El fusilamiento de Dorrego, «un extravío irreparable» de Lavalle
Por Felipe Pigna / El Historiador
El 13 de diciembre de 1828 el coronel Manuel Dorrego, gobernador y capitán general de la provincia de Buenos Aires, moría fusilado en Navarro por orden del general unitario Juan Galo de Lavalle sin proceso ni juicio previo. El mismo día, Lavalle informó a Buenos Aires: “Participo al gobierno delegado que el coronel don Manuel Dorrego acaba de ser fusilado por mi orden, al frente de los regimientos que componen esta división. La historia, señor ministro, juzgará imparcialmente si el coronel Dorrego ha debido o no morir… Quisiera persuadirse el pueblo de Buenos Aires que la muerte del coronel Dorrego es el sacrificio mayor que puedo hacer en su obsequio”.
Pero mucho antes de que el juicio de la historia cayera pesado sobre el autor del crimen de Navarro, el propio Lavalle debió enfrentarse con su propia conciencia. El texto que reproducimos en esta oportunidad contiene testimonios que recogen el remordimiento que torturaba al líder unitario doce años después del fusilamiento.
Manuel Dorrego, un militar independentista de la primera hora, se había probado el traje de gobernador de la provincia de Buenos Aires durante unos meses en 1820, pero ya en agosto de 1827, tras la renuncia de Rivadavia a la presidencia y la desintegración del efímero poder central, había reasumido para orientar los designios de un país desintegrado y derrotado en la guerra contra el Imperio de Brasil.
Como encargado de las relaciones exteriores del país, Dorrego selló la paz con Brasil y reconoció la independencia absoluta de la Banda Oriental. Pero para entonces, ya tenía un amplio espectro de adversarios. En primer lugar, aquellos simpatizantes del disuelto gobierno nacional: los unitarios. En segundo lugar, numerosos grupos del ejército que, al finalizar la guerra, se verían relegados de la principal escena política.
Su primera derrota tuvo lugar en las elecciones legislativas de finales de 1827. Un año más tarde, el 1º de diciembre de 1828, debió enfrentar una amplia conspiración. Juan Lavalle fue quien la encabezó, secundado por Salvador María del Carril, Juan Cruz Varela, Valentín Alsina, Ignacio Álvarez Thomas y José María Paz, entre otros.
Tras el alzamiento del 1º de diciembre, Dorrego se refugió en las afueras de la ciudad, más precisamente en Cañuelas. El 9 de diciembre, se encontraron en Navarro, 100 kilómetros al sudoeste de la capital, las tropas de Dorrego y las de Lavalle. El triunfo fue para estas últimas y el líder federal fue tomado prisionero.
En esas circunstancias, Dorrego solicitó el destierro a los Estados Unidos, propuesta que no desagradaba a muchos de los líderes rebeldes y que reclamaron diplomáticos ingleses y franceses. El mismo general y terrateniente Díaz Vélez había considerado en carta a Lavalle: “…estoy persuadido de que Dorrego no debe morir. Los males que ha causado son grandes, pero la dignidad del país, a mi ver, así lo exige”.
Pero hombres como Juan Cruz Varela y Salvador María del Carril empujaban en otra dirección. Este último escribió sin eufemismos a Lavalle un día antes de que el “león de Riobamba” decidiera la ejecución: «La prisión del general Dorrego es una circunstancia desagradable; ella lo pone a usted en un conflicto difícil. La disimulación en este caso después de ser injuriosa será perfectamente inútil al objeto que me propongo. Hablo del fusilamiento de Dorrego. Hemos estado de acuerdo en ella antes de ahora. Ha llegado el momento de ejecutarla. Prescindamos del corazón en este caso. La Ley es que una revolución es un juego de azar, en la que se gana la vida de los vencidos. Si usted, general, la aborda así, a sangre fría, la decide; si no, yo habré importunado a usted; habré escrito inútilmente, y lo que es más sensible, habrá usted perdido la ocasión de cortar la primera cabeza de la hidra, y no cortará usted las restantes. Nada queda en la República para un hombre de corazón».
Con un poco más de sutileza, aunque con la misma claridad, escribía Juan Cruz Varela a Lavalle, contribuyendo a hacer irreconciliables las diferencias que iban sumiendo a estas tierras en una guerra fratricida: “Después de la sangre que se ha derramado en Navarro, el proceso del que la ha hecho correr está formado: ésta es la opinión de todos los amigos de usted… (…) Este pueblo espera todo de usted y usted debe darle todo. Cartas como esta se rompen”.
Lavalle, como se lamentaba en el fragmento que a continuación reproducimos, se vio fuertemente influenciado por “los hombres de casaca negra”: “ellos, con sus luces y su experiencia, me precipitaron en ese camino, haciéndome entender que la anarquía que devoraba a la gran República, presa del caudillaje bárbaro, era obra exclusiva de Dorrego. Más tarde, cuando varió mi fortuna, se encogieron de hombros…”.
Adolfo Saldías sentenciará en su Historia de la Confederación Argentina: “El general Lavalle apeló al juicio de la posteridad… Este juicio no le alcanzó en vida. La pasión política o lo lapidó quince años consecutivos, o lo levantó a la altura de las personalidades heroicas. Él llevó hasta la tumba el remordimiento de ese extravío de su patriotismo exacerbado por quienes tan incapaces fueron para fundar nada estable en lo sucesivo… Hechos como el fusilamiento del gobernador Dorrego no se discuten: se condenan en nombre de la libertad, a la que insultan, y en homenaje a la patria, a quien enlutan”.
Fuente: Ángel Justiniano Carranza, El general Lavalle ante la justicia póstuma, Buenos Aires, Igon Hermanos Editores, 1909, págs. 75-85.
La ejecución de Dorrego ha sido el acto más vituperado de la vida pública de Lavalle. Es evidente que exasperado este general por las pasiones de un combate fratricida e inducido por instigaciones poderosas, que suponía emanadas del patriotismo y de la previsión política, pensó que era de su deber, como jefe del Estado, eliminar aquella entidad peligrosa para reorganizar la nación desquiciada. (…)
Lavalle, educado en medio del sacudimiento de la América, y alumno de las batallas, no puede estar sujeto a medida igual a la de un estadista contemplativo, que encerrado en su gabinete atraviesa una tranquila existencia. Si a esto se agregan los incentivos del espíritu de partido, (…) nos explicaremos el vértigo que se apoderó de su cabeza al asumir con osadía y aceptar sin reserva una responsabilidad que en verdad, está muy dividida, declarando noblemente que mandó ejecutar al coronel Dorrego, porque lo creyó indispensable a la salud pública, y que se entregaba al fallo de la historia…
Pero el año 40, Lavalle (…) [repitió] a los que le rodeaban que su anhelo, al volver a la vida pública, era colmar de beneficios a la familia de Dorrego, y hacer la más ejemplar expiación de un extravío irreparable. 1 “…A fines de 1839, dice otro testigo fidedigno, mientras el ejército se organizaba en la provincia de Corrientes para abrir la cruzada libertadora, una siesta en que Lavalle se paseaba agitado, delante de los que componíamos el cuartel general, deteniéndose de pronto, exclamó con aire arrogante: ‘Señores: ¿saben ustedes qué día es hoy?’ Varios contestaron que ignoraban, pues no tenían almanaque. ‘No, señores’, añadió, ‘pregunto la fecha del mes’. Como todos quedamos en silencio, prosiguió: ‘Hoy es 13 de diciembre, aniversario del fusilamiento del gobernador Dorrego por mi orden’.
Al pronunciar estas palabras, levantó la voz y llevó la mano al pecho: ‘sí, por mi orden’, repitió, paseando la mirada sobre todos los presentes. ‘Señores, ¿qué significa este «por mi orden», de un mozo valiente de treinta años, que por disponer de 500 lanzas, atropella las instituciones para quitar del medio al primer magistrado, al Capitán General de una provincia?… Dorrego debió morir o Juan Lavalle; no había remedio; la anarquía se entronizaba. Yo fui más feliz, lo vencí; ¡qué digo! más desgraciado… ¿acaso no había formalidades que llenar, no había leyes? ¡Ah! Señores, yo he sido el que abrió la puerta a Rosas, para su despotismo y arbitrariedades sin ejemplo. Los hombres de casaca negra, ellos, ellos, con sus luces y su experiencia me precipitaron en ese camino, haciéndome entender que la anarquía que devoraba a la gran República, presa del caudillaje bárbaro, era obra exclusiva de Dorrego. Más tarde, cuando varió mi fortuna, se encogieron de hombros… Pero ellos al engañarme, se engañaban también, porque no era así. Dorrego sólo explotó en su beneficio, el mal que estaba arraigado en el país, como se ha visto después’. Y haciendo una pausa, continuo: ‘Si algún día volvemos a Buenos Aires, juro sobre mi espada y por mi honor de soldado que haré un acto de expiación como nunca se ha visto; sí, de suprema y verdadera expiación…’. Y bajando la cabeza quedo taciturno y siguió paseándose”. 2
En el mes de agosto de 1840, pasando Lavalle por el partido de Navarro al frente del ejército en su marcha sobre esta ciudad, pernoctó en la estancia de Almeira, donde había acampado en otro tiempo.
“Esa tarde — consigna el general Iriarte en unas Notas— yo le acompañaba y no bien nos apeamos, reconoció el general, entre los curiosos que se juntaron de las inmediaciones, al encargado o mayordomo del establecimiento, que hacía doce años no le veía. Poco después, al entrar en la habitación, donde en 1828 firmó la orden contra Dorrego, enmudeció y meditó amargamente, diciéndome luego: ‘amigo mío, ¿cuándo llegaremos a Buenos Aires, para rodear de respeto y consideración a la viuda y a las huérfanas del coronel Dorrego? Más tarde se trajeron dos catres, pero el general no pegó los ojos en toda esa noche, sintiéndolo yo fumar o revolverse en la cama y suspirar de continuo. Al siguiente día de madrugada, continuamos la marcha, y guardó silencio por largo rato.”
Referencias:
1 Conversación con el Dr. Lamas, uno de sus amigos íntimos.
2 Apuntes de D. Jacinto R. Peña, corroborados por el general Chenaut, testigos presenciales, como también los señores Terrada, Aquino, Lafuente, Arana, Elías, Rodríguez, Evaristo Larravide, Juan del Pino, Vicente Rivero, etc., etc. (13-12-22).