Disfrazó su ignorancia sobre la importancia de la tregua impuesta con risas irónicas, como si le divirtiera algo que guardaba para sí.
—¿Pero qué vas a hacer? —solían preguntarle sus camaradas.
Y le complacía contestar:
—Qui vivra verra —con un tono un poco agresivo. Todos admiraban su reserva.
Antes de que terminara el tiempo impuesto para la tregua, al teniente D’Hubert le entregaron su propia tropa. Era un ascenso bien merecido pero por alguna razón nadie lo esperaba. Cuando el teniente Feraud se enteró en una reunión con otros oficiales, murmuró entre dientes:
—¿En serio?
De inmediato agarró su sable del colgante que había junto a la puerta, se lo abrochó con cuidado y se marchó sin decir ni una palabra, fue hasta su habitación midiendo sus pasos y encendió la luz con un mechero de cuarzo y acero. A continuación cogió una desafortunada copa de vidrio de la repisa de la chimenea y la estrelló violentamente contra el suelo.
Ahora que D’Hubert tenía un rango superior al suyo no podían enfrentarse a duelo. Ninguno podía enviar ni recibir desafíos sin estar dispuesto a someterse a un consejo de guerra. Era impensable. El teniente Feraud, que desde hacía tiempo no había sentido deseos reales de enfrentarse al teniente D’Hubert, sintió un fastidio enorme por aquella injusticia del destino.
“¿Acaso cree que va escapar de mí de esta forma?”, pensó indignado. Veía algún tipo de intriga en aquel ascenso, un complot, una maniobra cobarde. Ese coronel sabía lo que estaba haciendo, se había apresurado a recomendar a su favorito. Era indignante que un hombre pudiera evitar las consecuencias de sus actos de aquella forma tan oscura y rebuscada.
Con aquel carácter despreocupado, más pendenciero que militar, el teniente Feraud se había contentado hasta aquel punto con dar y recibir golpes por puro amor a la lucha armada, y sin pensar demasiado en la carrera militar, pero ahora un deseo urgente de ascender se encendió en su pecho. El combatiente por naturaleza decidió buscar ocasiones en las que lucirse y hacer la corte a sus superiores para conseguir una opinión favorable, como cualquier tipo común. Sabía que era más valiente que cualquiera, y jamás dudó de su atractivo personal pero ni la valentía ni el atractivo personal tenían un efecto tan inmediato. La ferocidad cautivadora y descuidada del teniente Feraud como beau sabreur empezó a cambiar. Comenzó a hacer irónicos comentarios del estilo: “Esos tipos hacen cualquier cosa con tal de ascender”; decía que el ejército estaba lleno de gente así, bastaba con mirar un poco alrededor, pero constantemente tenía la cabeza puesta en un solo hombre, su adversario D’Hubert. Una vez le llegó a confesar a un agradecido amigo:
—Sabes, no se me da bien adular a las personas adecuadas. No está en mi carácter.
Por fin consiguió su ascenso una semana después de Austerlitz. La Caballería Rápida del Ejército Principal lo mantuvo con las manos ocupadas en tareas interesantes durante un tiempo, pero en cuanto la presión laboral disminuyó, el capitán Feraud tomó las medidas necesarias para acordar un encuentro lo antes posible.
—Conozco a ese hombre —comentaba con tono grave—; si no me doy prisa, conseguirá que lo asciendan por encima de una docena de hombre mejores que él; tiene un talento natural para esa clase de gestiones.
El duelo se realizó en Silesia. Si no se peleó hasta el final, se peleó, como mínimo, hasta un punto muerto. El arma elegida fue el sable de caballería y la habilidad, la pericia, la fuerza y la determinación que mostraron los adversarios causaron gran admiración en los espectadores. Se convirtió en el principal tema de conversación a ambos lados del Danubio, y llegó hasta las guarniciones de Gratz y Laybach. Chocaron sus sables siete veces. Los dos acabaron con profundas heridas que sangraban muchísimo y los dos se negaron una y otra vez a detener el combate, mostrando su mortal enemistad. Del lado del capitán D’Hubert se percibía la intención de acabar de una vez y para siempre con aquel problema; del lado del capitán Feraud, en el ímpetu de su instinto de guerrero y en la excitación de la vanidad herida. Al fin, desaliñados, con las camisas destrozadas, cubiertos de sangre y apenas capaces de sostenerse en pie, fueron separados a la fuerza por unos testigos tan maravillados como horrorizados. Más tarde, asediados por los compañeros ávidos de detalles, los caballeros declararon que no podían permitir que aquella persecución continuara indefinidamente, y cuando les preguntaron si se había cerrado por fin la disputa, ambos se mostraron convencidos de que se trataba de un asunto que solo podía terminar con uno en el suelo y sin vida. El furor pasó de un cuerpo del ejército al siguiente, llegando hasta el destacamento más pequeño asentado entre el Rin y el Save. En los cafés de Viena se creía, según detalles de primera mano, que los adversario podían llegar a coincidir de nuevo a las afueras en tres semanas. Se esperaba algo realmente extraordinario en materia de duelos.
Las expectativas no se cumplieron esta vez debido a que las necesidades del servicio separaron a los oficiales. Jamás hubo un registro oficial de aquel duelo, pero formaba parte del ejército y no debía ser considerado a la ligera. La historia del duelo, o, mejor dicho, la propensión al duelo que tenían ambos capitanes, se interpuso en cierto modo en sus ascensos, ya que aún continuaban siendo capitanes cuando volvieron a coincidir durante la guerra contra Prusia. Enviados al norte después de ir a Jena, y bajo las ordenes del comandante mariscal Bernadotte —príncipe de Ponte Corvo—, entraron al mismo tiempo en Lubeck.
Ocupada la ciudad, el capitán Feraud tuvo tiempo libre para considerar sus próximos pasos, ya que al capitán D’Hubert lo habían nombrado tercer ayudante de campo del mariscal. Reflexionó al respecto durante toda una noche y la mañana siguiente citó a dos amigos por quienes sentía una especial simpatía.
—He estado pensándolo con calma —dijo mientras los observaba con ojos cansados, aunque inyectados en sangre— y he comprendido que debo quitarme de encima a este insidioso colega. Ha conseguido integrarse en el grupo más cercano al mariscal, algo que es una evidente provocación hacia mí. No puedo soportar una situación en la que estoy expuesto a recibir en cualquier momento órdenes suyas. ¡Solo Dios sabe qué tipo de órdenes me dará! Ya hemos estado antes en esta situación, lo cual significa que está empezando a suceder demasiado a menudo. No sientan miedo, él sabe a lo que me refiero. No puedo decirles más, ya saben lo que deben hacer.
Aquel encuentro se realizó a las afueras de la ciudad de Lubeck, en un espacio abierto elegido con especial cuidado según el gusto general de la división de caballería del ejército, ya que aquella vez los oficiales debían enfrentarse a caballo. Después de todo, el duelo involucraba a la caballería, y continuar peleando a pie parecería un desprecio al arma de servicio. Los testigos, atemorizados por lo inusual de la propuesta, corrieron a comentárselo a los protagonistas. El capitán Feraud aceptó con entusiasmo; por alguna oscura razón que sin duda tenía que ver con su personalidad, se imaginaba invencible a caballo. A solas entre las cuatro paredes de su cuarto, se frotaba las manos y murmuraba con orgullo triunfal:
—¡Ah!, mi guapo oficial, ya te tengo.
Por su parte el capitán D’Hubert, tras mirar seriamente a sus amigos durante un buen rato, se encogió de hombros con ligereza. El asunto del duelo le había complicado la vida irremediable y estúpidamente. Un disparate más en su evolución poco importaba —para él, todo disparate resultaba desagradable de por sí—, y, tan correcto como siempre, esbozó una sonrisa levemente irónica y dijo en un tono de voz tranquilo:
—Al menos así acabaremos con la monotonía del asunto.
Cuando lo dejaron solo, se sentó frente a la mesa y se tomó la cabeza con las manos. Últimamente no había escatimado esfuerzos porque el mariscal venía exigiendo particularmente más a los ayudantes de campo. Las maniobras de las últimas tres semanas, bajo un tiempo espantoso, habían afectado su salud. Cuando estaba muy cansado sentía una puntada en el costado herido, y aquella sensación incómoda siempre lo deprimía. “Y todo por culpa de ese imbécil”, pensaba con amargura.
El día anterior había recibido una carta de su casa en la que le anunciaban que su única hermana iba a casarse. Cayó en la cuenta de que apenas la había visto un par de veces desde que había partido hacia la guarnición en Estrasburgo, cuando ella tenía diecinueve y él veintiséis. Habían sido buenos amigos y confidentes y ahora la iban a entregar a un hombre al que él ni siquiera conocía; un hombre muy adinerado, sin duda, pero no lo suficientemente bueno para ella. Jamás volvería a ver a su antigua Leonie. Tenía una cabecita muy capaz y muchísimo tacto. D’Hubert creía que iba a ser feliz pero sentía que había sido desplazado del primer lugar en sus pensamientos, lugar en el que ella lo había tenido desde que había empezado a hablar. Sobre el capitán D’Hubert, tercer ayudante de campo del príncipe de Ponte Corvo, sobrevino una tristeza melancólica que le hizo pensar en su infancia.
Arrojó la carta de felicitación que había comenzado a escribir sin entusiasmo, apenas por una obligación formal, agarró un papel en blanco y escribió: “Éste es mi testamento y mi última voluntad”. Al leer aquellas palabras se entregó a una serie de desagradables reflexiones. El presentimiento de que jamás volvería a ver el lugar de su infancia desequilibró el habitualmente tranquilo espíritu del capitán D’Hubert. Se puso de pie de un golpe, empujando la silla, bostezó ampliamente como si quisiera demostrar que no le interesaban los presentimientos, se arrojó sobre la cama y se quedó dormido. Durante la noche tuvo algunos escalofríos, pero no llegó a despertarse, y por la mañana se fue cabalgando a la afueras de la ciudad junto a sus testigos y hablaron tonterías mientras, con aparente indiferencia, miraban a izquierda y derecha a través de la niebla espesa que cubría los campos llanos y verdes bordeados con setos. D’Hubert saltó una zanja y divisó la figura de varios hombres montados que se movían en la neblina. “Parece que vamos a pelear ante una gran tribuna”, murmuró para sí con amargura.
Sus testigos estaban más bien preocupados por el tiempo, pero al instante un sol pálido y enfermizo comenzó a luchar contra la vaporosa mañana, y por fin el capitán D’Hubert distinguió, a lo lejos, tres jinetes que se acercaban cabalgando un poco apartados del resto. Eran el capitán Feraud y sus dos testigos. Desenvainó el sable y se aseguró de que estuviera bien ajustado a su muñeca. Sus testigos, que se habían mantenido unidos formando un grupo con las cabezas de los caballos casi juntas, se separaron a medio galope, dejando un claro amplio entre él y su adversario. El capitán D’Hubert observó aquel sol pálido, los campos sombríos y sintió que la estupidez de aquella pelea inminente le llenaba de desconsuelo. Desde un punto distante del campo una voz fuerte daba las órdenes con los intervalos apropiados:
—Au pas… Au trot… Charrrgez!
Los presentimientos de muerte no le llegan a un hombre de la nada, pensó en el mismo instante en que le clavaba las espuelas a su caballo.
Y por eso se sorprendió tanto cuando, al terminar el primer cruce, vio que el capitán Feraud tenía una herida en la frente cuya sangre lo cegaba y lo obligaba a dar por terminado el duelo aun antes de que empezara realmente. Era imposible continuar. El capitán D’Hubert dejó a su adversario gritando juramentos espantosos y tambaleándose sobre su montura entre sus dos horrorizados testigos, volvió a saltar la zanja hacia el camino de regreso y trotó hacia su casa junto a sus testigos, que parecían más bien atónitos por la rapidez con que se había resuelto el encuentro. Esa misma noche, el capitán D’Hubert completó la carta de felicitación por el casamiento de su hermana.
Terminó tarde. Era una carta larga. El capitán D’Hubert dio rienda suelta a su imaginación. Le dijo a su hermana que se iba a sentir bastante solo con este gran cambio en su vida, pero ya le llegaría también a él el gran día, el día de su casamiento. Confesó que últimamente pensaba mucho en el día en que ya no hubiera nadie más contra quien pelear en Europa y acabara por fin la época de las guerras. “Espero encontrarme entonces a menor distancia del bastón del mariscal —escribió—; en ese momento tú serás una mujer casada y con experiencia. Me buscarás una esposa. Y yo probablemente sea calvo y un poco indiferente. Voy a necesitar una muchacha joven y, por supuesto, bonita y con una gran fortuna, que me permita cerrar mi honorable carrera en el ejército con la gloria digna de mi rango”. Cerró la carta comentándole que acababa de darle una lección a un colega ansioso y pendenciero que imaginaba tener un reclamo personal contra él. “Pero si alguna vez, en el interior de tu provincia, oyes que alguien dice de tu hermano que tiene un espíritu pendenciero: no les creas, por favor. No puedo saber qué tipo de chismorreos del ejército podrían llegar a tus inocentes oídos. Sea lo que sea, puedes estar segura de que tu hermano, que te adora, no es un duelista”. Después de aquello, el capitán D’Hubert arrugó la hoja de papel en la que había escrito “Éste es mi testamento y mi última voluntad” y la arrojó al fuego riéndose de sí mismo. Le importaba un comino lo que hiciera el loco ése. De pronto tuvo la convicción de que su adversario era totalmente incapaz de perjudicarlo de ninguna manera; aparte, tal vez, de imponerle una incomodidad especial a los cómodos y alegres períodos entre las campañas.
Pero a partir de aquel momento, no hubo ni un segundo de paz en la carrera del capitán D’Hubert. Conoció los campos de Eylau y Friedlan, marchó en una dirección y luego en la contraria a través de la nieve, el lodo y el polvo de las llanuras de Polonia, recogiendo a su paso por el noreste de Europa todas las distinciones y ascensos posibles. Por su parte, el capitán Feraud, destinado con su regimiento al sur, participó en una guerra poco satisfactoria en España y lo enviaron al norte cuando comenzaron los preparativos para la campaña en Rusia. Abandonó sin mucha lástima el país de las mantillas y las naranjas.
Los primeros signos de una calvicie favorecedora beneficiaban el noble aspecto de la frente del coronel D’Hubert. Ya no tenía la frente blanca y suave de su juventud; la mirada franca y amable de sus ojos azules se había endurecido como si se hubiera alimentado del humo de las batallas. Y la cabellera negra del capitán Feraud, abundante y ondulada como una gorra de pelo de caballo, tenía varios toques plateados junto a las sienes. Una detestable guerra de emboscadas y sorpresas sin gloria no había hecho más que empeorar su temperamento. Las detestables emboscadas e innobles sorpresas de la guerra no habían corregido su carácter. La nariz con forma de pico destacaba aún más debido a los surcos profundos que nacían ambos lados de la boca, las órbitas de los ojos irradiaban una serie de arrugas y el capitán Feraud recordaba más que nunca a algún tipo de pájaro de mirada fija e irritable, una mezcla entre loro y lechuza. Aún manifestaba con frecuencia lo mucho que le disgustaban los “colegas que andan en intrigas” y aprovechaba cada oportunidad para declarar que él no había conseguido su rango en la antesala de ningún mariscal. Las desafortunadas personas —civiles o militares— que, con la intención de ser agradables, le preguntaban al coronel Feraud cómo se había hecho aquella visible cicatriz en la frente, se quedaban atónitas al verse despreciadas de diferentes maneras, en ocasiones con grosería frontal y en otras con comentarios irónicos. Los camaradas más experimentados advertían con sutileza a los jóvenes que no miraran fijamente la cicatriz de coronel, pero lo cierto era que realmente un oficial tenía que ser demasiado joven como para no haber oído jamás la legendaria historia de aquel duelo que había nacido de una ofensa secreta e imperdonable.
III
La retirada de Moscú sumergió todas las cuestiones privadas en un mar de desastres y miserias. Coroneles sin regimiento, tanto Feraud como D’Hubert cargaron con sus mosquetes en las filas del llamado “batallón secreto”, un batallón formado por los oficiales de todas las áreas que se habían quedado sin tropas a las que dirigir.
En aquel batallón un coronel de rango realizaba tareas de sargento; los generales dirigían las campañas y un mariscal de Francia, príncipe del Imperio, dirigía toda la operación. Se habían provisto con los mosquetes que habían ido recogiendo en el camino y con las balas robadas a los muertos. Suponía la destrucción generalizada de las leyes de disciplina y deber. Aquel batallón de hombres empeñó todo su orgullo a fin de preservar cierta idea de orden y formación. Los únicos rezagados eran los que se vencían al hielo y entregaban sus agotados espíritus, el resto seguía adelante y su marcha no afectaba el silencio mortal de unas planicies que brillaban con la luz pálida de la nieve bajo un cielo del color ceniza. Los remolinos atravesaban los campos, chocaban contra la columna oscura, los envolvían en un torbellino de carámbanos voladores y luego disminuían su fuerza mostrando lo que habían arrastrado en su trágico camino. El batallón avanzaba hacia delante y los hombres no intercambiaban palabras ni miradas; todas las filas marchaban tocándose los codos, día tras día y sin levantar los ojos del suelo como si estuvieran perdidos en su desesperación. En los oscuros y silenciosos bosques de pinos, el único sonido que oían era el crujido de las ramas cargadas y a veces nadie decía ni una palabra en la columna desde el amanecer hasta poniente, parecía una marcha macabre de cadáveres luchadores hacia una tumba distante. Lo único que era capaz de devolver a sus ojos un gesto de resolución militar era una alarma cosaca. El batallón daba media vuelta y se desplegaba o formaba una escuadra bajo el interminable aleteo de los copos de nieve. Una nube de hombres a caballo con gorros de piel y apuntando con sus largas lanzas y gritaban “¡Hurra! ¡Hurra!” alrededor de aquella amenazante inmovilidad desde donde, con detonaciones sordas, cientos de llamas color rojo oscuro salían disparadas por el aire espeso bajo la caída de nieve. En pocos instantes, los hombres a caballo desaparecían como poseídos en medio de los gritos, y el batallón sagrado permanecía inmóvil, en medio de la tormenta de nieve, oyendo apenas el movimiento del viento cuyo rugido les llegaba al fondo del corazón. Entonces uno o dos gritos de Vive l’Empereur! volvían a retomar la marcha dejando atrás algunos cuerpos sin vida acurrucados, pequeñas manchas negras en la blanca inmensidad de la nieve.
Los dos oficiales se ignoraban mutuamente a pesar de que varias veces les había tocado marchar lado a lado en la misma fila o pelear en la misma escaramuza en el bosque; no lo hacían para mostrarse mutuamente su hostilidad, sino por una indiferencia real. Todas sus reservas de fuerza moral estaban dirigidas a resistir la terrible hostilidad de la naturaleza y la devastadora idea de lo irreparable que era aquel desastre. Se encontraban entre los más activos del batallón, los menos desmoralizados; la potente vitalidad que ambos desplegaban los convertía en una pareja heroica ante los ojos de sus camaradas y jamás intercambiaron más de una o dos palabras, excepto el día en el que se encontraron bloqueados dentro del bosque por un pequeño grupo de cosacos, en medio de un ataque de caballería y al frente del batallón. Un montón de jinetes melenudos y con gorros de piel pasaban montados de un lado a otro sacudiendo sus lanzas en un silencio ominoso pero los dos oficiales se negaron entregar sus armas y el coronel Feraud se colgó el mosquete al hombro y dijo, con una voz ronca como un gruñido:
—Encárguese de cualquier salvaje que se acerque, coronel D’Hubert. Yo me encargaré de los que están más atrás, soy mejor tirador que usted.
El coronel D’Hubert asintió por encima de su mosquete. Tenían los hombros apoyados contra el tronco de un árbol y en el frente un enorme lomo de nieve les protegía de un ataque directo. Dos tiros cuidadosamente apuntados cruzaron el aire helado y dos cosacos cayeron rodando de sus monturas. El resto, sin comprender del todo el juego, se cerraron en torno a sus camaradas heridos y luego se alejaron galopando hasta escapar del campo de mira. Los dos oficiales consiguieron reunir de nuevo a su batallón e hicieron una parada por la noche. Aquella tarde se habían apoyado el uno en el otro más de una vez y hacia el final, el coronel D’Hubert, que tenía ventaja para caminar en la nieve gracias a sus largas piernas, agarró con gesto decidido el mosquete del coronel Feraud y lo cargó en sus hombros, usando el suyo como bastón.
A las afueras de un pueblo prácticamente enterrado bajo la nieve había un viejo granero de madera que ardía con enormes y abiertas llamaradas. Aquel sagrado batallón compuesto por esqueletos envueltos en harapos se amontonó con avidez contra el viento, estirando cientos de manos huesudas y adormiladas hacia la fogata. Nadie había notado el acercamiento de los oficiales. Antes de entrar en el círculo de luz que se derramaba sobre los rostros hundidos de ojos vidriosos por el hambre, fue el turno del coronel D’Hubert:
—Aquí tiene su mosquete, coronel Feraud. Yo puedo caminar mejor que usted.
El coronel Feraud asintió y continuó avanzando hacia la calidez de las llamas. El coronel D’Hubert se acercó con más prudencia, pero no por ello menos interés en inclinarse y obtener sitio en la primera fila. Aquellos a los que debieron empujar un poco con los hombros para conseguir sitio intentaron saludar con ovaciones débiles la reaparición de los dos indómitos compañeros. Es más que probable que aquellas cualidades tan viriles recibieran mayor reconocimiento que aquellas débiles ovaciones.
Ésta es la crónica fiel de las conversaciones que intercambiaron los coroneles Feraud y D’Hubert durante la retirada de Moscú. La melancolía del coronel Feraud era el resultado de su furia contenida. Bajo, peludo, con el rostro ennegrecido por las capas de mugre y el nacimiento de una barba espesa, levantando una mano con cabestrillo casi congelada y envuelta en trapos de inmundicia acusaba al azar de aquella perfidia sin precedentes contra el sublime Hombre del Destino. El coronel D’Hubert tenía una opinión más reposada de los hechos, a pesar de los carámbanos que colgaban a ambos lados de sus bigotes sobre sus azules y agrietados labios y los párpados inflamados por el resplandor de la nieve, y de que su principal vestimenta fuera un abrigo de piel de oveja robado al congelado cadáver de un simpatizante que encontró en una carreta abandonada.
Sus acostumbradas bellas facciones estaban ahora reducidas a apenas unos hundidos y huesudos contornos sin carne que miraban desde una capucha negra de terciopelo de mujer sobre la que había sido colocado a la fuerza un sombrero de tres picos que había recogido de debajo de las ruedas de un furgón vacío del ejército. El abrigo de oveja era evidentemente corto para un hombre de su altura, por debajo de los jirones de su ropa inferior se podía ver la piel de sus piernas azulada por el frío. Dadas las circunstancias, aquello no provocaba ni bromas ni piedad. A nadie le importaba cómo se sentía o qué aspecto tenía el hombre que se encontraba a su lado. El propio coronel D’Hubert, endurecido por aquella exposición, sentía su autoestima herida por la lamentable indecencia de su ropa. Una persona desconsiderada podría creer que con la multitud de cuerpos sin vida que cubrían el camino de retirada un hombre no debería tener inconveniente para reparar en las deficiencias de vestuario, pero robar unos pantalones a un cuerpo congelado no es una tarea fácil, como puede parecer en teoría. Lleva tiempo y trabajo. Uno debe quedarse detrás mientras los compañeros continúan marchando y el coronel D’Hubert dudaba en romper filas. Cada vez que alguien se apartaba no podía tener la certeza de que iba a poder encontrar de nuevo a su batallón y la desagradable intimidad de una lucha con un cadáver congelado, que oponía una rigidez inflexible a la violencia, era demasiado repugnante para la delicadeza de sus sentimientos. Por suerte, una tarde, mientras escarbaban en un montículo de nieve entre las chozas de un pueblo con la ilusión de encontrar alguna patata o algún desperdicio de basura vegetal congelada que llevar a los largos y temblorosos dientes, el coronel D’Hubert descubrió un par de esas alfombras que suelen utilizar los campesinos rusos para cubrir los lados de sus carretas. Una vez sacudida la nieve, cubrió su cuerpo con aquellas alfombras y las ajustó sólidamente alrededor de su cintura formando una prenda acampanada hacia abajo, una especie de enagua rígida que le daba al coronel D’Hubert un aspecto completamente decente, aunque también más llamativo.
Pertrechado de aquel modo continuó la retirada sin dudar en ningún momento de que se salvaría pero lleno de otras incertidumbres. El optimismo que había sentido al principio sobre su futuro se había desvanecido. Se trataba de una tristeza patriótica mezclada con cierta preocupación personal, muy diferente a la indignación irracional que sentía el capitán Feraud contra los hombres y las cosas. Mientras recobraba fuerzas en un pequeño pueblo alemán durante tres semanas, el coronel D’Hubert se sorprendió al descubrir cuánto deseaba el descanso. El vigor que empezaba a recuperar ahora era de una naturaleza extrañamente pacífica. Meditó en silencio sobre aquel cambio sorprendente en su humor. Y no había duda de que algunos de sus compañeros oficiales del campo de batalla estaban pasando por una experiencia moral semejante, pero aún no era el momento de hablarlo. En una de las cartas que envió a casa, el coronel D’Hubert escribió: “Querida Leonie, todos tus planes de casarme con esa adorable muchacha que conociste en tu barrio me parecen ahora más lejanos que nunca. Aún no estamos en paz. Europa necesita otra lección. Será una tarea muy difícil para nosotros pero debemos realizarla porque el emperador es invencible”.
El coronel D’Hubert escribió aquello desde Pomerania, Leonie, su hermana, que se había instalado en el sur de Francia. Aquellos sentimientos no habrían sido repudiados por el coronel Feraud, quien no escribía cartas a nadie porque no tenía hermanas ni hermanos, cuyo padre había sido en vida un herrero analfabeto y a quien nadie deseaba ardientemente emparejar de por vida con una muchacha joven y encantadora, pero en la carta del capitán D’Hubert había además algunas generalidades filosóficas referidas a la incertidumbre en todas sus aspiraciones personales, condicionadas por entero al prestigioso destino de un gran hombre, es cierto, pero sin por ello olvidar que era simplemente un hombre a pesar de su grandeza. Aquel punto de vista le habría parecido al coronel Feraud una herejía. Algunos de aquellos melancólicos presagios militares expresados con tanta cautela habrían sido juzgados por el coronel Feraud nada menos que como alta traición pero Leonie, la hermana del coronel D’Hubert, los leyó con profunda satisfacción y, tras doblar la carta con un gesto pensativo, se dijo a sí misma que “de vez en cuando, Armand demostraba ser un hombre sensible”. Desde que se había casado y había pasado a formar parte de una familia del sur, se había convertido en una convencida creyente en el regreso del rey legítimo. Esperanzada y ansiosa, rezaba cada noche y cada mañana por la seguridad y el bienestar de su hermano y encendía velas en las iglesias.
Tuvo varios motivos para creer que sus plegarias eran atendidas. El coronel D’Hubert pasó por Lützen, Bautzen y Leipsic sin perder ningún miembro y aumentando aún más su reputación. Adaptó su conducta a los tiempos de desesperación que corrían y jamás expresó en voz alta sus dudas. Las ocultó bajo una cortesía alegre y tan agradable que las personas se preguntaban asombradas si el coronel D’Hubert era consciente del desastre. Y no solo se trataba de sus modales, también en su modo de mirar permanecía sereno. La constante amabilidad en sus ojos azules desconcertaba a los más quejumbrosos y hacía que su desesperación se detuviera.
El propio emperador hizo un comentario favorable respecto al comportamiento del coronel D’Hubert; pertenecía ahora al grupo más cercano al general mayor del ejército y por eso estuvo en varias ocasiones bajo la mirada del gran hombre; algo irritaba enormemente el lado más susceptible del coronel Feraud. Una noche, de paso en servicio por Magdeburgo, mientras compartía tristemente una cena con el commandant de place, se permitió hacer un comentario sobre el adversario de toda su vida:
—Ese hombre no quiere al emperador. —Y sus palabras fueron recibidas por los demás huéspedes con un profundo silencio. El coronel Feraud, turbado en su consciencia por la salvajada de la calumnia, se sintió en la obligación de sostenerla con un buen argumento—. Uno estudia a su adversario, debo conocerlo mejor que nadie —exclamó y añadió algunas palabrotas—. Me he enfrentado a él media docena de veces, todo el ejército lo sabe. ¿Qué más quieren? Si ésa no es la mejor manera de que un idiota cualquiera mida a su adversario, que me lleve el demonio si no soy yo el que mejor puede deciros de quién se trata. —Y miró alrededor de la mesa, obstinado y sombrío.
Más tarde, en París, mientras estaba reorganizando su regimiento, el coronel Feraud se enteró de que el coronel D’Hubert había sido ascendido a general. Miró al informante incrédulo, cruzó los brazos y se dio la vuelta murmurado:
—Nada que venga de ese hombre me sorprende. —Y en voz más alta agregó, hablando por encima del hombro—: Usted me obliga a pedirle que le diga al general D’Hubert, ni bien lo vea, que su ascenso le salva durante un tiempo de un encuentro conmigo. Yo solo esperaba que apareciera por aquí.
El otro oficial reprobó sus palabras:
—¿Cómo puede pensar en eso, coronel Feraud, bajo las circunstancias actuales en las que cada vida debe consagrarse a la gloria y seguridad de Francia?
Pero la cadena de infelicidad causada por los reveses militares había arruinado el carácter del coronel Feraud. Como a muchos otros hombres, la desgracia lo había vuelto cruel.
—No puedo considerar al general D’Hubert útil ni para la gloria ni para la seguridad de Francia —respondió con malicia—, no estará usted pensando que lo conoce mejor que yo, ¿no? ¿Mejor que alguien que se ha batido en duelo con él media docena de veces?
Su interlocutor, un hombre joven, quedó en silencio. El coronel Feraud comenzó a caminar de un lado a otro en la habitación.
—Supongo que no es un buen momento para decirlo con tanta franqueza —aclaró—, pero no creo que ese hombre haya querido jamás al emperador. Consiguió sus galones de general bajo las botas del mariscal Berthier. Muy bien. Yo conseguiré los míos a la vieja usanza, y luego arreglaremos este asunto, que se viene arrastrando hace ya demasiado tiempo.
Cuando lo informaron de manera indirecta sobre la actitud del coronel Feraud, el general D’Hubert hizo un gesto como si apartara a un lado a una persona inoportuna. Debía pensar en cosas más graves. No había tenido tiempo ni siquiera de ir a visitar a su familia. Su hermana, cuyas esperanzas en la realeza eran mayores cada día, se sentía orgullosa de su hermano, aunque lamentaba de cierta manera su reciente ascenso, porque lo destacaba como un favorito para el usurpador, lo cual más adelante podía traer consecuencias negativas a su carrera. Él le contestó que únicamente un enemigo acérrimo podía decir que había conseguido su ascenso por favoritismos. En cuanto a su carrera, le aseguró que no miraba más allá de la siguiente batalla.
Habiendo comenzado la campaña en Francia con un espíritu tenaz, el general D’Hubert resultó herido el segundo día de batalla en Laon. Mientras los sacaban del campo, alcanzó a oír que el coronel Feraud, recién ascendido a general, había sido enviado para reemplazarlo al mando de su propia brigada. Maldijo su suerte impulsivamente y sin detenerse a pensar en todas las ventajas de aquella herida profunda. Era el heroico modo en que la Providencia daba forma a su futuro. Mientras viajaba lentamente hacia la casa de campo de su hermana al sur bajo el cuidado de un viejo criado de confianza, el general D’Hubert logró evitar los humillantes encuentros y las confusas acciones que debieron realizar los hombres del Imperio napoleónico al momento de su caída. Recostado en su cama, con las ventanas de su habitación abiertas al sol de la Provenza, comprendió los aspectos más positivos de la bendición que le habían otorgado aquellos fragmentos de metralla prusiana que, matando a su caballo y abriéndole una herida en el muslo, lo habían salvado de un profundo dilema con su conciencia. Después de catorce años con la espada en la mano sobre la silla de montar y con la certeza de haber cumplido su deber hasta el final, el general D’Hubert comprendió que la resignación era una virtud muy cómoda. Su hermana estaba encantada con aquella sensatez.
—Me pongo enteramente en tus manos, me querida Leonie —dijo.
Aún estaba en cama cuando, gracias a la intercesión de la familia de su cuñado, recibió de parte del gobierno borbón no solo la confirmación de su rango, sino la certeza de que lo mantendrían en la lista de oficiales activos. A esto se sumaba un permiso de baja por convalecencia sin límite. La razón de que le mantuvieran en la lista de activos se debió principalmente a la desfavorable opinión que había sobre él en los círculos bonapartistas, apenas sostenida por las frívolas opiniones del general Feraud, aunque el rango del general Feraud también fue confirmado. Era más de lo que se había atrevido a esperar, pero el mariscal Soult, Ministro de Guerra de la recién restaurada monarquía, tenía debilidad por los soldados que habían luchado en España. Permaneció de un humor intransigente, oscuro y sin actividad. Buscaba en viejos y oscuros restaurantes la compañía de otros oficiales de media paga que al igual que él acariciaban en sus bolsillos superiores las escarapelas de tres colores viejas, sucias y gloriosas, y abrochaban sus uniformes desgastados con los botones prohibidos del águila, declarando que eran demasiado pobres para afrontar el gasto de cambiarlos por los que les habían impuesto.
El retorno triunfal de Elba, una proeza histórica tan increíble como el nacimiento de un semidiós mitológico, encontró al general D’Hubert aún bastante inhabilitado para montar a caballo. Tampoco podía caminar muy bien. Aquellas dificultades, que la señora Leonie consideraba muy afortunadas, ayudaron a que su hermano se mantuviera al margen de cualquier riesgo. Consternada notó que el estado de ánimo de él no era para nada razonable. El general, que aún corría el riesgo de perder un miembro, fue descubierto una noche en las caballerizas del palacete por un mozo que, al ver una luz, levantó la alarma de posibles ladrones. La muleta del general estaba medio enterrada en la paja de la basura y el general saltaba en una pierna en una cuadra abierta intentando ensillar un caballo que bufaba. Aquéllos eran los efectos del encantamiento imperial sobre los espíritus tranquilos y las mentes reflexivas. Acorralado por las luces de las linternas del establo, entre lágrimas, súplicas, indignación, protestas y reproches a su familia, salió de aquella situación desmayándose allí mismo y siendo acarreado por sus familiares más directos hasta la cama. Antes de que volviera a salir de ella pasaron como un sueño aterrador el segundo reinado de Napoleón y los Cien Días de agitación febril y gran esfuerzo. El trágico año de 1815, que había comenzado con importantes conflictos y una agitada conciencia social, terminaba con vengativas prohibiciones.
Cómo el general Feraud escapó de las garras de la Comisión Especial y de las últimas actuaciones del pelotón de fusilamiento, es algo que ni siquiera él mismo llegó a saber nunca. En parte se debió a su rol de subalterno en el período de los Cien Días. El emperador jamás llegó a darle un comando activo, sino que lo había mantenido en el depósito de la caballería en París, armando y despachando rápidamente al campo de batalla soldados entrenados, y como consideró siempre aquella tarea indigna de sus habilidades, la había desarrollado sin mostrar un gran entusiasmo. La realidad fue que lo que le salvó de una reacción excesiva por parte de la monarquía fue una gestión del general D’Hubert.
D’Hubert, que seguía con la baja por convalecencia pero ya estaba en condiciones de viajar, había sido enviado por su hermana a París para presentarse ante el legítimo monarca. Fue recibido con distinción, puesto que nadie en la capital estaba enterado del episodio del establo. De naturaleza militar hasta en lo más profundo de su alma, la perspectiva de continuar avanzando en su carrera lo consolaba de encontrarse en el centro del rencor bonapartista. Todo el rencor de aquel amargado y perseguido grupo lo señalaba como el hombre que nunca había querido realmente al emperador, una especie de monstruo aún peor que cualquier traidor.
El general D’Hubert levantaba los hombros sin resentimiento ante aquel grave prejuicio. Rechazado por sus antiguos camaradas y desconfiando profundamente de los avances de la sociedad monárquica, el joven y guapo general (tenía apenas cuarenta años) adoptó los modales de una cortesía fría y puntillosa que, ante la más mínima sombra de insinuación, se convertía en una severa altanería. Con aquella disposición, el general D’Hubert asumió sus asuntos en París sintiéndose feliz en su interior, con esa alegría especial que eleva a los hombres que se sienten enamorados. La encantadora muchacha que su hermana le había conseguido había entrado en escena y lo había conquistado de la única manera en que una muchacha joven puede adueñarse por completo un hombre de cuarenta años: con su sola presencia. Se iban a casar en cuanto el general D’Hubert obtuviera su nombramiento oficial en el mando prometido.
Una tarde, sentado en la terrase del café Tortoni, el general D’Hubert se enteró a través de la conversación de dos extraños sentados en una mesa cercana, que el general Feraud, incluido en el grupo de oficiales de alto mando que habían sido arrestados después del segundo regreso del rey, corría el riesgo de comparecer ante el Tribunal Especial. Viviendo en aquel estado de alegre ensoñación, como suele ocurrirle a los enamorados ansiosos, bastó oír el nombre de su adversario en voz alta para que el más joven de los generales de Napoleón se apartara de la contemplación mental de su amada. Echó una mirada alrededor. Los desconocidos iban vestidos de civiles. Esbeltos y afectados por el clima, se balanceaban en sus sillas mientras miraban a la gente con el ceño fruncido, de mal humor y abstraídos en una actitud desafiante bajo sus sombreros calados. No le resultó difícil identificar que se trataba de dos oficiales de la vieja guardia obligados a retirarse. Por bravuconería o descuido, hablaban en voz alta y el general D’Hubert, que no encontró ningún motivo para cambiar de asiento, escuchó cada una de sus palabras. Al parecer no eran amigos personales del general Feraud. Su nombre fue mencionado entre muchos otros. Al oírlo repetidas veces, las ingenuas ideas que se había hecho el general D’Hubert de una vida doméstica repleta de encantos femeninos se vieron atravesadas por el brutal recuerdo de su pasado en la guerra, de aquel único y embriagador choque de armas, insuperable por la magnitud de su gloria y su desastre, un trabajo maravilloso que se había vuelto una posesión única de su generación. Sintió entonces una ternura irracional hacia su antiguo adversario y de forma emotiva comprendió el feroz disparate que aquellos encuentros habían aportado a su vida. Se parecía a ese pellizco adicional que ciertas especias otorgan a un plato muy elaborado. Con repentina melancolía, recordó aquel sabor que jamás volvería a probar. Todo había acabado. “Creo que el hecho de dejarlo tirado en el jardín fue lo que más le irritó de mí al principio”, pensó con indulgencia.
Los dos extraños de la mesa de al lado se habían quedado en silencio tras mencionar por tercera vez el nombre del general Feraud. De pronto, el mayor de los dos volvió a hablar con un tono amargado y afirmó que la cuenta regresiva del general Feraud ya había comenzado. ¿Y por qué? Sencillamente porque él no era como esos otros peces gordos que se apreciaban demasiado a sí mismos. Los monárquicos sabían que jamás obtendrían nada de él. Sabían que quería demasiado al Otro.
El Otro era el hombre de Santa Elena. Los dos oficiales asintieron y, antes de beber, brindaron por un retorno imposible. A continuación, el mismo que había hablado antes subrayó con una irónica sonrisa:
—Su adversario era más inteligente.
—¿Qué adversario? —preguntó el más joven, desconcertado.
—¿No lo sabe? Eran dos húsares. Con cada ascenso se batían a duelo. ¿No oyó hablar del duelo que se viene desarrollando desde 1801?
El otro había oído hablar de aquel duelo, por supuesto. Ahora entendía la indirecta. El general barón D’Hubert iba a poder disfrutar en paz de la simpatía de su mofletudo rey.
—Esto le sentará bien —murmuró el más viejo—, eran hombres muy valientes. Nunca vi al tal D’Hubert, me dijeron que es una especie de dandi misterioso, pero no tengo duda de lo que me dijo Feraud: que nunca quiso al emperador.
Luego se pusieron de pie y se alejaron.
El general D’Hubert sintió entonces el horror de un sonámbulo que se despierta de un sueño agradable y descubre que está caminando en un lodazal. Lo invadió una repugnancia profunda por las decisiones que estaba tomando. Incluso la imagen de la muchacha fue arrastrada de su vista por el torrente de una angustia moral. Todo lo que había sido o había deseado ser tendría siempre el sabor amargo de la vergüenza si no lograba salvar al general Feraud del destino que amenazaba a tantos valientes. Con el impulso de aquella necesidad casi mórbida de encargarse de salvar a su adversario, el general D’Hubert trabajó con pies y manos (como dice el refrán francés) y en menos de veinticuatro horas encontró la forma de obtener una audiencia privada extraordinaria con el ministro de la Policía.
El general barón D’Hubert fue presentado rápidamente y sin preliminares. En la penumbra del gabinete del ministro, detrás de la mesa, las sillas y las pilas del escritorio, vio una figura con un precioso abrigo que posaba frente a un espejo entre dos candelabros de velas de cera encendidas. Era el viejo y conventionnel Fouche, el senador del Imperio que había traicionado a todos los hombres, todos los principios y todas las motivaciones de la conducta humana. El duque de Otranto y astuto artesano de la Segunda Restauración estaba probando cómo le sentaba un traje con el que su joven prometida le había dicho que le gustaría que lo retratasen en porcelana. Era un capricho, una petición adorable que el primer ministro de la Policía de la Segunda Restauración estaba más que dispuesto a cumplir, y es que aquel hombre al que solían comparar con un zorro por su astucia, pero cuya ética podía haberse representado como un zorrillo, estaba tan poseído por el amor como el general D’Hubert.
Nervioso por haber sido descubierto en aquella postura debido a un malentendido con el criado, se enfrentó a aquel pequeño disgusto con la imprudencia que lo caracterizaba y que tanto le había servido en las interminables maniobras de su egoísta carrera. Sin cambiar la actitud en lo más mínimo, adelantó una pierna enfundada en una media de seda y, con la cabeza girada sobre el hombro izquierdo, dijo con tranquilidad:
—Por aquí, general. Acérquese por favor. ¿Y bien? Soy todo oídos.
El general D’Hubert, incómodo como si una debilidad propia hubiese quedado de manifiesto, presentó su solicitud lo más rápido posible y el duque de Otranto continuó ajustándose el cuello o arreglándose las solapas frente al espejo, o girando con esfuerzo la espalda para contemplar el efecto de los bordados de oro en la parte trasera de la levita. Si se hubiese encontrado solo, aquella expresión inmóvil de la cara y aquellos ojos atentos no hubieran podido expresar mayor interés por aquellos asuntos.
—¿Excluir de las operaciones del Tribunal Especial a un tal Gabriel Florian Feraud, general de la brigada de la promoción de 1814? —repitió en un tono un poco asombrado, y luego se alejó un poco del espejo—. ¿Y por qué excluirlo a él precisamente?
—Me sorprende que su excelencia, tan competente en la evaluación de los hombres de esta época, haya considerado que valía la pena incluir ese nombre en la lista.
—¡Pero si es un bonapartista rabioso!
—Igual que cualquier otro granadero o soldado del ejército, como su excelencia bien sabe. Las particularidades del general Feraud no tienen más peso que las de cualquier otro granadero. Es un hombre sin demasiado intelecto, sin ninguna habilidad especial. No se puede pensar que alguna vez alcance algún tipo de influencia.
—Y aun así tiene una lengua afilada —contestó Fouche.
—Molesta, lo admito, pero no peligrosa.
—No voy a discutir con usted. No sé casi nada de él. De hecho, apenas sabía su nombre.
—Y sin embargo, su excelencia oficia la presidencia de la Comisión creada por el rey para señalar a quienes deben ser juzgados —dijo el general D’Hubert con un énfasis que no escapó al oído del ministro.
—Sí, general —contestó mientras se alejaba hacia el sector más oscuro de aquella amplia habitación. Se arrojó sobre un sillón profundo que le engulló casi por completo, a excepción del suave brillo de los bordados de oro y la nube pálida del rostro—. Así es general, siéntese en esa silla, por favor.
El general D’Hubert se sentó.
—Sí, general —continuó el maestro en el arte de las maniobras y las traiciones, cuya hipocresía, como si a veces le resultara intolerable incluso a sí mismo, encontraba cierto consuelo en pequeñas explosiones de cínica honestidad—, me apresuré a formar la Comisión de proscripción y acepté su presidencia. ¿Y sabe por qué lo hice? Por el simple temor de saber que si no me encargaba rápidamente yo mismo de ese asunto, mi propio nombre iba a estar incluido en esa lista. Así son los tiempos en los que vivimos, y yo soy un ministro del rey y le pregunto con franqueza: ¿por qué debería quitar de la lista el nombre de este oscuro Feraud? ¡Y usted se pregunta por qué ese nombre está ahí! ¿Es posible que conozca tan poco a los hombres? Mi querido general, en la primera sesión de la Comisión los nombres nos caían como la lluvia sobre los techos de las Tullerías. ¡Nombres! Podíamos elegir entre miles. ¿Cómo sabe usted que el nombre de este Feraud, cuya vida o muerte es del todo indiferente para Francia, no ha dejado afuera a algún otro nombre?
La voz que emergía del sillón se detuvo de pronto. Enfrente estaba el general D’Hubert inmóvil, sombrío y silencioso. Lo único que se movía ligeramente era su sable. La voz del sillón comenzó de nuevo:
—Debemos satisfacer también las exigencias de los soberanos aliados. El príncipe de Talleyrand me dijo ayer que Nesselrode le había informado oficialmente del descontento de Su Majestad el emperador Alejandro ante la escasa cantidad de ejemplos con los que el gobierno del rey estaba ilustrando a la sociedad, sobre todo en el caso de los militares. Se lo comento de manera confidencial.
—¡Le doy mi palabra! —interrumpió el general D’Hubert hablando entre dientes—. No sé qué uso podría darle a tanta información confidencial, casi tendría que partir en dos mi sable con la rodilla y tirar los trozos…
—¿A qué gobierno cree usted que está sirviendo? —interrumpió con brusquedad el ministro.
Tras una pequeña pausa se escuchó la desanimada voz del general D’Hubert:
—Al gobierno de Francia.
—Eso no es más que una forma de tranquilizar su conciencia con palabras, general. La realidad es que usted está sirviendo a un gobierno de exiliados que han regresado, hombres que no han tenido un país durante veinte años, unos hombres que además acaban de superar un etapa de un maldito y humillante terror… No albergue ningún tipo de esperanza con respecto a ellos.
El duque de Otranto se calló. Se había desahogado y había logrado su objetivo, el de disminuir la autoestima de aquel hombre que lo había descubierto en una incómoda actitud posando frente a un espejo con un traje cargado de bordados de oro. Pero el ejército estaba lleno de oficiales impetuosos. Pensó que sería inconveniente que un general bien dispuesto, recibido por recomendación de uno de los príncipes, hiciera algún escándalo impensado al salir de una audiencia privada con él. Cambiando de tono, puso la pregunta en el centro de la conversación:
—¿Cuál es su relación con ese Feraud?
—Ninguna. No me relaciono con él.
—¿Es un amigo íntimo?
—Íntimo… sí. Se podría decir que entre nosotros hay una conexión íntima de una naturaleza que convierte mis intentos de ayudarlo en una cuestión de honor…
El ministro agitó una campanilla antes de que terminara la frase. Cuando el sirviente se retiró después de dejar dos candelabros de plata sobre el escritorio, el duque de Otranto se puso de pie —el pecho resplandeciente por los dorados reflejos de la luz—, sacó una hoja de papel del cajón y la sostuvo ostentosamente en una mano mientras decía con persuasiva gentileza:
—No debe usted decir cosas como lo de partir en dos el sable con la rodilla, general, es probable que lo único que suceda es que no le den otro. El emperador no regresará esta vez… Diable d’homme! Hubo un momento, poco después de Waterloo, aquí en París, en que tuve ese miedo, era como si estuviese listo para empezar todo de nuevo; por suerte, uno no tiene nunca la oportunidad de empezar todo de nuevo. Nunca se le ocurra romper su sable, general.
El general D’Hubert, sin levantar la mirada del suelo, movió apenas la mano en un gesto de renuncia desesperada. El ministro de la Policía apartó la mirada y deliberadamente echó un vistazo a la hoja de papel que había tenido en la mano todo ese tiempo.
—Fueron elegidos veinte generales como casos ejemplarizantes. Veinte. Un número redondo. Y veamos, Feraud… Ah, aquí está. Gabriel Florian. Parfaitement. Este es su hombre. Bueno, parece que ahora ya solo habrá diecinueve ejemplos.
El general D’Hubert se puso en pie como si hubiera atravesado una enfermedad infecciosa.
—Debo pedirle a su excelencia que mantenga mi mediación en completo secreto. Para mí es muy importante que él jamás se entere…
—¿Y quién podría informarle, dígame? —señaló Fouche levantando los ojos con curiosidad hacia el gesto duro y tenso del general D’Hubert—. Coja una de esas plumas y tache el nombre usted mismo. Ésta es la única lista que existe. Si se toma el trabajo de cargar la suficiente cantidad de tinta, nadie será capaz de descifrar el nombre que quedará debajo pero, par example, no soy responsable de lo que Clarke haga luego con él. Si mantiene esa actitud rabiosa, el ministro de Guerra acabará enviándole a algún pueblo de provincia bajo la supervisión de la policía.
Unos días más tarde el general D’Hubert le comentó a su hermana:
—¡Querida Leonie! Sentía que no podía abandonar París tan rápido como deseaba.
—Son los efectos del amor —le contestó ella con una sonrisa malévola.
—Y del horror —agregó el general D’Hubert con profunda seriedad—. Casi me muero de… de asco.
Su rostro se contrajo por la repulsión y, como su hermana lo notó al instante, se vio obligado a continuar:
—Tuve que verme con Fouche. Me dieron una audiencia. Estuve en su gabinete. A quienes hemos tenido la desgracia de compartir una habitación con ese hombre y respirar su mismo aire, nos queda impregnada una sensación de indignidad, una desagradable impresión de no haber sido tan honestos como, en el fondo, creíamos que éramos… pero no creo que me puedas comprender.
Leonie asintió varias veces. Al contrario de lo que él creía, podía entenderlo muy bien. Conocía a fondo a su hermano y le gustaba como era. El odio y el desprecio a la raza humana eran patrimonio del jacobino Fouche, un hombre que había utilizado cualquier debilidad, virtud o generosa ilusión de los hombres para su propio beneficio y que había hecho quedar como tontos a todos los hombres de su generación para desaparecer más tarde bajo la sombra de ese nuevo nombre de duque de Otranto.
—Mi querido Armand —dijo compasiva—, ¿qué esperabas de ese hombre?
—Nada menos que la vida —contestó el general D’Hubert—, y la conseguí. Tuve que hacerlo, pero siento que jamás podré perdonarle al hombre al que salvé el haber tenido que ver a Fouche.
El general Feraud, incapaz de entender por qué le sucedían aquellas cosas, recibió la orden del ministro de Guerra de dirigirse de inmediato a un pueblo pequeño en el centro de Francia. Rechinó los dientes con fuerza: le asustaba salir de aquel estado de guerra, el único que había conocido en su vida y también la espantosa visión de un mundo en paz. Se marchó al pequeño pueblo firmemente convencido de que aquello no podía durar. Una vez allí le informaron de que le daban la baja del ejército y que su pensión (calculada según su rango de general) dependería de la urbanidad de su comportamiento y de los informes que hiciera de él la policía. ¡Fuera del ejército! De pronto se sintió muy extraño en la tierra, como un espíritu sin cuerpo. No podía vivir de aquel modo. Al principio reaccionó con desconfianza; aquello no podía estar sucediendo. Esperó truenos, terremotos, algún cataclismo natural; pero no sucedió nada. El peso de plomo de un ocio irremediable descendió sobre el general Feraud y, como era hombre de pocos recursos, se hundió en un estado de estupidez impresionante. Vagaba por las calles del pueblo mirando con ojos opacos y sin prestar atención a los sombreros que se levantaban a su paso. Las personas, dándose codazos al verlo pasar, murmuraban:
—Ahí va el pobre general Feraud, tiene el corazón destrozado, fíjense cómo quería al emperador.
El resto de los hombres, despojos vivientes de la tempestad napoleónica, se agrupaba entorno al general Feraud con infinito respeto. Él mismo se veía como un alma aplastada por la pena. Sufría ataques repentinos de ganas de llorar, de gritar, de morderse los puños hasta que le sangraran, de pasar días en cama con la cabeza enterrada bajo la almohada, pero todas aquellas cosas no se debían sino al más puro tedio, a la angustia que le generaba aquel inmenso, indescriptible y fabuloso aburrimiento. Su incapacidad mental para comprender lo desesperado de su situación lo salvó del suicidio. No lo pensó ni siquiera una vez. No pensaba en nada, pero perdió el apetito y le resultaba tan difícil expresar aquellos abrumadores sentimientos (ni las insultos más furiosos habrían estado a la altura) que fue imponiéndose poco a poco el hábito del silencio, una especie de muerte para un carácter sureño como el suyo.
Causó una gran impresión en los anciens militaires, que se reunían en un pequeño café lleno de moscas la sofocante tarde en la que “el pobre general Feraud” soltó de pronto una descarga de violentas maldiciones.
Había estado sentado en silencio en su privilegiada esquina de siempre, hojeando las gacetas que llegaban de París con la misma atención que un condenado puede mostrar por las noticias en la víspera de su ejecución. Un grupo de rostros valientes se acercaron al general, entre los que se destacaban un hombre al que le faltaba un ojo y otro que se había lastimado la punta de la nariz en Rusia.
—¿Qué sucede, general?
El general Feraud se sentó con la espalda erguida y sostuvo un periódico doblado a la distancia de su brazo para poder ver mejor las letras pequeñas. Volvió a leer para sí mismo, una vez más, la parte de la noticia que había provocado, podríamos decir: su resurrección.
Se nos informa que el general D’Hubert, que hasta ahora se había mantenido con un permiso al sur de Francia, ha sido designado para dirigir la Quinta Brigada de Caballería en…
Dejó caer el papel rígido como una piedra. “Designado para dirigir…”. Se dio un fuerte golpe en la frente.
—Casi lo había olvidado —murmuró con un tono abatido.
Un veterano gritó desde el fondo del café:
—¿Alguna nueva bajeza del gobierno, general?
—Las bajezas de estos villanos —gritó el general Feraud— no tienen límite. ¡Una más, una menos! —bajó el volumen—, pero yo voy a poner en orden al menos una de ellas. —Y miró todas las caras a su alrededor—. Hay un oficial engominado y rizado, un mimado de ciertos mariscales que vendió a sus padres por conseguir un poco de oro inglés. Esa persona va descubrir muy pronto que aún sigo vivo —declaró con un tono irrefutable—. Es un asunto privado. Un viejo asunto de honor. ¡Bah! Nuestro honor ya importa poco. Aquí estamos, expulsados y con las orejas desgarradas como si fuésemos un puñado de caballos de tropa que apenas sirven para la reventa, pero esto sería como asestar un último golpe por el emperador… Messieurs, voy a necesitar la ayuda de dos de ustedes.
Todos los hombres se acercaron. El general Feraud, profundamente conmovido por aquella demostración, llamó emocionado al veterano coracero al que le faltaba un ojo y al oficial de los chasseurs à cheval que había perdido parte de la nariz en Rusia y se excusó con el resto de oficiales.
—Es un asunto de gente de caballería, ¿saben?
Recibió como respuesta un coro de Parfaitement, mon general… C’est juste… Parbleu, c’est connu… Todos quedaron satisfechos. Los tres abandonaron juntos el café, con vítores de Bonne chance.
Ya fuera, se agarraron del brazo con el general en el medio. Los tres sombreros mohosos de punta que habían usado en bataille con una amarga inclinación hacia delante, cubrían ahora casi toda la calle. El pequeño y caluroso pueblo de piedras grises y tejas rojas estaba sumido en la siesta durante aquella tarde provinciana de cielo azul. Los fuertes bastonazos de un tonelero golpeando el tonel repicaban con cierta regularidad entre las casas. El general arrastraba un poco el pie izquierdo a través de las sombras de los muros.
—Ese maldito invierno de 1813 se me ha metido en los huesos para siempre, pero no importa, usemos pistolas, con eso bastará. Tengo un poco de lumbago, pero sí, usaremos pistolas. Lo tengo en el bote. Mi puntería sigue igual de afilada que siempre, deberían haberme visto en Rusia cargándome a esos huidizos cosacos con un viejo fusil de infantería. Tengo un don natural para las armas de fuego.
Y el general Feraud continuó hablando de aquel modo con la cabeza levantada, los ojos de lechuza y el pico rapaz. Había sido un luchador toda la vida, un hombre de caballería, un sabreur, entendía la guerra como algo extremadamente simple, una especie de enorme montaña de disputas personales, un duelo comunitario. Ahora tenía entre manos una guerra personal. Se reanimó. La sombra de la paz se alejaba al igual que la sombra de la muerte. Era la maravillosa resurrección del hombre llamado Gabriel Florian Feraud, alistado volontaire desde 1793, ascendido a general en 1814 y enterrado sin ceremonia debido a la orden de servicio firmada por el ministro de Guerra de la Segunda Restauración.
IV
Ningún hombre triunfa en todo lo que emprende, y, en consecuencia, se podría decir que todos somos fracasados; lo importante es no fallar al elegir y sostener el principal esfuerzo de nuestra vida y, en ese sentido, es la vanidad la que nos lleva por el mal camino. A veces nos empuja a situaciones de las que solo podemos salir lastimados. El orgullo, en cambio, es nuestro salvoconducto, tanto por la prudencia que impone a nuestras elecciones como por su capacidad para sostenernos en pie.
El general D’Hubert era un hombre orgulloso y reservado. No había sufrido por sus aventuras amorosas, resultaran bien o no. Dentro de aquel cuerpo cubierto de cicatrices de guerra, su corazón había permanecido indemne hasta los cuarenta. Ahora, aunque con prudencia, estaba empezando a poner también de su parte en los planes matrimoniales de su hermana y se daba cuenta de que se estaba enamorando irremediablemente como quien cae desde un tejado, pero era demasiado orgulloso para sentir miedo. La sensación, de hecho, era tan placentera que no se sentía amenazado en absoluto.
La inexperiencia de un hombre de cuarenta años es mucho más preocupante que la inexperiencia de un joven de veinte, ya que no cuenta con la ligereza del ardiente deseo. La muchacha tenía un halo de misterio como lo tienen todas las jóvenes por la simple apariencia de una disimulada ingenuidad, pero para él, el misterio de aquella chica era único y fascinante a pesar de que no había ningún misterio en los arreglos de la unión gestionados por la señora Leonie. Los arreglos mismos tampoco tenían nada de particular. Se trataba de una unión muy conveniente, respetuosa con los deseos de la madre de la joven (el padre había muerto) y aceptada también por su tío —un viejo exiliado que había regresado hacía poco de Alemania y que, bastón en mano, paseaba por jardín de la casa ancestral de la joven como un delgado fantasma del antiguo régimen.
El general D’Hubert no era de ese tipo de hombres que, llegados a cierta edad, se satisfacen únicamente con una mujer y su riqueza. Su orgullo (y el orgullo siempre pretende un éxito rotundo) solo podía sentirse satisfecho con amor, pero como el verdadero orgullo jamás es vanidad, no podía imaginar ningún motivo para que aquella misteriosa muchacha de mirada profunda y brillante de color violeta sintiera por él algo más cálido que la indiferencia. La joven (llamada Adele) evitó todos sus intentos por aclarar este punto. Es cierto que sus intentos habían sido torpes y un poco tímidos porque entonces el general D’Hubert era muy consciente de su edad, sus heridas, sus innumerables imperfecciones morales, su secreta falta de mérito y había aprendido por las circunstancias de su vida y por experiencia propia el significado de la palabra “temor”. Hasta donde lograba entender, la joven, con una confianza ilimitada en el afecto y la sagacidad de su madre, no parecía sentir aversión por el general D’Hubert, y con eso era suficiente para que una muchacha educada comenzara su vida en matrimonio, pero esto hería y abrumaba el orgullo del general D’Hubert, que se preguntaba a sí mismo, con una especie de desilusión dulce, qué más podía esperar de la muchacha. Ella tenía un rostro tranquilo y luminoso. Sus ojos de color violeta sonreían mientras las líneas de su boca y su barbilla mantenían el gesto de una gravedad admirable y todo aquello estaba enmarcado por una cabellera rubia y abundante, por una tez tan maravillosa y una gracia de expresión tal que el general D’Hubert jamás encontró la ocasión de examinar con atención suficiente las altas exigencias de su propio orgullo. De hecho, se volvió inseguro para realizar aquel tipo de indagaciones, ya que lo habían llevado una o dos veces a una crisis melancolía apasionada en la que había comprendido que la quería tanto que prefería matarla a perderla. De estos dilemas, harto conocidos para los hombres de cuarenta años, salía siempre exhausto, lleno de arrepentimiento y un poco pesimista, pero aun así le proporcionaba cierto confort la plácida costumbre de sentarse de vez en cuando, en mitad de la noche, junto a una ventana abierta y meditar sobre la maravilla de su existencia, como un creyente se pierde en la contemplación mística de su destino.
No se debe deducir que todos estos vaivenes íntimos fueran evidentes desde el exterior. Al general D’Hubert no le costaba aparecer envuelto en sonrisas porque, de hecho, era un hombre feliz. Siguió las reglas establecidas para su condición, enviaba flores cada mañana (del jardín y de los invernaderos de su hermana) y, un poco más tarde, llegaba a almorzar con su prometida, la madre y el tío exiliado, y pasaban la tarde sentados a la sombra o paseando. De su lado, la relación estaba marcada por una delicadeza atenta, al borde de la ternura, con frases juguetonas que escondían el profundo dolor que le causaba la inaccesible cercanía de ella. Al final de la tarde, el general D’Hubert volvía a casa caminando por los viñedos, a veces profundamente abatido, a veces enormemente feliz y a veces con una tristeza pensativa, pero siempre sintiendo su existencia con una intensidad especial, un entusiasmo que comparten los artistas, los poetas y los amantes, hombres poseídos por una gran pasión, por pensamientos nobles o por un nuevo acercamiento a la belleza visible.
En este punto el mundo exterior no tenía ninguna particularidad para el general D’Hubert pero un atardecer, mientras atravesaba la cresta de una montaña desde la cual alcanzaba a ver ambas casas, el general divisó dos figuras al fondo del camino. Había sido un día precioso. La decoración alegre del cielo daba un resplandor suave a los tonos oscuros de la tierra del sur. Las rocas grises, los campos sombríos, las distancias púrpuras y onduladas armonizaban bajo el tono luminoso que anticipaba ya el rostro de la noche. Las figuras al fondo del camino parecían dos siluetas duras de madera negra sobre el sendero de polvo blanco. El general D’Hubert reconoció los abrigos militares largos y rígidos, abotonados hasta el comienzo de las medias negras, los sombreros de tres picos, los rostros oscuros, delgados y marcados —de veteranos— y ¡los bigotes vieilles! El más alto llevaba un parche negro en un ojo. La expresión dura y seca del otro exhumaba alguna peculiaridad extraña e inquietante que, cuando lo tuvo más cerca, resultó ser la ausencia de la punta de la nariz. Levantaron las manos en un único movimiento a un paisano un poco cojo que caminaba con un grueso bastón, le preguntaron cómo podían llegar hasta la casa del general barón D’Hubert y cuál era la mejor manera de hablar con él en privado.
—Si esto les parece lo suficientemente privado —dijo el general D’Hubert echando una mirada a los viñedos a su alrededor, enmarcados por líneas púrpuras y por el nido de paredes grises y apagadas de una aldea que se apiñaba sobre la cima de un cerro cónico—, si consideran que este punto es lo suficientemente tranquilo, pueden hablar con él en este preciso momento. Y les pido, camaradas, que hablen con franqueza y en confianza.
Al oírlo dieron un paso hacia atrás y volvieron a levantar sus manos, pero esta vez hasta sus sombreros, en señal de evidente protocolo. El hombre al que le faltaba la punta de la nariz, hablando por los dos, remarcó que el asunto era de extrema confidencialidad y debía ser resuelto con discreción. Se habían instalado en el pueblo de arriba, donde los malditos patanes no habían parado de mirar con malos ojos a los tres modestos militares. De momento lo único que deseaban preguntar era el nombre de los amigos del general D’Hubert.
—¿A qué amigos se refiere? —dijo el general sorprendido y completamente perdido—. Resido en la casa de mi cuñado, está por allí.
—Bueno, él podría ser uno de ellos —dijo el veterano sin nariz.
—Nosotros seremos los amigos del general Feraud —comentó el otro, que había permanecido en silencio hasta ese momento, mientras miraba con una expresión ceñuda y con su único ojo a aquel hombre que jamás había querido al emperador. Aquello era algo digno de verse. Y es que hasta los mariscales y los príncipes, esos Judas que llevaban bordados de oro y que lo habían vendido a los ingleses, al menos lo habían querido en algún momento de sus carreras, pero aquel hombre no había querido nunca al emperador. Lo había dicho el general Feraud muy claramente.
El general D’Hubert sintió un golpe en el pecho. Durante la fracción infinitesimal de un segundo fue como si la rotación de la tierra se hubiera vuelto perceptible por un leve y horrible crujido en la eterna quietud del espacio, pero aquel ímpetu de la sangre golpeando en sus oídos pasó al instante y murmuró sin querer:
—¡Feraud! Me había olvidado de su existencia.
—Pues vive aunque, es cierto, muy incómodo en esa infame posada que está allí arriba, ese nido de salvajes —dijo el cuirassier con sequedad—. Llegamos hace una hora en caballos de montar y está esperando muy impaciente nuestro regreso. Hay prisa, ya sabe. El general ha roto la prohibición del ministro para obtener de su parte la satisfacción que le corresponde por las leyes del honor y, naturalmente, tiene ganas de acabar con todo esto antes de que la gendarmerie lo encuentre.
El otro aclaró un poco más el asunto.
—Quiere regresar con tranquilidad, ya sabe. ¡Caput!, sin que nadie se entere. Nosotros también hemos roto la prohibición del ministro. A su amigo el rey le encantaría cortarnos a la primera ocasión la ridícula suma que recibimos. Ha sido un riesgo, pero el honor es lo primero.
El general D’Hubert recuperó el habla.
—Así que han venido por la carretera para invitarme a un duelo con ese… ese… —Una especie de risa furiosa se adueñó de él—. ¡Ja, ja, ja!
Con los puños apoyados en las caderas, vociferaba sin cuidado, mientras los otros dos permanecían de pie y tensos como si les hubieran disparado de golpe desde una trampa en el suelo. Apenas hacía veinticuatro meses eran los dueños de Europa y ya tenían un aire de viejos fantasmas, aquellos abrigos parecían más incorpóreos que sus propias sombras, tan negras sobre el blanco camino: sombras militares, grotescas, hechas de veinte años de guerras y conquistas. Tenían el semblante estrafalario de dos bonzos fanáticos del culto a la espada. También el general D’Hubert, uno de los antiguos dueños de Europa, se reía de aquellos serios fantasmas que se interponían en su camino.
Uno de los hombres, señalando la risa del general y con un movimiento de la cabeza, dijo:
—Un compañero alegre, éste.
—Algunos de nosotros no hemos vuelto a reír desde que El Otro se fue —remarcó su colega.
Un impulso violento de lanzarse sobre aquellos espectros sin materia y golpearlos asustó al general D’Hubert. Se calló de golpe. Quería deshacerse de ellos, apartarlos de su vista antes de perder el control. Le preocupaba la furia que comenzaba a crecer en su pecho, pero no tenía tiempo para detenerse en esa pequeñez ahora.
—Entiendo su prisa por cerrar el trato conmigo lo antes posible. Mejor no perdamos el tiempo con formalidades vacías. ¿Ven aquel bosque en la base de la pendiente? Sí, el bosque de pinos. Encontrémonos allí mañana al amanecer, llevaré mi espada o mi pistola, o ambas cosas si así lo desean.
Los testigos del general Feraud se miraron.
—Pistolas, general —dijo el coracero.
—Muy bien. Au revoir. Hasta mañana a primera hora, pero permítanme que les aconseje que hasta entonces se mantengan encerrados si no quieren que la gendarmerie comience a investigarlos antes del atardecer. Los extranjeros no abundan en esta región del país.
Saludaron en silencio. El general D’Hubert le dio la espalda a aquellas figuras que se alejaban, y permaneció de pie en el centro del camino durante un buen rato, mordiéndose el labio inferior y mirando el suelo, luego comenzó a caminar hacia delante volviendo sobre sus pasos hasta que se encontró frente a la puerta de la casa de su prometida. Había caído la noche. Sin moverse, miró a través de los barrotes fijamente hacia la fachada de la casa que brillaba con claridad al fondo de los matorrales y árboles. Percibió unos pasos en la gravilla, de golpe emergió una figura alta y encorvada del paseo lateral, junto al muro interno del jardín.
El caballero de Valmassigue, tío de la adorable Adele, exbrigadier en el ejército de los príncipes, encuadernador en Altona y luego zapatero en otra pequeña ciudad alemana (con una gran reputación por la elegancia que confería a la forma de los zapatos para mujer), llevaba medias de seda en las delgadas pantorrillas, zapatos bajos con hebilla de plata y un chaleco de brocado. Una levita con faldones largos, à la française, cubría holgadamente su espalda consumida y encorvada. Sobre su cabellera empolvada, atada en una coleta, descansaba un pequeño sombrero de tricornio.
—Monsieur le chevalier —dijo el general D’Hubert con suavidad.
—¿Qué? ¿De nuevo por aquí, mon ami? ¿Ha olvidado algo?
—¡Exacto! Había olvidado algo. Y vengo aquí a contárselo. No, mejor aquí afuera, detrás del muro; se trata de algo demasiado horrible como para que lo dejemos entrar allí donde ella vive.
El caballero salió de prisa con ese gesto de resignación caritativa que algunos mayores muestran frente a la ansiedad de los jóvenes. Un cuarto de siglo mayor que el general D’Hubert, secretamente lo veía más bien como un joven problemático y enamorado. Había oído a la perfección sus palabras extrañas, pero no le daba demasiada importancia a lo que un hombre de cuarenta años tan curtido como él podía hacer o decir. Era casi incomprensible para él el cambio que se había operado en la mentalidad de aquella generación de franceses durante los años de su exilio. Los pensamientos le parecían excesivamente violentos, sin delicadeza ni mesura, y su lenguaje demasiado exagerado. Se unió al general con tranquilidad, y juntos dieron unos pasos en silencio, mientras el general intentaba dominar su agitación y conseguir el control apropiado de su voz.
—Es perfectamente cierto: había olvidado algo. Había olvidado, hasta hace apenas media hora, que tenía en mis manos un asunto de honor urgente. Suena increíble, ¡pero es así!
Todo permaneció en silencio un rato más y tras el profundo silencio de la noche en el campo, se oyó apenas la voz clara, temblorosa y añeja del caballero:
—Monsieur! Eso es humillante.
Fue su primer pensamiento. La muchacha que había nacido en su exilio, la hija póstuma de su pobre hermano asesinado por una banda de jacobinos, había crecido y se había vuelto cercana a su viejo corazón.
—¡Me parece inconcebible! Un hombre debe solucionar esos asuntos antes de atreverse a pedir la mano de una muchacha. ¡Por Dios! Si lo hubiera olvidado otros diez días, ya estaría casado. En mi época los hombres no olvidaban ese tipo de asuntos, tampoco el respeto que se le debe a los sentimientos de una muchacha joven e inocente. Si yo mismo no los respetara, calificaría su conducta de una manera que a usted seguro no le agradaría.
El general D’Hubert se desahogó francamente con un gemido.
—Que ese respeto no lo detenga. No corre usted el riesgo de ofenderla tan gravemente.
Pero el viejo no prestó atención a las tonterías de aquel enamorado, tal vez ni siquiera le había oído.
—¿De qué se trata? —preguntó—. ¿Cuál es la naturaleza…?
—Puede llamarlo “locura juvenil”, monsieur le chevalier. El resultado impensable, increíble… —Se detuvo de golpe. “Jamás va a creerse la historia”, pensó. “Va a pensar que me estoy burlando de él y se ofenderá”. El general D’Hubert volvió a hablar—: Sí, lo que comenzó como una locura juvenil se ha convertido…
El caballero lo interrumpió:
—Bueno, entonces debe ser arreglado.
—¿Arreglado?
—Sí, no importa cuál sea el coste para su amour propre. Antes que nada, usted debería haber recordado que está comprometido, porque también se olvidó de eso, supongo. Si ha olvidado su disputa… Es la muestra más increíble de frivolidad que he oído en mi vida.
—¡Por Dios, monsieur! ¿No pensará usted que comencé esta disputa la última vez que estuve en París o algo parecido, no?
—¡Eh! ¿Qué importa la fecha exacta en que usted comenzó con su insensata conducta? —exclamó el caballero de forma exasperante—. Ahora lo importante es cómo arreglarlo.
Al notar que el general D’Hubert se inquietaba e intentaba decir algo, el viejo emigré levantó una mano y agregó con solemnidad:
—Yo también he sido soldado. Jamás me atrevería a sugerirle algo ambiguo al hombre que va a darle su apellido a mi sobrina. Lo único que le digo es que entre galants hommes un asunto de este tipo siempre tiene solución.
—Pero saperiotte, monsieur le chevalier, es un asunto que sucedió hace quince o dieciséis años. Yo era apenas un teniente de húsares entonces.
El viejo chevalier pareció sorprendido por el tono vehemente y desesperado con el que el general le dio esa información.
—¿Usted era teniente de húsares hace dieciséis años? —murmuró un poco aturdido.
—¡Claro! No creerá usted que nací general como nacen los príncipes.
La voz del viejo exoficial del ejército sonó serena, puntillosamente civil bajo la luz púrpura del crepúsculo sobre los viñedos resguardados hacia el oeste por una franja baja de color carmesí:
—¿Estoy soñando? ¿Esto es una broma? ¿O espera usted que crea que ha estado tramando durante dieciséis años un duelo de honor?
—Me ha perseguido durante todo este tiempo. Eso es lo que le quiero decir. El duelo en sí mismo no es fácil de explicar, por supuesto, nos hemos enfrentado varias veces durante ese período de tiempo.
—¡Pero qué modales! ¡Qué espantosa manera de mostrar la virilidad! Nada puede explicar mejor esa falta de humanidad que la sanguinaria locura de la Revolución que ha corrompido a toda su generación. —Y luego, en un tono más bajo, el retornado emigré reflexionó—: ¿Quién es su adversario?
—¿Mi adversario? Se llama Feraud.
Sombrío con su tricorne y sus ropas pasadas de moda, el caballero pronunció entonces un recuerdo espectral como un fantasma delgado y encorvado del Ancien Régime:
—Recuerdo la disputa entre monsieur de Brissac, capitán de la escolta, y d’Anjorrant (no el que tiene marcas de viruela, sino el otro, Beau d’Anjorrant, como suelen llamarlo) por culpa de la pequeña Sophie Derval. Se enfrentaron tres veces en dieciocho meses de la manera más valiente que pueda imaginar, aunque la culpa era de esa pequeña Sophie, que seguía jugando…
—Esto no tiene nada que ver con eso —interrumpió el general D’Hubert. Sonrió con un poco de sarcasmo—, no es tan sencillo —y agregó en un tono casi inaudible, entre dientes, rechinándolos con rabia—, y ni siquiera tan razonable.
A continuación, nada interrumpió el silencio durante un buen rato, hasta que el chevalier preguntó, sin animosidad:
—¿Y quién es ese tal Feraud?
—Otro teniente de húsares, ahora general. Un gascón. Hijo de un herrero, creo.
—¡Ahí lo tiene! Es como yo creía. Ese Bonaparte sentía una predilección especial por los canailles. No me refiero a usted, D’Hubert. Usted es uno de los nuestros, aunque haya servido a ese usurpador…
—Dejémoslo fuera de esto —le cortó el general D’Hubert.
El caballero encogió sus hombros puntiagudos.
—Es la clase de ese tal Feraud, hijo de un herrero y de algún duende de aldea. Ve lo que sucede cuando uno se mezcla con esa clase de personas.
—Usted mismo hizo zapatos, chevalier.
—Sí, pero no soy hijo de un zapatero. Tampoco usted, monsieur D’Hubert. Usted y yo tenemos algo que no tienen ni los príncipes de Bonaparte, ni sus duques o mariscales, porque no hay ningún poder sobre la tierra que pueda otorgárselo —replicó el emigrado, con la animación progresiva del hombre que ha conseguido un argumento esperanzador—, esa gente no existe… todos esos Feraud. Pero ¿quién es Feraud? Un va-nu-pieds gracias a un aventurero de Córcega disfrazado de emperador. No hay ninguna razón para que un D’Hubert s’encanaille en un duelo con una persona de esa clase. Usted puede presentarle sus excusas sin más, y si al manant se le ocurre declinarlas, puede sencillamente negarse al encuentro.
—¿A usted le parece que debo hacer eso?
—Lo creo, con la mente totalmente clara.
—¡Pero monsieur le chevalier! ¿Adónde cree que ha regresado después de su exilio?
Y dijo aquello con un tono tan alarmante que el viejo levantó de golpe la cabeza gacha, que brillaba con un blanco plateado debajo del pequeño tricornio. Durante un instante no hizo ningún ruido.
—¡Solo Dios sabe! —dijo por fin, y señaló con un gesto lento y grave una cruz que había al costado del camino sobre un montículo de piedra, a continuación estiró aquellos brazos de hierro negro forjado contra la banda roja del oscurecido cielo—. ¡Solo Dios sabe! Si no fuera por ese emblema, que recuerdo haber visto de niño aquí mismo, todavía me preguntaría adónde hemos regresado quienes permanecimos fieles a Dios y a nuestro rey. Hasta las voces de las personas han cambiado.
—Sí, es una Francia diferente —dijo el general D’Hubert. Parecía haber recobrado la calma, su tono era un poco irónico—, y por eso no puedo seguir su consejo. Además, ¿cómo puede uno negarse a ser mordido por un perro que desea morder? Es imposible. Créame, Feraud no es un hombre que se quede tranquilo con disculpas o negativas, pero hay otras maneras. Por ejemplo, podría enviar un mensajero al brigadier de la gendarmerie en Senlac. Feraud y sus dos amigos podrían ser arrestados con apenas una palabra mía. Armaría cierto revuelo en el ejército, entre ambos, entre los ordenados y los retirados, aunque más entre los retirados. ¡Todos canailles! En otro tiempo, ellos también fueron compañeros de Armand D’Hubert. ¿Pero por qué debería preocuparse un D’Hubert de lo que piensa esa gente que no existe? O, mejor aún, podría hacer que mi cuñado mande a llamar al alcalde del pueblo y se lo de a entender. No haría falta nada más para que se lancen sobre los tres “bandoleros” con azotes y horcas hasta dejarlos en una fosa agradable, profunda y húmeda, ¡y sin que nadie se entere! Sucedió apenas a cinco kilómetros de aquí con tres pobres diablos de la desarmada guardia de los Lanceros Rojos, cuando volvían a casa. ¿Qué le parece eso a su conciencia, chevalier? ¿Puede un D’Hubert hacerle eso a tres hombres que no existen?
Algunas estrellas claras como el cristal brillaban en la oscuridad azul del cielo. La voz seca y delgada del caballero dijo con severidad:
—¿Por qué me cuenta todo esto?
El general tomó la mano débil del anciano con un apretón fuerte.
—Porque le debo toda mi confianza. ¿Quién podría explicárselo a Adele mejor que usted? Usted comprende por qué no me atrevo a confiárselo a mi cuñado, ni siquiera a mi propia hermana. Chevalier! He estado tan cerca de estas cosas que todavía tiemblo. Usted no se imagina cuán terrible me resulta este duelo, pero no puedo escapar de él.
Y luego, tras una pausa, agregó en voz baja:
—Es una fatalidad —dejó caer la mano pasiva del caballero y siguió con su tono regular de conversación—, tendré que ir sin testigos y si me toca caer, al menos usted sabe todo lo que se puede saber respecto a este asunto.
El fantasma ensombrecido del Ancien Régime parecía haberse encorvado aún más durante aquella conversación.
—¿Cómo voy a hacer para mantener una expresión indiferente frente a esas dos mujeres esta noche? —gruñó—. ¡General! No creo que pueda perdonarle.
El general D’Hubert no le contestó.
—¿Es al menos por una causa justa?
—Soy inocente.
Esta vez agarró el brazo fantasmal por encima del codo y le dio un fuerte apretón.
—¡Debo matarlo! —susurró; luego abrió la mano y se alejó por el camino.
Las delicadas atenciones de su cariñosa hermana le habían asegurado al general una completa libertad de movimiento en la casa en la que se hospedaba. Hasta tenía una entrada independiente a través de una pequeña puerta en la esquina del invernadero de naranjos. Gracias a eso no tuvo que disimular su nerviosismo frente a la tranquila ignorancia del resto de los residentes. Aquello lo alegró. Le parecía que si llegaba a abrir los labios se quebraría y pronunciaría maldiciones horribles y sin sentido, comenzaría a destrozar los muebles, la vajilla y los cristales. Desde el momento en que atravesó su pequeña puerta y mientras subía los veintiocho escalones de la escalera caracol que terminaba en el corredor al que daba su cuarto, imaginó una escena espantosa, humillante en la que actuaba como un loco enfurecido con los ojos inyectados en sangre y espuma en la boca, un loco que hace estragos inconcebibles con todo objeto inanimado que se puede encontrar en un comedor bien equipado. Cuando abrió la puerta de su habitación la crisis había pasado, y la fatiga física que sentía era tan grande que debió apoyarse en el respaldo de una silla mientras atravesaba el cuarto hasta alcanzar un sofá bajo y amplio en el que se dejó caer con pesadez, pero su abatimiento moral era aún mayor. Aquellos sentimientos de brutalidad que solo había experimentado cuando se enfrentaba al enemigo con el sable en la mano, sorprendían a aquel hombre de cuarenta años que no reconocía en esa brutalidad la furia de su pasión amenazada, pero hasta en aquel agotamiento físico y mental su pasión se presentó clara, se destiló y se volvió más fina hasta convertirse en un sentimiento de desesperada melancolía ya que tal vez tendría que morir antes de enseñarle a aquella hermosa muchacha cómo amarlo.
Aquella noche el general D’Hubert pasó por toda la escala de emociones posibles tumbado de espaldas y tapándose los ojos con las manos o recostado boca abajo con la cara hundida en la almohada. Por turnos, fue pasando de una irritación nauseabunda por lo absurdo de la situación, a dudar de su propia capacidad para controlar su vida y a sospechar de sus propios sentimientos (¿por qué demonios había ido a ver a Fouché?). “Soy un idiota, ni más ni menos”, pensaba, “un idiota sentimental. Solo con oír a dos hombres hablando en un café… Soy un idiota que va por ahí temiendo la mentira cuando lo único importante en la vida es la verdad”.
Se puso de pie varias veces y, caminando para que nadie lo oyera en el piso de abajo, se bebió toda el agua que pudo encontrar en la oscuridad. Además experimentó el tormento de los celos. Ella se acabaría casando con otro. Se le retorcía el alma. La tenacidad del tal Feraud, la persistencia de aquel bruto imbécil le alcanzó con la fuerza colosal de un destino impostergable. El general D’Hubert se estremeció al apoyar la jarra de agua vacía. “Me va a matar”, pensó. El general D’Hubert estaba probando todas las emociones que podía depararle la vida. En la boca reseca, sintió el sabor enfermizo y débil del miedo, no el miedo comprensible que se siente frente a una muchacha de mirada cándida y entretenida, sino el miedo a la muerte y a la cobardía que siente un hombre de honor.
Pero si la verdadera valentía se mide al enfrentarse un peligro odioso que rechazan tanto nuestro cuerpo como nuestro espíritu y nuestro corazón, el general D’Hubert tuvo la oportunidad de probarla por primera vez en su vida. Exultante, se había enfrentado baterías y escuadrones de infantería y había cabalgado atravesando una lluvia de balas sin prestarle ninguna atención para entregar un solo mensajes pero ahora debía escabullirse y salir sin hacer ningún ruido, al amanecer, hacia una muerte oscura y desagradable. Aun así el general D’Hubert no dudó. Metió sus dos pistolas en una bolsa de cuero que se colgó al hombro y antes de terminar de cruzar el jardín su boca ya estaba seca de nuevo. Cogió dos naranjas y tras cerrar la puerta sintió un ligero mareo.
Se tambaleó un poco pero fingió no darse cuenta y a unos metros de distancia recobró el dominio de sus piernas. En el amanecer incoloro y diáfano se destacaban con claridad las columnas de troncos del bosque de pinos y su follaje verde contra las rocas de la ladera gris. Mantenía fija la mirada en el bosque y, mientras caminaba, chupaba una de las naranjas. Poco a poco se fue afirmando en él aquella frialdad impetuosa y bienhumorada ante el peligro que lo había convertido en un oficial querido por sus hombres y apreciado por sus superiores. Era como marchar hacia una batalla. Cuando terminó de atravesar el bosque, se sentó sobre una roca con la otra naranja en la mano y se reprochó el haber llegado al lugar tan ridículamente temprano. De todas formas, antes de que pasara demasiado tiempo oyó el crujido de los arbustos, pasos sobre el suelo duro y los sonidos inconexos de una conversación en voz alta. Desde algún punto a sus espaldas alguien dijo jactancioso:
—Lo tengo en el bote.
Pensó: “Ya han llegado. ¿Qué es eso del bote? ¿Se referirá a mí?”. Y al percatarse de que aún tenía la otra naranja en la mano, pensó: “La otra naranja estaba buenísima. Y era de la propia huerta de Leonie. Creo que me comeré también esta en vez de tirarla”.
Al escapar de aquella jungla de piedras y arbustos, el general Feraud y sus testigos descubrieron al general D’Hubert muy concentrado en pelar la naranja. Se quedaron quietos esperando a que levantara la cabeza. Entonces los testigos se quitaron los sombreros mientras el general Feraud se alejaba unos pasos con las manos en la espalda.
—Me veo obligado a pedirles, messieurs, que uno de ustedes sea mi testigo. No he traído a nadie. ¿Podría usted, por ejemplo?
El coracero tuerto dijo juiciosamente:
—No puedo rehusarme.
Y el otro veterano señaló:
—De todos modos, es una situación incómoda.
—Debido a la mentalidad de las personas en esta región, no encontré a nadie en quien confiar prudentemente el motivo de su presencia aquí —explicó el general D’Hubert con cortesía.
Ellos aceptaron, echaron una mirada alrededor y dijeron a la vez:
—Un mal sitio.
—Inadecuado.
—¿Por qué preocuparnos por el terreno, las medidas y demás? Simplifiquemos el asunto. Carguen los dos pares de pistolas, yo usaré las del general Feraud y que él utilice las mías o no, mejor aún, utilicemos un par mixto, una pistola de cada uno. Iremos luego al bosque y dispararemos a primera vista. Ustedes quédense aquí fuera. No hemos llegado a este punto para cumplir formalidades inútiles sino para enfrentarnos, enfrentarnos hasta la muerte. Cualquier terreno servirá. Si soy yo quien cae, déjenme donde me haya desplomado y desaparezcan. No les conviene que les vean dando vueltas por aquí, si eso ocurre.
Tras una pequeña conversación, el general Feraud se mostró dispuesto a aceptar las condiciones. Mientras los testigos cargaban las pistolas, silbaba y se frotaba las manos lleno de alegría. Arrojó su abrigo vigorosamente y el general D’Hubert se quitó el suyo y lo dobló con cuidado sobre una roca.
—Supongo que lo mejor será que lleve a su hombre al otro lado del bosque y que le haga entrar en diez minutos —sugirió el general D’Hubert con calma pero sintiéndose como si estuviera dando las indicaciones de su propia ejecución. Aquel, sin embargo, fue su último instante de debilidad—. Espere. Primero ajustemos nuestros relojes.
Sacó el suyo y el oficial al que le faltaba la punta de la nariz se acercó al general Feraud para que le diera el suyo. Inclinaron las cabezas frente a los relojes un instante.
—Muy bien. Cuando falten exactamente cuatro minutos para las seis en su reloj. Siete minutos en el mío.
Fue el coracero el que se quedó junto al general D’Hubert, manteniendo su único ojo fijo e inmóvil en la superficie blanca del reloj. Abrió la boca, a la espera de que el último segundo llegara a la hora, mucho antes de decir la palabra:
—Avancez.
Y el general D’Hubert se movió, pasó de la brillante luz de la mañana de Provenza a la sombra fría y perfumada de los pinos. El suelo estaba despejado entre los troncos castaños y su enorme cantidad, todos estaban inclinados en ángulos distintos, confundía la mirada al principio. Era como marchar hacia una batalla. En su pecho se despertó la confianza en sí mismo, una habilidad necesaria para el mando y todo en él se concentró en el duelo. El problema era cómo matar a su adversario. Solo la muerte lo liberaría por fin de aquella estúpida pesadilla. “No bastará con herirlo”, pensó el general D’Hubert, era un oficial reconocido por sus recursos; solo unos años antes era conocido entre sus colegas como “El estratega” porque era capaz de pensar frente al enemigo, mientras que Feraud siempre había sido un simple luchador —aunque muy preciso con las pistolas, por desgracia.
“Debo lograr que dispare a la mayor distancia posible”, se dijo el general D’Hubert.
Y en ese instante vio una figura blanca moviéndose a lo lejos entre los árboles —la camisa de su enemigo. De inmediato salió y comenzó a mostrarse libremente de entre los troncos. Entonces, rápido como un rayo, saltó hacia atrás. Fue un movimiento arriesgado pero tuvo éxito, casi simultáneamente al estallido del disparo sintió que una astilla que se había desprendido con la bala le hería dolorosamente una oreja.
El general Feraud, que ya había gastado uno de sus dos tiros, se volvió más sigiloso. El general D’Hubert echó un vistazo escondido detrás de un árbol pero no llegó a distinguir nada. No saber dónde se encontraba el enemigo le generaba una gran inseguridad, se sentía terriblemente expuesto a los lados y en la retaguardia. De nuevo vio algo blanco que se movía. ¡Ah! Eso significaba que el enemigo seguía enfrente. Había temido un ataque sorpresa, pero al parecer el general Feraud no pensaba en esas cosas. El general D’Hubert lo vio moverse entre los árboles sin prisa, justo en su mira. Con gran concentración, el general D’Hubert afirmó la mano. Aún lo tenía muy lejos. Sabía que no era un buen tirador. Debía esperar para dispararle.
Aprovechando el mayor grosor de los troncos, se arrojó al suelo. Estaba completamente protegido, extendido a lo largo con la cabeza vuelta hacia el adversario, ya no le convenía exponerse porque el otro estaba demasiado cerca. La certeza de que Feraud haría algún movimiento imprudente era como un bálsamo para el espíritu del general D’Hubert pero mantener la barbilla levantada era fastidioso y de todas formas no servía de mucho así que miró un poco alrededor exponiendo con temor una fracción de su cabeza aunque sin correr mayor riesgo en realidad. De hecho su enemigo no esperaba verlo al ras del suelo. El general D’Hubert tuvo un vistazo fugaz del general Feraud cambiando de árbol con una precaución poco deliberada. “Desprecia mi puntería”, pensó intentando adivinar los pensamientos de su adversario, algo siempre útil para ganar una batalla. Se confirmó en su estrategia de mantenerse inmóvil. “Si tan solo pudiera controlar mi retaguardia como controlo el frente”, repasó con ansiedad, deseando lo imposible.
Apoyar las pistolas le exigió cierta seguridad de carácter pero, con un impulso repentino, el general D’Hubert lo hizo casi con suavidad, una a cada lado. En el ejército lo consideraban un dandi porque solía afeitarse y ponerse una camisa limpia los días de batalla. En realidad siempre había sido muy cuidadoso en cuanto a su aspecto externo. Para un hombre de cuarenta años, enamorado de una muchacha joven y encantadora, aquel amor propio admirable podía también arrastrarle hasta ciertas debilidades como, por ejemplo, ir provisto de una delicada y elegante funda de cuero en cuyo interior había un peine de marfil y en cuyo exterior tenía un pequeño espejo como adorno. Una vez que tuvo las manos libres, el general D’Hubert buscó en los bolsillos de sus pantalones aquél objeto de su inocente vanidad, que debía ser perdonado si quien lo cargaba llevaba un largo y sedoso bigote. Lo sacó y, con la máxima frialdad y prontitud, se dio la vuelta. En aquella nueva postura, con la cabeza un poco levantada y sosteniendo el espejito justo a un costado de su árbol, miraba de soslayo con el ojo izquierdo mientras con el derecho controlaba directamente su retaguardia. Así quedaba demostrado un refrán de Napoleón que decía: “Para un soldado francés no existe la palabra imposible”. El árbol que estaba a su derecha llenaba casi toda la imagen del espejito.
“Si se mueve —reflexionó con satisfacción— podré ver sus piernas y en cualquier caso no podrá acercarse sin que lo note”.
Cuando vio en un parpadeo las botas del general Feraud pasando de un lado al otro, cubriendo por un instante todo lo que se veía en el reflejo del espejo, no tuvo duda y cambió de posición, pero como debía tomar una decisión basándose en aquella visión indirecta, no se dio cuenta de que ahora sus pies y una porción de sus piernas quedaban completamente al descubierto y a la vista del general Feraud.
El general Feraud se sentía cada vez más sorprendido por la impresionante habilidad de su enemigo para mantenerse oculto. Había encontrado el árbol correcto con sanguinaria precisión. Estaba completamente seguro de que era aquél. Pero aun así no había conseguido descubrir ni la punta de su oreja. No era de sorprenderse, ya que había estado mirando a una altura aproximada de un metro y medio del suelo; el general Feraud estaba sorprendidísimo.
El descubrimiento de aquellas piernas y pies hizo que se le subiera la sangre a la cabeza. Literalmente se quedó duro detrás de su árbol y debió apoyarse en él con una mano. ¡El otro estaba tumbado en el suelo! ¡En el suelo! ¡Y además completamente inmóvil! ¡A la vista! ¿Qué significaba eso…? La idea de que había matado a su adversario con el primer tiro ocupó la mente del general Feraud. Y una vez allí, fue creciendo —irresistible, triunfal, feroz— a cada segundo en que lo contemplaba, eclipsando cualquier otra posibilidad.
“Qué estúpido fui al creer que podía haber errado el tiro”, se dijo. “Durante un par de segundos estuvo completamente en plein, ¡el muy estúpido!”.
El general Feraud observó los miembros inertes y sus últimos vestigios de sorpresa comenzaron a diluirse frente a la admiración sin límites que le despertaba su propia habilidad para acertar con las pistolas.
“¡Le di! ¡Por amor al dios de la guerra, eso sí que es un buen tiro!”, festejó exultante en sus pensamientos. “Le atravesé la cabeza, sin duda, justo donde quería darle, se tambaleó detrás del árbol, rodó de espaldas y murió”.
Lo observó con atención y olvidó moverse, casi impresionado, casi arrepentido, aunque no habría cambiado lo sucedido por nada del mundo. ¡Qué buen tiro! ¡Qué puntería! ¡Rodó de espaldas y murió!
Porque era justamente aquella posición, de espaldas, lo que le parecía una prueba irrefutable al general Feraud. Jamás se le pasó por la cabeza que un hombre vivo pudiera elegirla a propósito. Era inconcebible, estaba más allá de cualquier hipótesis lógica, no había motivos para imaginar otra razón y debía añadirse además, que los pies del general D’Hubert con las puntas hacia arriba parecían perfectamente muertos. El general Feraud cargó sus pulmones para pegar un buen grito a sus testigos pero, aunque le pareció que era un exceso de precauciones, decidió mejor esperar un momento.
“Antes comprobaré si aún respira”, murmuró para sí mismo y perdió descuidadamente el amparo del árbol. Aquél movimiento fue percibido de inmediato por el general D’Hubert. Consideró que se trataba de otro cambio pero se inquietó cuando las botas salieron del campo que abarcaba el espejo. El general Feraud se había movido apenas del cuadro pero su adversario no podría haber imaginado que se dirigía hacia él completamente despreocupado. El general D’Hubert, que comenzaba a inquietarse por no saber qué había sido del otro, fue tomado tan completamente por sorpresa que el primer aviso de peligro fue la sombra larga y matutina de su enemigo proyectándose de manera oblicua sobre sus piernas estiradas. ¡Ni siquiera había oído las pisadas sobre la hierba que había entre los árboles!
Aquello fue demasiado, hasta para su frialdad. Se puso de pie de un salto, dejando sus pistolas en el suelo. El inexorable instinto del hombre común (a menos que esté completamente paralizado por el desconcierto) lo hubiese obligado a inclinarse a buscar sus pistolas pero de esa manera hubiera quedado demasiado expuesto a recibir un disparo. El instinto, está claro, es irreflexivo, ésa es justamente su definición. Tal vez valdría la pena investigar si en la personas reflexivas, los impulsos mecánicos del instinto no están en verdad afectados por el modo de pensar más habitual. En sus días de juventud, Armand D’Hubert, el hombre ahora reflexivo de prometedora carrera, había opinado alguna vez que “en la guerra jamás se pierde el tiempo repasando los errores”. Aquella idea, desarrollada y defendida en numerosas discusiones, se había fijado en su mente como un concepto natural y se había vuelto parte de su identidad. Ya fuera porque esa idea se había arraigado tanto que había terminado alcanzando los impulsos de su instinto, o porque simplemente, como él declararía más tarde, estaba “demasiado asustado como para recordar las malditas pistolas”, el hecho es que el general D’Hubert jamás se agachó a recogerlas. En vez de retractarse de su error, se agarró al tronco áspero con las dos manos y le dio la vuelta tan rápido que, al mismo tiempo que sonaba el disparo de la otra pistola, reaparecía del otro lado del árbol cara a cara frente el general Feraud. Éste, completamente descolocado por aquella muestra de agilidad de parte de un hombre muerto, estaba temblando. Un velo de niebla apenas visible se extendía ante su rostro, que mostraba un gesto extraordinario como si se le hubiera desencajado la mandíbula.
—¡No fallé! —chilló con la voz ronca desde el fondo de la garganta reseca.
Aquel grito siniestro rompió el hechizo que había entumecido los sentidos del general D’Hubert.
—Sí, ha fallado à bout portant —se oyó decir casi antes de recobrar del todo el control de sus facultades. El cambio en los sentimientos estuvo acompañado por una ráfaga de furia homicida que condensaba en su violencia el resentimiento acumulado durante toda una vida. A lo largo de los años, el general D’Hubert había sufrido la exasperación y la humillación de aquel atroz disparate que le había sido impuesto por el capricho brutal de aquel hombre. El general D’Hubert había estado en aquella última ocasión demasiado reticente a enfrentarse a la muerte, por lo que su angustia adquirió de pronto la forma del deseo de matar.
—Y aún me quedan mis dos tiros —dijo despiadadamente.
El general Feraud hizo sonar los dientes y su rostro asumió una expresión impávida, furiosa.
—¡Adelante! —gritó con un tono grave.
Aquéllas hubieran sido sus últimas palabras si el general D’Hubert hubiese tenido sus pistolas en las manos, pero las pistolas seguían en el suelo en la base de un pino. El general D’Hubert tuvo el segundo libre necesario para recordar que había sentido miedo de la muerte no como un hombre, sino como un enamorado; no como una amenaza, sino como algo contrario a sus propósitos; no como el final de la vida, sino como un obstáculo para el matrimonio. ¡Pero allí estaba su enemigo vencido, definitivamente vencido, aplastado, acabado!
Levantó las pistolas con un gesto casi mecánico y, en vez de disparar al pecho del general Feraud, pronunció en voz alta las palabras que dominaban sus pensamientos.
—A partir de ahora se han acabado los duelos para usted.
Su tono pausado de inefable satisfacción fue demasiado para el estoicismo del general Feraud.
—¡No pierda el tiempo, entonces, maldito dandi de sangre fría! —vociferó de pronto con la cara inalterable y erguida sobre el cuerpo rígido.
El general D’Hubert le quitó los seguros a las pistolas con cuidado. Y el procedimiento fue observado por el otro general con sentimientos confusos.
—Ha fallado dos veces —dijo el vencedor fríamente y apoyó las dos pistolas en una mano— y la segunda apenas a medio metro de distancia. Según todas las leyes del combate su vida me pertenece, pero eso no significa que quiera disponer de ella ahora.
—No necesito su paciencia —murmuró el general Feraud con tristeza.
—Permítame que le aclare que eso no es de mi incumbencia —dijo el general D’Hubert, y cada una de sus palabras fue dictada por sentimientos de la máxima delicadeza. Si hubiese estado furioso podría haber matado a aquel hombre, pero a sangre fría evitaba, con una muestra de generosidad, humillar a aquel ser irracional—. Un soldado colega de la Grande Armée, un compañero en las glorias y en los fracasos de la gran épica militar no pretenderá decirme lo que debo hacer con lo que es mío.
El general Feraud lo miró sorprendido y el otro continuó.
—Por una disputa de honor usted me ha obligado a estar a su disposición, como he hecho, durante quince años. Muy bien. Ahora que el asunto se ha resuelto a mi favor, haré lo que me plazca con su vida siguiendo el mismo principio. Usted estará a mi disposición hasta que yo lo decida, ni más ni menos. Usted debe cumplir su palabra de honor hasta que yo se lo diga.
—¡Lo estoy! ¡Pero sacrebleu! ¡Es una posición absurda para un general del Imperio! —gritó Feraud con un tono de convicción profunda y abatida—. ¡Me obliga a pasar sentado el resto de mi vida con una pistola cargada esperando que su palabra llegue! Es… es estúpido. Seré objeto de burlas.
—¿Absurda? ¿Estúpido? ¿Lo cree? —cuestionó el general D’Hubert con una gravedad irónica—. Tal vez lo sea, pero no veo la manera de evitarlo. De todas formas, lo más probable es que yo no comente esta aventura por ahí. Nadie necesita enterarse jamás. Igual que nadie, creo, se ha enterado hasta hoy el origen de nuestro duelo… No se diga ni una palabra más —decidió de golpe—, en verdad no puedo discutir estos asuntos con un hombre que, por lo que a mí concierne, no existe.
Cuando los dos duelistas salieron al claro, el general Feraud caminando un poco detrás y con el aspecto de estar como en trance, los testigos se acercaron apresurados cada uno desde su sitio en el lindero del bosque. El general D’Hubert se dirigió hacia ellos hablando alto y con claridad:
—Messieurs, declaro solemnemente ante ustedes, y en presencia del general Feraud, que nuestra disputa ha sido solucionada al fin y para siempre. Pueden hacérselo saber al resto del mundo.
—¡Una reconciliación! —exclamaron los dos a la vez.
—¿Reconciliación? No exactamente. Es algo que nos vincula mucho más. ¿No es así general?
El generalFeraudapenas bajó la cabeza en señal de asentimiento. Los dos veteranos se miraron entre sí. Más tarde aquel día, cuando se quedaron solos y lejos del oído de su malhumorado amigo, el coracero dijo:
—Por lo general, con mi único ojo llego a ver tan lejos como la mayoría de personas, pero esto me supera ampliamente. Y él no creo que nos vaya a decir nada.
—En este asunto de honor, creo que desde el principio ha habido siempre algo que nadie en el ejército ha podido descifrar —declaró el chasseur de la nariz cortada—: ha comenzado misteriosamente, ha continuado misteriosamente y, por lo visto, va a concluir misteriosamente.
El general D’Hubert caminó hasta su casa con pasos largo y apresurados, de ninguna manera enaltecidos por el sentimiento de éxito. Había triunfado pero aun así no le parecía que hubiera obtenido mucho con aquel triunfo. La noche anterior había sopesado con rencor los riesgos de su vida y le había parecido valiosa, digna de ser preservada porque existía en ella la oportunidad de ganar el amor de una muchacha. Hubo momentos en los que, debido a un maravilloso espejismo, aquel amor ya parecía pertenecerle y su amenazada vida era una oportunidad mayor de demostrarlo, pero, ahora que su existencia estaba a salvo, había perdido de repente toda su grandeza particular. A cambio había ganado un aspecto de tensión especial, una trampa en la que podía acabar exponiendo su indignidad. Ahora comprendía que la verdadera naturaleza del maravilloso espejismo del amor que le había invadido un instante durante las agitadas horas de la noche, y que podrían haber sido sus últimas en la tierra, no había sido más que el delirante paroxismo de la soberbia. Para aquel hombre —tranquilo ya gracias a su victoria en el duelo— la vida parecía desprovista de encanto sencillamente porque ya no estaba amenazada.
Como entró a la casa por detrás, atravesando el huerto de árboles frutales y el jardín que había frente a la cocina, no se dio cuenta de la agitación que había en el frente. No se cruzó con nadie. Solo mientras atravesaba el pasillo se percató de que la casa ya había amanecido y estaba más ruidosa de lo habitual. Oyó que abajo llamaban a los criados y el sonido confuso de idas y venidas. Preocupado, notó que la puerta de su propio cuarto estaba entornada aunque las ventanas aún no habían sido abiertas. Había deseado que su excursión al amanecer pasara desapercibida y creyó que iba a encontrar a algún criado que acabara de entrar, pero el sol que irrumpía por las grietas de siempre le permitió distinguir un bulto sobre el diván más bajo, tenía la forma de dos mujeres abrazadas. De él salían lágrimas y murmullos de desolación. El general D’Hubert abrió violentamente el par de persianas que tenía más cerca. Una de las mujeres se puso de pie de un salto. Era su hermana. Quedó parada un instante con el pelo desordenado y los brazos levantados sobre la cabeza, y por fin se arrojó a sus brazos con un grito reprimido. Él le devolvió el abrazo, pero al mismo tiempo intentó deshacerse de ella. La otra mujer no se había puesto de pie, parecía, al contrario, aferrarse aún más al diván y ocultar su cara en los almohadones. También tenía el pelo desarreglado, maravillosamente rubio. El general D’Hubert la reconoció impactado. Mademoiselle de Valmassigue! ¡Adele! ¡Y angustiada!
Se alarmó muchísimo y logró separarse de su hermana. La señora Leonie estiró su brazo desnudo fuera del peignoir y señaló con dramatismo hacia el diván.
—Esta pobre chica asustada se ha apresurado a venir a pie desde su casa, tres kilómetros… corriendo sola todo ese camino.
—¿Qué diablos ha sucedido? —preguntó el general D’Hubert en voz baja y agitada.
Pero la señora Leonie continuó en voz alta.
—Tocó la campana grande de la puerta del frente y despertó a toda la casa, aún estábamos durmiendo, podrás imaginarte qué susto tan terrible… Adele, pequeña, ponte derecha.
La expresión del general D’Hubert no era la de un hombre con un gran poder de “imaginación”. Supuso, aun así, que aquel caos de malentendidos tal vez se había producido porque su futura suegra había muerto de pronto, aunque desechó la idea al instante. No podía encontrar ningún otro evento o catástrofe que justificara que la señorita de Valmassigue, que vivía en una casa llena de sirvientes, tuviera que llevar corriendo ella misma una noticia a través de tres kilómetros del campo.
—¿Pero por qué están en mi habitación? —musitó lleno de temor.
—Por supuesto, subí corriendo a ver y esta niña… no me di cuenta… me siguió. Es por culpa de ese estúpido chevalier —continuó la señora Leonie, mirando hacia el diván—, mírala, se le ha deshecho todo el peinado, y como podrás imaginar, no llamó a una criada para que la preparara antes de salir corriendo… Adele, querida, debes enderezarte. Le contó toda la historia a las cinco y media de la mañana. Ella se había levantado temprano y había abierto las persianas para que entrara el aire fresco, y descubrió entonces a su tío derrumbado en un banco del jardín, al final del camino principal. ¡A esa hora, te imaginas! La noche anterior había dicho que se sentía mal. Ella se vistió apresuradamente y salió volando hacia donde se encontraba él. Cualquiera se preocuparía por mucho menos. Él la quiere, pero no es muy inteligente. El pobre viejo había pasado la noche levantado y completamente vestido, estaba exhausto. No tenía fuerzas para inventar una historia creíble… ¡Vaya confidente has elegido! Mi marido estaba furioso. Me dijo: “No podemos intervenir ahora”. Así que nos sentamos a esperar. Fue espantoso. Y esta pobre niña que vino corriendo hasta aquí con el pelo desarmado. Algunas personas del campo la vieron. Despertó a toda la casa, todo esto es muy incómodo para ella; gracias a Dios ya tenían fecha para casarse la semana próxima… Adele, levántate. Armand ha regresado a casa por su propio pie… Pensábamos que te íbamos a encontrar en una camilla, qué se yo. Ve a ver si el carruaje está listo, tengo que llevarla a su casa de inmediato; para ella no es conveniente que se quede ni un minuto más aquí.
El general D’Hubert no se movió. Daba la sensación de que no había escuchado ni una palabra. La señora Leonie cambió de idea.
—Iré a ver yo misma —gritó— y necesito mi capa. Adele… —comenzó a decir, pero no llegó a terminar la frase “levántate”. Salió de cuarto diciendo en voz alta y clara—: Dejo la puerta abierta.
El general D’Hubert hizo el ademán de acercarse al diván, pero entonces Adele se enderezó y eso lo detuvo por completo. Pensó: “No me he lavado esta mañana, debo parecer un viejo vagabundo. Hay tierra en la parte de atrás de mi abrigo y tengo agujas de pino en el pelo”. Le pareció que aquella situación requería de una gran cautela por su parte.
—Estoy muy preocupado, mademoiselle —comenzó a decir vagamente, pero abandonó ese tono—. Ella estaba sentada en el diván con la espalda enderezada, las mejillas inusualmente enrojecidas y el pelo, brillante y rubio, caía sobre sus hombros, una imagen totalmente inédita para el general. Se alejó unos pasos y mirando por seguridad hacia el otro lado de la ventana dijo, con un tono de sincera desesperación —temo que usted considere que me he comportado como un loco—, luego se dio la vuelta y descubrió que ella lo había seguido con los ojos. Ninguno de los dos bajó la mirada. Aquella expresión en la cara de ella también era nueva para él; se podía decir que los gestos se habían invertido. Ahora aquellos ojos lo miraban con una atención grave, mientras las suaves líneas de su boca parecían contener una sonrisa. Ese cambio volvía su notable belleza menos misteriosa, pero más accesible para un hombre. Al general lo invadió una paz espiritual extraordinaria y también cierta tranquilidad respecto a su conducta. Comenzó a caminar por la habitación con la misma excitación agradable con la que habría caminado a través de un batallón que exhudara fuego, muerte, humo. Luego se detuvo y miró con ojos sonrientes a la muchacha cuyo casamiento con él (la semana próxima) había sido tan cuidadosamente arreglado por la sabia, sensible y admirable Leonie.
—¡Ah, mademoiselle! —dijo con un tono de amable tristeza—, ¡si tan solo tuviera la certeza de que usted no ha venido esta mañana hasta aquí, corriendo tres kilómetros, únicamente por cariño a su madre!
Esperó la respuesta con entereza, aunque eufórico en su interior, y la respuesta llegó con un murmullo modesto, mientras las pestañas bajaban, generando un efecto fascinante.
—No sea méchant, además de loco.
Entonces el general D’Hubert hizo un movimiento impulsivo hacia el diván que nadie hubiese sido capaz de detener. Aquel mueble no podía verse directamente desde la puerta, pero la señora Leonie, que regresaba envuelta en una capa liviana y cargando en un brazo un chal de encaje para que Adele cubriera con él su incriminatorio peinado, tuvo la fugaz impresión de que su hermano se levantaba de sus rodillas.
—Vamos, querida —gritó desde la puerta.
El general, habiendo recobrado ahora el dominio total de sus sentidos, mostró la preparación y los recursos de una oficial de caballería, la responsabilidad de un líder.
—No pretenderás que camine hasta el carruaje —dijo, indignado—, no está en condiciones. La llevaré en brazos hasta el coche.
Lo hizo muy despacio, seguido por su asustada y respetuosa hermana, pero regresó a su cuarto rápidamente como un torbellino para borrar todos los signos de aquella noche de angustias y aquella mañana de duelo, y para ponerse los atavíos festivos de un conquistador antes de salir apresurado hacia la otra casa. De no haber sido por eso, el general D’Hubert habría sido capaz de cabalgar hasta encontrar a su antiguo adversario solo para darle un abrazo por aquel exceso de felicidad. “Y se lo debo todo a ese bruto estúpido —pensó—. En una mañana he aclarado lo que de otra forma me hubiera llevado años descubrir por mi timidez. No tengo confianza en mí mismo, no soy más que un enorme cobarde. ¡Y el chevalier! ¡Ese viejo maravilloso!”. El general D’Hubert sintió ganas de abrazarlo también a él.
Pero el chevalier estaba en cama. Estuvo enfermo varios días. Los hombres del Imperio y las muchachas de la posrevolución eran demasiado para él. Se levantó un día antes de la boda y, dado que era de naturaleza curiosa, se apartó con su sobrina para conversar tranquilos. Le aconsejó que descubriera a través de su marido el verdadero origen de aquel duelo de honor cuya reclamación, tan imperiosa y persistente, la había dejado a ella a un par de centímetros de la tragedia.
—Es justo que la esposa sea informada. Dentro de un mes, más o menos, será un buen momento para que sepas de su boca todo lo que desees saber, querida.
Más tarde, cuando la pareja de recién casados fue a visitar a la madre de la novia, la señora generala D’Hubert le comentó a su querido y viejo tío la verdadera historia que había obtenido sin dificultad de parte de su esposo.
El general la escuchó con atención hasta el final, tomó una pizca de tabaco, sacudió los granos contra la pechera de su camisa y preguntó, con calma:
—¿Y eso era todo?
—Sí, tío —respondió la señora generala abriendo mucho los ojos—, ¿no es gracioso? ¡C’est insensé, de lo que son capaces los hombres!
—Bueno… —comentó el viejo emigré—, depende de qué clase de hombres estemos hablando. Esos soldados de Bonaparte eran unos salvajes. Es insensé, pero como esposa, querida, debes creer lo que dice tu marido sin cuestionarlo.
Aun así el chevalier le confesó su verdadera opinión al marido de Leonie.
—No es más que una patraña que ese hombre se inventó para su mujer durante su luna de miel, y no solo eso, puedes estar seguro de que nadie sabrá nunca el secreto de aquel duelo.
Mucho tiempo después, el general D’Hubert consideró que había llegado el momento propicio de escribirle una carta al general Feraud. La carta comenzaba sin ningún rencor.
“Durante todo el tiempo que duró nuestro deplorable duelo, jamás deseé su muerte —escribió el general barón D’Hubert—. Permítame —continuaba— que le devuelva por completo su perdida existencia. Sería correcto que ambos, que hemos sido compañeros en tantas glorias militares, nos mostremos amistosos en público”.
La carta contenía además algunos datos domésticos. Fue debido a esto último que el general Feraud le contestó desde un pequeño pueblo junto a las orillas del Garona, con las siguientes palabras:
“Si el nombre de alguno de sus hijos hubiese sido Napoleón o Joseph, o incluso Joachim, le hubiera felicitado con mayor sinceridad por el acontecimiento. Como ha considerado más apropiado darles los nombres de Charles, Henri y Armand veo confirmadas mis sospechas de que usted jamás quiso al emperador; pensar en aquel héroe sublime encadenado a una piedra en el medio del océano feroz convierte mi vida en algo de tan poco valor que con alegría aceptaría sus órdenes de volarme la cabeza. Por una cuestión de honor no pienso en suicidarme, pero conservo una pistola siempre cargada en el cajón”.
La señora generala D’Hubert levantó las manos desesperada tras leer aquella respuesta.
—¿Lo ves? Jamás se reconciliará conmigo —le dijo su esposo—. Nunca, bajo ninguna circunstancia, debe descubrir de dónde sale el dinero. No serviría de nada, no lo podría soportar.
—Eres un brave homme, Armand —dijo gratificada la señora generala.
—Querida, tenía el derecho a volarle los sesos, pero, como no lo hice, no podemos permitir que ahora se muera de hambre. Se ha quedado sin su pensión y es totalmente incapaz de hacer nada por sí mismo: debemos cuidarlo en secreto hasta el final de su vida. ¿Acaso no le debo el momento más exultante de la mía? ¡Ja, ja, ja! ¡Cruzaste corriendo un prado de tres kilómetros! ¡No lo podía creer cuando lo escuché…! Si no hubiese sido por su estúpida furia, me hubiese llevado años descubrirlo. Es extraordinario cómo, de una manera o de otra, este hombre ha conseguido conquistar hasta el más profundo de mis sentimientos. FIN.
Selección de cuentos: Pablo Marcó. (12-05-24).