LA DORREGO

Strassera, fuera del cine

NOTA ESCRITA POR DIEGO KENIS EN EL COHETE A LA LUNA

Argentina, 1985 continúa llenando salas en todo el país y se prepara para su conversión al consumo de las plataformas a demanda. En el hecho colectivo de los cines o en la individualidad de las pantallas chicas se recuperan así algunos de los testimonios ofrecidos por sobrevivientes y familiares en el juicio contra los máximos responsables militares de la última dictadura.

Pese o por eso, el éxito de la película de Santiago Mitre presenta el desafío de completar sus huecos y problematizar sus sesgos. Tal vez el principal surja en torno a la figura protagónica del fiscal de aquel juicio, Julio Strassera, a quien interpreta Ricardo Darín. El film, que concluye con la noticia de las condenas y absoluciones, no relata sus conductas y decisiones posteriores.

Strassera falleció en 2015, poco después de defender públicamente al ex juez marplatense Pedro Hooft, acusado de encubrir los secuestros de abogados laboralistas en el episodio que se conoce como “La noche de las corbatas”. Días antes de su muerte, y luego de la de Alberto Nisman, concedió una entrevista al diario Clarín para afirmar que no creía en la hipótesis de su suicidio, caracterizar a la procuradora Alejandra Gils Carbó como “ariete del Poder Ejecutivo en la Justicia” y comparar al entonces jefe de gabinete Jorge Capitanich con el ministro de propaganda nazi Joseph Goebbels.

Las críticas de Strassera a Gils Carbó parecen un ejercicio de proyección: él sí cedió a las presiones del secretario de Justicia alfonsinista, Ideler Tonelli, cuando –a diferencia de su colega de Bahía Blanca, Hugo Cañón– desistió de reclamar la declaración de inconstitucionalidad de la ley conocida como de “Obediencia Debida”, que cerró los caminos para juzgar a todos los posibles responsables del terrorismo de Estado.

Argentina, 1985 tampoco explora la actuación de Strassera durante la dictadura, cuando ya se desempeñaba como fiscal. Sólo se insinúa en una breve escena de discusión con Luis Moreno Ocampo, encarnado por Peter Lanzani.

“Si Strassera no estuviera muerto, hubiéramos pedido su indagatoria por su participación en la Masacre en el Pabellón Séptimo”, expresó en redes sociales la abogada Claudia Cesaroni, integrante del Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos (CEPOC). Cesaroni es autora del libro que lleva por título el modo en que se conoció al hecho y abogada querellante en la causa que lo investiga.

Argentina, 1978
A mediados de marzo de 1978, al menos 64 personas fueron asesinadas en el interior del séptimo pabellón de la cárcel de Villa Devoto por unos 40 agentes del Servicio Penitenciario Federal. Los penitenciarios dispararon armas de fuego y gases lacrimógenos que, combinados con el kerosene que alimentaba a los calentadores del penal, produjeron un incendio que tomó a los colchones con que los internos habían intentado resistir. Las puertas cerradas por los guardiacárceles terminaron de dar forma a la masacre.

El número de víctimas fatales no se conoce con exactitud por la naturaleza del plan clandestino del terrorismo de Estado. La historia de un grupo de presos que protagonizaron luego una fuga del penal, y afirmaron haber pasado en su huida sobre huesos humanos, alimenta las sospechas de que los muertos fueron más, como aseguran varios de los sobrevivientes.

La causa judicial se cerró a poco de abrirse. Primero transitó idas y vueltas entre la Justicia ordinaria y la federal. La intervención inicial correspondió a Guillermo Rivarola, del Juzgado Federal 3. Rivarola fue el mismo magistrado que actuó en la causa por los asesinatos de tres sacerdotes y dos seminaristas palotinos en 1976. El periodista Eduardo Kimel relató en su libro sobre el hecho que Rivarola “cumplió con la mayoría de los requisitos formales de la investigación, aunque resulta ostensible que una serie de elementos decisivos para la elucidación del asesinato no fueron tomados en cuenta. La evidencia de que la orden del crimen había partido de la entraña del poder militar paralizó la pesquisa, llevándola a un punto muerto”. El juez lo querelló y el reclamo de Kimel –patrocinado por el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), que presidía Horacio Verbitsky– llegó a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que con su fallo impulsó la eliminación del delito de calumnias e injurias contra periodistas en cuestiones de interés público.

En el caso por la Masacre en el Pabellón Séptimo, la intervención de Rivarola fue similar. Tras efectuar unas pocas diligencias formales, se declaró incompetente. El fiscal actuante ante el juzgado era Strassera, que no solicitó medida alguna. Su primera participación fue el 29 de mayo de 1978, para dictaminar que la investigación no debía corresponder al fuero federal. A partir de allí, la causa reunió sucesivas declaraciones de incompetencia. En 1979, la Corte determinó que el hecho debía ser investigado por la Justicia ordinaria.

El expediente recayó entonces en el Juzgado de Instrucción 28 a cargo de Jorge Valerga Aráoz, que en 1985 sería uno de los jueces en el Juicio a las Juntas. En una página y media, Valerga Aráoz sobreseyó la causa, equiparando –en un anticipo de lo que sería la “teoría de los dos demonios”– las versiones de sobrevivientes y de victimarios. No tomó declaración alguna, ni evaluó las que ya obraban en el expediente. “Los presos declararon ante el propio personal penitenciario. Aun en esas condiciones, muchos de ellos contaron lo que había pasado”, destaca Cesaroni, entrevistada por El Cohete. El documento de sobreseimiento firmado por el magistrado falsea los hechos al describir un auxilio de los bomberos, que no se produjo porque el personal penitenciario no permitió su ingreso.

Con la resolución de Valerga Aráoz, la causa fue archivada. En 2012, Cesaroni conoció a Hugo Cardozo, uno de los sobrevivientes de la Masacre. Comenzó a motorizarse entonces la solicitud del desarchivo, en representación y compañía del CEPOC, sobrevivientes y familiares. De la sola lectura de lo actuado “ya era evidente que las autoridades judiciales habían encubierto el hecho, ya sea por no hacer cosas o hacerlas mal”, relata la abogada querellante.

Crímenes de lesa humanidad
La represión en el penal de Villa Devoto se inició ante un hecho, en apariencia, menor. Jorge Tolosa, uno de los internos, se negó a apagar el único televisor disponible para más de un centenar y medio de presos. Ese acto de resistencia fue “absolutamente político”, indica Cesaroni, al explicar una de las razones por las que la querella considera que los crímenes perpetrados en el Pabellón Séptimo son de lesa humanidad.

“Esa pequeña resistencia no podía ser tolerada por el Servicio Penitenciario, que era parte del andamiaje del terrorismo de Estado, bajo la órbita del Primer Cuerpo de Ejército”, agrega. En la cárcel había más de mil presas políticas, que habían sido reunidas allí y recién pudieron brindar su testimonio con la reapertura de la causa. El penal estaba sobrepoblado y un acto de resistencia podía obrar como disparador. “Ahora fueron los presos comunes. No se hagan las locas ustedes”, les advertían expresamente los penitenciarios luego de la Masacre.

“Como ahora, faltaba poco para el Mundial. Con el agregado de que aquel Mundial se disputaría en la Argentina”, recuerda Cesaroni. El evento deportivo, que el seleccionado local terminó ganando, era visto por la dictadura como una oportunidad de reunir apoyo popular y diluir las denuncias en el exterior por las graves violaciones a los derechos humanos. No podía permitirse nada, ni siquiera la negativa a apagar un televisor, que revelara una resistencia contra el régimen.

En la madrugada de aquel 14 de marzo, un grupo de agentes penitenciarios pretendió llevarse a Tolosa de su celda. “Equiparo eso a un secuestro. Allí comienza, sin tomar rehenes ni lastimar a nadie, la resistencia colectiva. Es un acto político indudable, muy difícil en plena dictadura”, define Cesaroni.

A ese concepto se sumó un hallazgo, que contribuye a encuadrar los crímenes perpetrados como de lesa humanidad: en el marco de la causa que investiga delitos cometidos bajo el Plan Cóndor consta una denuncia formulada por el padre y la madre de Jorge Hernández Rodríguez, que aseguraban haber reconocido a su hijo en una de las tapas del diario Crónica que en los días siguientes cubrió lo ocurrido en Villa Devoto. Hernández Rodríguez, que no fue incluido en la lista oficial de víctimas, permanecía desaparecido desde dos años antes.

En 1979, Strassera había intervenido ante un recurso de hábeas corpus de la familia Hernández Rodríguez, al que terminó respondiendo en media carilla, producto de una mera práctica burocrática, abordándolo como un posible delito común.

Cuando Cesaroni solicitó la reapertura de la causa por la Masacre en el Pabellón Séptimo, el fiscal federal Federico Delgado descartó que se tratase de crímenes de lesa humanidad. Para ello, volvió a 1985: argumentó que lo ocurrido en el penal de Villa Devoto no se enmarcaba en los parámetros fijados por el Juicio a las Juntas, que se concentraba en los casos típicos de secuestros, asesinatos y desapariciones. Para Delgado, lo sucedido con presos comunes dentro de un penal federal no coincidía con esos criterios.

Su dictamen, que el juez Daniel Rafecas avaló por otras razones, implicaba que las violaciones a los derechos humanos perpetradas no prescribirían, pero deberían ser investigadas por la Justicia ordinaria. La sala 1 de la Cámara Federal, con los votos de Eduardo Freiler y Jorge Ballestero, rectificó esa decisión. El gobierno de Mauricio Macri se encargaría de dinamitarla.

Rafecas reinició entonces la investigación, que derivó en los procesamientos de cuatro agentes penitenciarios retirados. La asignatura pendiente, concluye Cesaroni, es la indagación en torno a las responsabilidades de miembros del Poder Judicial. Uno de ellos es Enrique Guanziroli, que en 1978 era secretario del juez Rivarola y luego pasó a integrar la Justicia Federal en Comodoro Rivadavia.

El informe Strassera
La tercera ocasión en que Cesaroni detectó el nombre de Strassera en un documento relevante de los tiempos dictatoriales no fue en su rol de querellante en la causa por la Masacre en el Pabellón Séptimo, sino al estudiar la historia del régimen penal de la minoridad.

En 1954, Juan Domingo Perón modificó el ordenamiento vigente desde 1921 y elevó la edad de punibilidad de los 14 a los 16 años. Dos décadas más tarde, en uno de sus primeros bandos, la última dictadura reformó buena parte del Código Penal y restableció el criterio previo al peronismo.

Durante el terrorismo de Estado, con el Congreso paralizado, la elaboración y el estudio de normas se restringieron a la denominada Comisión de Asesoramiento Legislativo. En 1980, al evaluar eventuales nuevos cambios en el régimen penal de la minoridad, la CAL requirió a todos los fiscales del país que informen si en sus jurisdicciones había menores bajo condenas por lo que entonces se denominaban delitos subversivos.

Una de las respuestas al pedido fue la del mendocino Otilio Romano, condenado a prisión perpetua en 2017. Romano aportó el nombre de Luz Faingold, de 17 años, que en realidad estaba desaparecida.

Strassera, extralimitándose a lo requerido, comunicó el caso de un adolescente que no había sido condenado, sino procesado y absuelto. “Fue un exceso de detalle, que no aplicaba a otras cosas”, denuncia Cesaroni.

La solicitud de la CAL no encontró casos de menores de 16 años bajo condenas, por lo obvio: las y los adolescentes en que enfocaba la persecución eran víctimas de un aparato clandestino de secuestros, desapariciones y asesinatos. Como ocurrió con Floreal Avellaneda, Mónica Santucho y Pablo Míguez, a quienes les arrebataron sus vidas cuando tenían entre 14 y 15 años.

* Los documentos incluidos en esta nota son gentileza de Claudia Cesaroni. (19-10-22).

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