«Exhortación a los médicos de la peste»
POR NÉSTOR MACHIAVELLI (PUBLICADO EN FACEBOOK)
Antes que alumbrara «La Peste» en 1947, su autor Albert Camus escribió una serie de recomendaciones a los médicos que trabajan en las epidemias. El texto estiman que lo redactó en 1941 y serían apuntes que fue recogiendo para la novela que es un clásico de la literatura universal. El diario EL PAIS de España publica hoy por primera vez el texto en castellano.
Lo termino de leer y comparto una extracto de consejos que inesperadamente tienen actualidad mundial:
‘Exhortación a los médicos de la peste’
-Los buenos escritores ignoran si la peste es contagiosa. Pero suponen que sí. Y por eso ustedes deberían mandar abrir las ventanas del cuarto en el que visiten a un enfermo. Solo hay que recordar que la peste bien puede encontrarse en las calles e infectarlos de todos modos, estén o no las ventanas abiertas. También les aconsejan que utilicen una máscara con gafas y se coloquen un paño mojado en vinagre bajo la nariz. Nunca mirar al enfermo a la cara, a fin de no ponerse en la trayectoria de su aliento. Por eso mismo, si, aun dudando de la utilidad del procedimiento, han abierto la ventana, sería bueno que no se pusieran en la corriente de aire.
-Existen otras medidas muy necesarias para la protección del cuerpo, aun cuando atañen más bien a la disposición del alma. “Ningún individuo”, dice un autor antiguo, “puede permitirse tocar nada contaminado en un país donde reine la peste”. Eso está bien dicho. Y no existe rincón que no debamos purificar en nosotros, incluso en lo más secreto de nuestro corazón, para poner de nuestra parte las pocas oportunidades que queden. Eso es especialmente cierto en el caso de los médicos como ustedes, que están más cerca, si cabe, de la enfermedad, y resultan por ello aún más sospechosos. Tienen que predicar con el ejemplo.
-Para empezar, nunca deben tener miedo. Se sabe de gente que llevó a cabo muy bien su oficio de soldado con miedo a los cañones. Pero lo cierto es que las balas matan por igual a valientes y medrosos. El azar incide en la guerra, pero muy poco en la peste. El miedo infecta la sangre y calienta los humores: lo dicen todos los libros. Así pues, predispone a quedar bajo la influencia de la enfermedad; y para que el cuerpo venza la infección, el alma tiene que ser fuerte. Por cierto, no hay peor miedo que el miedo al final postrero, pues el dolor es temporal. De ahí que ustedes, los médicos de la peste, deban plantar cara a la idea de la muerte y reconciliarse con ella, antes de entrar en el reino que la peste les prepara. Si salen vencedores en esto, lo serán en todo, y los verán sonreír en medio del terror. En conclusión, les hará falta una filosofía.
-Cultiven una alegría razonable a fin de que la pena no altere la fluidez de la sangre y la prepare para la descomposición. Observen la mesura, primer enemigo de la peste y regla natural de la humanidad. Némesis no era, como les contaron en el colegio, la diosa de la venganza, sino de la mesura. Y asestaba sus terribles golpes a los hombres solo cuando estos se habían entregado al desorden y el desenfreno. La peste procede del exceso. Es en sí misma un exceso e ignora la contención. Ténganlo presente si quieren combatirla con clarividencia. No le den la razón a Tucídides, que habla de la peste en Atenas y dice que los médicos no eran de ninguna ayuda porque, en principio, abordaban el mal sin conocerlo. La epidemia adora los cuchitriles secretos. Acérquenle la luz de la inteligencia y la equidad. En la práctica, verán que es más fácil que no tragarse la saliva.
-Por último, tienen que ser capaces de controlarse. Y, por ejemplo, hacer que se respeten las normas que hayan elegido, como el bloqueo y la cuarentena. Un historiador de Provenza cuenta que, en el pasado, cuando un confinado lograba escapar, mandaban que le rompieran la cabeza. No desearán eso. Pero tampoco pasarán por alto el interés general. No harán excepciones a las normas durante todo el tiempo que estas sean útiles, ni siquiera cuando el corazón los apremie. Se les pide que olviden un poco quiénes son, sin olvidar jamás lo que se deben a ustedes mismos. Esa es la regla de un honor tranquilo.