Los 5 jinetes de la anticuarentena
Tipología política de los enemigos del distanciamiento social
Por Jorge Elbaum (*)
El último 25 de mayo se realizó una movilización en Plaza de Mayo en la que 200 manifestantes exigían el fin del distanciamiento social dispuesto por las autoridades gubernamentales. Ese mismo día se llevó a cabo una demostración motorizada de vecinos de barrios privados de Tigre que protestaban porque sus empleadas domésticas no pueden concurrir a cumplir con sus tareas. Ambas movilizaciones fueron reproducidas y viralizadas hasta el hartazgo por los aparatos de propaganda corporativos, alterados por el consenso mayoritario logrado en torno a la gestión llevada a cabo por el gobierno nacional.
Esas movilizaciones acotadas expresan a quienes en forma explícita o eufemizada se oponen a las medidas sanitarias aconsejadas por los epidemiólogos de todo el mundo. Sus seguidores –en Argentina– se agrupan en 5 colectivos diferenciados, aunque poseen vasos comunicantes entre ellos:
- Lxs economicistas neoliberales vasallos de la lógica monopólica-corporativa.
- Lxs libertarios ideologicistas, opuestos al poder del Estado.
- Lxs fundamentalistas religiosos, para quienes las normas ciudadanas son inferiores a sus interpretaciones de la ley divina.
- Lxs opositores partidarios, ansiosos por impedir el incremento de la reputación del gobierno y del Frente de Todes.
- Lxs narcisistas, incapaces de respetar las normas sociales de convivencia, que reivindican sus derechos personalísimos a costa de expandir potencialmente el contagio.
Los enemigos de la cuarentena han desarrollado una serie de argumentos endebles y confrontativos orientados a horadar la amplia legitimidad social de las regulaciones estatales. Sus voceros, sin embargo, son replicados y expandidos por las usinas de los poderes fácticos, angustiados más por el éxito de la política sanitaria que por la ampliación de la propia pandemia.
El primer grupo, alineado detrás de la ortodoxia neoclásica, se rige por una serie de preceptos tácitos que buscan ser disimulados detrás de disfraces varios, debido a la brutalidad que conllevan: El mercado es la única forma de regulación válida. Nadie puede impedir al empresario la continuidad de su negocio. Muchos de los economistas que tienen sitial preponderante y permanente en las polémicas en los bares actuales destilan esos apotegmas reñidos con los efectos del distanciamiento social. La libertad de los negocios –postulan– tiene per se un status originario independiente del contagio y de la muerte: ninguna pandemia puede impedir al capital su reproducción, so pena de violentar un hecho “natural”. La acusación de “dictadura”, “comunismo”, “autoritarismo” proviene de esta suposición: en la versión homologada del neoliberalismo virginal, todo lo que no responde a la autonomía para reproducir el capital es una violación del orden natural.
Una de las externalidades no buscadas de la pandemia permitió hacer visible esta evidencia, otrora disimulada detrás de la normalidad instituida. Al correrse el velo de la desesperada necesidad empresaria y la consecuente pérdida de control sobre la operatoria cotidiana, los discursos se han vuelto más fanáticos e irracionales. Como respuesta automatizada –siempre recurrente en relación con los gobiernos populares– se apela a la acusación de autoritarismo, al epíteto anacrónico de comunismo, o al más vigente de populismo. Todos sinónimos de una hostilidad no procesada políticamente. En forma análoga a otras coyunturas de la historia argentina, se demoniza a aquello que no coincide con los intereses hegemónicos. Todo lo que se opone a la libertad de mercado es pasible de ser denominado como salvaje, violento o brutal. Y aquello que beneficia a los sectores mayoritarios (y que limita el privilegio de los grupos concentrados) es definido como una posición represiva. El acostumbrado señorío de lo minoritario se define a sí mismo como una supremacía legitimada.
Libertarios y fundamentalistas
El segundo grupo, quienes sostienen razones de índole ideológico-libertarias, hace foco en el rol del Estado más que en la economía. Según sus postulados, el monstruoso Leviatán carece de derechos y de capacidad real para regular la libre circulación de bienes o de virus. Perciben a las instituciones gubernamentales como enemigas de su autonomía individual. En su lógica, la política –al pujar en forma colectiva, a partir de asociaciones partidarias– es un dispositivo que desnaturaliza la libre elección. Y además está asociada en forma ineludible a la corrupción: sus funcionarios son aprovechadores de bienes y servicios producidos únicamente por agentes privados. Según este enfoque, el mercado es una creación espontánea que nunca fue autorizada por un poder externo: las reglas jurídicas que sancionan una moneda o las diferentes formas de la propiedad son, para estos negadores de la historia fáctica, creaciones artificiales y posteriores a toda autoridad pública. Una de las razones últimas de ese relato ficcional es el cuestionamiento de las disposiciones tributarias: todo lo que interfiere en sus negocios es una afrenta politiquera. Las críticas a la cuarentena por parte de quienes se oponen a toda intervención del Estado esconden estas preocupaciones ligadas a la utilización de recursos públicos para fines sanitarios, provenientes también de normativas tributarias. Observan con horror que una gestión gubernamental quede legitimada como un factor creíble de la solución de problemas colectivos.
El tercer grupo, representado por conglomerados fundamentalistas presentes al interior de todas las confesiones religiosas, también desprecia la organización social de índole política y considera el distanciamiento social como un desafío a las leyes divinas. El domingo 24 de mayo, el sacerdote católico Mario Bernabey –de la Iglesia Nuestra Señora del Carmen, de Villa Carlos Paz, en Córdoba– brindó su sermón en ausencia de feligreses, frente a cámaras de televisión, con un claro mensaje anticuarentena. “La ascensión nos invita a ser una Iglesia presente, no una unidad básica que esconde ideología”, afirmó antes de finalizar su diatriba con una convocatoria: “No nos quedemos mirando para arriba. Si hay que salir a manifestarnos, salgamos a manifestarnos”. Con un formato menos altisonante pero en el mismo sentido que Bernabey, varios grupos del colectivo de la ortodoxia judía omitieron las regulaciones sanitarias.
En la última semana dos grupos judíos ortodoxos decidieron realizar fiestas de casamiento en la Ciudad de Buenos Aires, a pesar de las prohibiciones vigentes. Ese mismo conglomerado –minoritario en términos demográficos dentro de la comunidad judía argentina– se resistió en marzo último a limitar sus rituales, razón por la cual fue detenido en marzo último el referente de la comunidad Ajdut Israel, Daniel Oppenheimer, acusado de violar el decreto 297/2020 que establecía el aislamiento social, preventivo y obligatorio. En un artículo de El Cohete a la Luna del 17 de mayo se hizo referencia detallada a las variadas formas de oposición y rechazo a la cuarentena impulsadas por congregaciones fundamentalistas, pese a las 5 millones y medio de personas contagiadas y a las 350.000 fallecidas, hasta el 29 de mayo.
El cuarto grupo –compuesto por los exaltados opositores al actual gobierno– se empecina en caracterizar como incorrectas o contraproducentes las disposiciones provenientes del Poder Ejecutivo. Los alfiles de esta posición son los halcones del PRO y sus aparatos de comunicación estratégica instalados en las oficinas de los grupos Clarín y La Nación. En forma más o menos directa promueven el fin de la cuarentena con el objeto de impedir el afianzamiento de la imagen presidencial y debilitar al mismo tiempo cualquier incremento del capital político que pueda ser obtenido de un manejo adecuado de la crisis. Buscan, además, contribuir a que las corporaciones retomen la primacía de las relaciones laborales, que hoy ven demasiado mediadas por el Estado. Este enfoque incluye la consabida animadversión hacia Cristina Fernández de Kirchner, a quien responsabilizan de todos los males irredentos del presente, sobre todo aquel que les significó la derrota electoral. Una de las figuras más sombrías de este grupo, Patricia Bullrich, acusó el 4 de mayo al presidente de “enamorarse de la cuarentena y descuidar otros temas sensibles”. Días después embistió al infectólogo Pedro Cahn, quien había advertido: “Si creen que la cuarentena es mala, prueben con la terapia intensiva y la muerte”.
La ex ministra de Fernando de la Rúa y de Mauricio Macri le respondió afirmando que “no puede un infectólogo decir algo así. No importa que sepa más, la frase que dice es de generación de miedo, es casi terrorista decirlo”. Para Bullrich la cruda verdad del coronavirus debiera ser ocultada detrás de los globos amarillos con el que intentaron gestionar la Argentina entre 2015 y 2019. La crítica a los protocolos epidemiológicos sugeridos por todos los organismos especializados del mundo y el incentivo para dar por finalizado el distanciamiento, sobre todo en el AMBA, ubican a la presidencia del PRO (Bullrich) y a sus satélites propagandísticos entre los justificadores del contagio y la muerte. Si bien no tienen un discurso homogéneo, dado que algunos de sus referentes poseen responsabilidades de gobierno distrital o provincial, sus seguidores se enfrentan a la dicotomía de sumarse a la racionalidad de la cuarentena o a impulsar el camino de Bolsonaro y Trump, coherente con la lógica empresario-corporativa.
Narciso frente a su espejo
En el último grupo se apela a los discursos de la subjetividad, en el límite con la versión burda del anarquismo libertario de índole reaccionario. De ese conglomerado partieron las críticas al Presidente Alberto Fernández cuando intentó jerarquizar la potencial angustia social –que supone una probable implosión sanitaria– por sobre el comprensible sufrimiento que provoca el encierro, los condicionamientos económicos y la limitación de las interacciones sociales. Una parte de los irritados defensores del fin del distanciamiento equipara la necesidad potencial de tramitar camas con respiradores en terapias intensivas con su derecho inalienable para correr en Palermo o trasladarse hacia el analista. Ese punto de vista supone una incapacidad manifiesta para empatizar con quienes enfrentan en forma cotidiana a la pandemia y que apenas pueden con los temores que vivencian cada día.
Refiriéndose a la actitud de este conjunto –en tiempos de cuarentena–, el referente del área de Salud Mental de Nueva York, Barry Lubetkin, postula en la Revista Psychology Today que “el narcisista (…) actúa como si tuviera todo el derecho. Es egoísta. Y la mayoría de las veces parece incapaz de experimentar una empatía genuina por el dolor emocional y el sufrimiento de los demás. El narcisista (…) no aprendió la importancia de la humildad, la generosidad emocional y la capacidad de ponerse en contacto con los sentimientos de otro”. El enfrentamiento al virus requiere comunidad: la renuncia a convertirse en vector activo de la enfermedad. La renuncia a los propios deseos para contribuir a la defensa de la vida de todos. Sobre todo de aquellos que son más vulnerables por condiciones médicas o sociales. Privilegiar la libertad de peregrinaje individual pone en peligro a las personas en situación de pobreza, cuyo hacinamiento es mayor, a las personas adultas mayores y a aquellas que arrastran co-morbilidades debilitantes frente al virus.
Cuando la pandemia fue declarada como tal por la Organización Mundial de la Salud, Mauricio Macri señaló que el populismo era mucho más peligroso que el Covid-19. Ese mismo día el diario Clarín reclamaba, desde su editorial: “Que la economía siga girando”. Muy pocas veces en los últimos decenios la lucha entre los partidarios de la vida y los promotores de la muerte se hizo tan evidente.
(*) Nota publicada en Un cohete a la luna.