Lavalle y la hidra
Nota de Vicente Mario di Maggio en Página 12
Juan Galo de Lavalle (1797-1841) fue guerrero de la independencia, destacado coronel en el conflicto contra el imperio del Brasil y líder militar de los unitarios en las guerras civiles argentinas. Fue responsable, también, de la revolución de diciembre de 1828 y del fusilamiento del derrotado gobernador de la Provincia de Buenos Aires, don Manuel Dorrego.
¿Por qué la asonada de diciembre? El imperio del Brasil y las Provincias Unidas del Río de la Plata entraron en guerra por la provincia de la Banda Oriental alrededor de 1825. Con Bernardino Rivadavia como presidente y con la victoria en Ituzaingó el mandatario envió a su ministro Manuel García a negociar la paz. Lo que había sido un resonante triunfo de las armas del Plata, García lo convirtió por arte de la negligencia diplomática en una vergonzante derrota. El acuerdo de García acordaba la separación de la Banda Oriental como Provincia del Plata y la creación de un estado tapón entre la futura Argentina y el Brasil. El escándalo fue tan inmenso que Rivadavia tuvo que presentar su renuncia, aunque con una apreciación tan alta de sí mismo, que esperaba que el Congreso la rechazara. No obstante, la institución legislativa aceptó su dimisión. No sin consecuencias: las autoridades nacionales se disolvieron y cada provincia volvió a su autarquía concediendo a la provincia de Buenos Aires solo la representación diplomática de las relaciones exteriores. Una situación que se mantuvo no sin sobresaltos hasta 1852. Con los unitarios desorganizados por los sucesos de Rivadavia la provincia eligió gobernador al federal Manuel Dorrego. Este debió renegociar la paz con Brasil, que para entonces había sumado la insistente presión de Inglaterra. Dorrego no encontró otra opción que ratificar en parte lo tramitado por García. Es aquí donde Juan Galo Lavalle y José María Paz, aprovechando el descontento del ejército, bajan a Buenos Aires a reclamar, de facto, el gobierno.
Dorrego es derrotado en Navarro, atrapado, entregado a Lavalle y ejecutado en el acto, sin juicio, sumario ni causa legal. Si bien Lavalle actuó “por su orden” no faltaron conspiradores que lo instaron al crimen. Entre ellos estaba el poeta Juan Cruz Varela, el sacerdote Julián Segundo Agüero, el ex presidente Rivadavia y el jurista Salvador María del Carril.
Se puede decir que del Carril fue una pieza esencial en la ejecución de Manuel Dorrego y que, con sus metáforas a la decapitación de «la hidra» en referencia al gobernador hizo de sus escritos una presencia insinuante en la cuestión de que Dorrego fuese sepultado con la cabeza separada del tronco. Su carácter de ideólogo e instigador por la cabeza trofeo lo ubica en una posición de singularidad en la cefaleútica de la provincia donde ambos, Dorrego y del Carril, comparten topónimos. Del Carril (1798-1883) es una de esas pocas figuras que salen indemnes de nuestro violento siglo XIX y que emergen amnistiados en el XX. Fue gobernador de San Juan, consejero de Lavalle además de su ministro de Relaciones Exteriores e Intendente de su Ejército en su guerra contra los federales. Exilado en Montevideo, fue delegado en las conferencias con los jefes de la escuadra francesa para negociar el derrocamiento de Rosas. Luego de la Batalla de Caseros, en 1852, se unió a Urquiza, fue su ministro del Interior y más tarde vicepresidente de la Confederación Argentina entre 1854 y 1860.
Dorrego es fusilado el 13 de diciembre de 1828. El 14, del Carril aún no sabe de la ejecución y le escribe a Lavalle por si no había sido aún lo suficientemente claro:
«…hablo de la fusilación de Dorrego: hemos estado de acuerdo en ella antes de ahora. Ha llegado el momento de ejecutarla y usted va a hacerse responsable de la sangre de un hombre […] estoy seguro que sin otro consejero que su genio no fluctuará mucho tiempo sin decidirse por los deberes que el deber le impone».
El 20, cuando del Carril tiene por verificada la muerte del gobernador, le insiste a Lavalle en la necesidad de elaborar el documento que «contuviese el complot» de «sacrificar la cabeza». Le suplica fraguar un proceso «que supla las formas que no se pudieron llenar […] Es conveniente —insiste— que recoja Ud. un acta del consejo verbal que debe haber precedido a la fusilación. Un documento de esta clase, redactado con destreza, será un documento histórico muy importante para su vida póstuma». Y con pragmatismo político agrega: «… si es necesario mentir a la posteridad, se miente y se engaña a los vivos y a los muertos». No sin una retórica inclinada al drama sostenía que tanto él, del Carril, como Lavalle «habían tenido la desgracia de nacer en esa época» en la que vivía también «un malvado» como Dorrego, el cual había sido necesario sacrificar. Del Carril actuaba bajo el convencimiento de que matando al gobernador se acababan para siempre los males del federalismo. Al parecer, y por el siguiente medio siglo, no prosperó en del Carril la idea de que quizá, y solo quizá, la muerte de Dorrego es la que elevó a Rosas al poder.
Finalmente, ese 20 de diciembre de 1828, le aconseja a Lavalle que realice una entrada triunfal en la ciudad: «porque la imaginación móvil de este pueblo necesita ser distraída de la muerte de Dorrego y para esto basta bulla, ruido, cohetes, músicas y cañonazos». Aunque también predecía el ruido de la «chusma”: «Mucha gentuza en las honras de Dorrego […] luego se trovará la carta del desgraciado en la pulperías, como las de todos los desgraciados que se cantan en las tabernas». Efectivamente, el Cielito para la muerte de Dorrego compuesto algo después de aquella carta dibuja en uno de sus fragmentos ese algo característico de la historia argentina:
Cielito de los acasos
en este mundo suceden
cosas que vemos tan raras
que esperarse no se pueden.
El 4 de agosto de 1829, a seis meses de la ejecución, y ante la inminente llegada de las tropas de Rosas, del Carril le escribe nuevamente a Lavalle que «si tiene piedad de mí, desde esta hasta la primera de mis cartas, rómpalas». Por algún motivo que no invalidó los homenajes de la posteridad —hablamos de los de del Carril— Lavalle las guardó.
Doce años más tarde, luego de la batalla de Famaillá (calles de Lomas del Mirador y Manuel Alberti) en la que Lavalle es derrotado por Oribe (una calle de Trujui), el primero se retira hacia el Norte. El granadero que puso el cuerpo en tantas cargas de caballería y participó en ciento cinco batallas muere en Jujuy en 1841 por una bala que pasa limpia por el ojo de una cerradura.
Una carta de Oribe al gobernador de Córdoba expresa: «…sus soldados [los de Lavalle] pudieron arrebatar su cadáver y echarlo encima de una carga emprendiendo su fuga tirando a la Quebrada de Humahuaca, a muy corta distancia los persigue una de nuestras partidas con el interés de cortarle la cabeza…»
Ernesto Sábato (calles en Campana, Monte Grande y Santos Lugares) relata la saga por su cuerpo en Romance de la muerte de Juan Lavalle. Como en la larga huida hacia Bolivia el cuerpo se descomponía, el coronel Alejandro Danel lo despelleja. Separa el corazón, que es colocado en un recipiente con aguardiente, y su cabeza es guardada en una vasija con miel.
Mientras los soldados secaban al sol los huesos de Lavalle en el techo de un rancho de la Quebrada de Huamaca un cóndor llega y roba su brazo derecho.
Otra carta de Oribe precisaba: «del salvaje unitario Lavalle no llegaron a Bolivia más que los huesos y el pellejo de la cara con la barba».
En su libro El cóndor ciego el historiador José María Rosa especula que la muerte de Lavalle fue en realidad un suicidio, ya sea por verse acorralado, hastiado de derrotas y huidas y no querer, sobre todo, caer con vida en manos del enemigo. El hecho —presume Rosa— se ocultó por pruritos religiosos. A cambio se creó la leyenda de la muerte accidental que apoyó el propio Rosas, amigo —después de todo— de la familia de su archienemigo. De este modo, a aquel oscuro soldado federal llamado José Bracho se le adjudicó la proeza de haber muerto al general a través de una puerta, y de allí en más se lo llamó «el héroe de la cerradura».
Hoy existen en el territorio argentino dieciséis localidades llamadas Lavalle y hay un solo Dorrego. Desde el Teatrito Rioplatense de Entidades, institución a la que pertenezco y cuya misión es repoetizar lo politizado, creemos que la víctima debería tener, al menos, igual mérito que el victimario. De modo que por lo menos ocho Lavalles deberían llamarse como aquel gobernador ejecutado por un complot.
Esta es la cuarta nota en la serie El cuerpo de Goliat. (07-04-24).