LA DORREGO

La impropiedad

Por Graciana Peñafort (*)

“…respeto irrestricto al derecho de propiedad”. La frasecita recorrió miles y miles de kilómetros medidos en notas, declaraciones, zócalos. Es una de esas frases que a priori suena bien y con la cual, sin meditar demasiado, uno podría estar de acuerdo.

A los que con el párrafo anterior ya están convencidos de que lo que sigue es una diatriba contra la propiedad privada, típica de anarco-archi-kernerista, lamento decirles que no será el caso. Como peronista que soy, creo en el Estado y difícil que alguien pueda convencerme de movidas anarquistas.

Para desilusionarlos del todo diré entonces que la propiedad es un derecho humano, como lo son la libertad, la vida y la salud por dar un par de ejemplos. Cualquier enciclopedia jurídica definirá propiedad como el “derecho de gozar y disponer de una cosa sin más limitaciones que las establecidas por las leyes” y agregará que como derecho real, de decir derecho de las cosas, la propiedad es grado máximo de poder sobre una cosa de la que se es titular.

De lo dicho se desprenden dos o tres cuestiones trascendentales, la primera es que la propiedad es un derecho de las personas, que ese derecho implica un amplio poder sobre las cosas de quien es su titular y que su ejercicio admite limitaciones impuestas por la ley. Porque el derecho de propiedad, según el concepto moderno de ese derecho, admite restricciones impuestas por la ley y no es que la ley se haya vuelto comunista o cosa similar.

En las viejas épocas en que regía en Occidente el Derecho Romano, la propiedad era un derecho absoluto. Su dueño podía hacer con la cosa lo que quisiera, incluso destruirlo. Concepto bastante preocupante si recordamos que los esclavos eran cosas… y lo seguían siendo más de mil años después. Verán entonces que los derechos a la libertad y a la vida eran mucho menos absolutos que el derecho a la propiedad.

La sociedad evolucionó y ello llevó a valorizar el derecho a la vida y a la libertad y poner ciertas restricciones a otros derechos, como el de propiedad. Al concepto de la función social de la propiedad, es decir que su utilización debe ser de acuerdo a no perjudicar a quienes viven en la misma sociedad, surgió el curioso concepto acerca que la propiedad privada no da derecho a abusar de ese derecho.

En la facu daban un ejemplo simpatiquísimo, un precedente francés llamado “Caso Coquerel c. Clément-Bayard”. Bayard era un fabricante de autos, aviones y globos dirigibles. Su vecino, monsieur Coquerel, montó una estructura altísima de postes al lado de lote donde Bayard hacia las pruebas con sus globos dirigibles, de modo tal que ponía en riesgo los globos ante un viento fuerte, por ejemplo, ya que los postes de Coquerel podían –y de hecho lo hicieron en una oportunidad— dañar los globos al ser desviados y colisionar con los postes. La versión de Coquerel es que estaba harto de que su lote se viese invadido por curiosos que iban a observar las maniobras de los globos. La verdadera historia dice que Coquerel era un especulador que pretendía que Bayard le comprara el terreno. Como sea, Bayard demando a Coquerel y este alegó que montar esos postes era parte de su derecho absoluto de propiedad sobre su lote. El Poder Judicial francés consideró que no le asistía razón a Coquerel y que su conducta importaba un ejercicio abusivo del derecho de propiedad.

Verán entonces que la propiedad como derecho importa reglas que condicionan el modo de ejercicio de ese derecho, que sin lugar a dudas no es absoluto. Por lo cual a la frasecita “respeto irrestricto al derecho de propiedad” habría que agregarle: dentro de los límites y condiciones establecidas por las normas legales.

Esto a colación de quienes, por ejemplo, entienden que linchar a un pibito que te roba el celular en la calle es un ejercicio de defensa del derecho de propiedad. Básicamente no lo es. Porque está claro que en las sociedades modernas el derecho de propiedad no está por encima del derecho a la vida.

El derecho de propiedad sobre lotes, es decir sobre porciones de terreno, se defiende judicialmente frente a las perturbaciones de su goce. En materia penal, esa protección está consagrada en el artículo 181 de Código Penal que establece: “Será reprimido con prisión de seis meses a tres años: 1º) el que por violencia, amenazas, engaños, abusos de confianza o clandestinidad despojare a otro, total o parcialmente, de la posesión o tenencia de un inmueble o del ejercicio de un derecho real constituido sobre él, sea que el despojo se produzca invadiendo el inmueble, manteniéndose en él o expulsando a los ocupantes; 2º) el que, para apoderarse de todo o parte de un inmueble, destruyere o alterare los términos o límites del mismo; 3º) el que, con violencias o amenazas, turbare la posesión o tenencia de un inmueble”.

Cada vez que toma estado publico la toma de tierras, los abogados recordamos la figura de la usurpación. Pero la toma de tierras en forma colectiva es bastante más que un tema penal.

Primero es un problema social, de larga data en nuestro país. Hay enormes sectores de la sociedad que están excluidos de adquirir la propiedad sobre la tierra por motivos económicos. Básicamente son pobres y no pueden comprarla ni acceder a su uso legal mediante el pago de un alquiler.

La ocupación de tierras del Estado muchas veces ha sido la solución para esos sectores de excluidos.

También están los sectores de población que reivindican para sí la propiedad de tierras –sean publicas o privadas—, en virtud de su uso por centenares de años, y una suerte de desconocimiento de los titulos de propiedad de esas tierras emitidos sin considerar la voluntad —y la existencia— de quienes vivían allí al momento de emitirse los títulos.

Cualquiera sea la causa, el país está lleno de terrenos ocupados. Y periódicamente esos reiterados conflictos toman estado público. Sean las comunidades originarias o grupos vulnerables de sectores más urbanos.

La reiteración de conflictos ha enseñado formas de solución. En su inmensa mayoría mediante la participación del Estado, aun cuando se trate de tierras privadas. Esa participación estatal podrá ser pacífica o no, en cuyo caso requerirá del auxilio de las fuerzas de seguridad.

Es innecesario decirlo pero lo voy a decir igual: claramente estoy en contra de la solución de las tomas por métodos violentos. Porque en mi escala de valores, entre pedazo de tierra y vida, gana vida. Entre pedazo de tierra e integridad física, gana integridad física. Lo que en derecho llamamos precisamente “conflictos de derechos”, es decir donde se contraponen varios derechos de igual jerarquía y la decisión debe balancearlos.

Y los conflictos de derechos en nuestro país están en manos de Poder Judicial. Que debe equilibrar, balancear y encontrar soluciones que no provoquen daños difícilmente reparables.

Ese equilibrio que debe encontrar el Poder Judicial fue precisamente lo que no sucedió con las tomas de Guernica. El gobierno de la provincia desarrolló una enorme actividad respecto a quienes habían participado en la toma. No solo a los fines de resolver urgencias, tales como falta de alimentos, sino además en procura de soluciones habitacionales y asistencia económica.

Pese a la resistencia, la desconfianza y la utilización política de la situación, para el jueves 29 de octubre de 2020 se había desalojado la toma en un 80 %. Solo quedaba un 20% para convencer y el gobierno provincial estaba abocado a esa tarea. Por eso solicitó el gobierno una nueva postergación del desalojo por la fuerza pública. Mostrando y acreditando resultados concretos.

Pero el Poder Judicial hizo oídos sordos. Escuchó la frasecita “respeto irrestricto de la propiedad privada” y llevó adelante el desalojo.

Ni la dignidad ni la humanidad de saber que esas topadoras avanzando contra las precarias casillas eran historias de vida truncas. El Poder Judicial se sacó una selfie sonriendo, mientras muchos lloraban. ¿Cinismo? ¿Indiferencia? ¿Hijaputez pura y dura de quien no conoce —ni comprende— el frío, el hambre, la carencia de todo salvo la propia vida y tres chapas?

Algunos festejaban, como si eso fuese la normalidad. Normal no es que haya gente que no tenga dónde vivir. Normal no es festejar topadoras. Normal no es gorritas con slogans.

Para muchos, entre los que me cuento, quedó la imagen horrible de un montaje televisivo. Una construcción violenta de significantes en torno a la frasecita “respeto irrestricto de la propiedad privada”. Y la certeza de que eso podría haberse evitado. Solo se trataba de un poco más de tiempo. De permitir que el gobierno provincial avanzara con las negociaciones. De no tomar la tragedia como oportunidad de hacer un show.

Hace ya muchos años, un amigo me dijo algo que me dejo pensando. Propietario de una enorme cantidad de tierra, que había heredado, me dijo que se daba cuenta de que algo estaba mal y desbalanceado si hacía tres años que no visitaba sus campos y los cuidaban personas, que ni por casualidad llegarían a tener una mínima fracción de tierra. “Cuidan como si fuera propio lo que es mío y no de ellos. Cuidan como si fuese propio lo que no van a tener ni ellos ni sus hijos. Y conocen los alambrados y tranqueras mejor que yo”. En efecto, algo está mal, si asumimos como derecho una injusta distribución de los recursos.

Somos muchos los que defendemos la propiedad privada, como defendemos todos los derechos que tiene las personas en este país. Pero no es irrestricta esa defensa, porque no puede haber derechos más importantes que las propias personas. También debería recordarlo el Poder Judicial. Porque las razones de la fuerza –y de las topadoras— tal vez no sean razones válidas. Y el cinismo de la selfie tal vez está desnudando otros cinismos mas graves y aberrantes. Y tal vez este tapando el hambre, el frío y la desolación de quienes tienen solo su vida y tres chapas. Para el hambre, el frío y la desolación, no hay selfies ni razones. Y al parecer tampoco resguardo de los derechos, que recuerdo poseen aun sin título de propiedad.

(*) Nota publicada en El cohete a la Luna.

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