Arsénico en el agua, claves para una solución colectiva

Las acciones políticas que faltan para mitigar la presencia de este metal altamente tóxico en las aguas de consumo, un problema que afecta potencialmente a cuatro millones de personas en Argentina.

Hace más de un siglo que la presencia de arsénico en el agua se considera un grave problema sanitario a nivel mundial. Beber agua con este tóxico puede producir una enfermedad llamada HACRE (Hidroarcenicismo Crónico Regional Endémico), y sus consecuencias pueden ser letales.

¿Por qué ocurre esto? En una charla con Agencia CTyS-UNLaM, la Doctora en Química Marta Litter identifica los obstáculos y adelanta que el camino para lograr un agua segura debe ser «interdisciplinario desde el aspecto social, médico, sanitario y científico», y que requiere de «la participación de las autoridades nacionales y regionales».

Casi ninguna zona de Argentina está exenta de este metaloide. Desde la Puna, pasando por la llanura Chaco-Pampeana hasta la región patagónica, ríos y aguas subterráneas contienen arsénico en mayor o menor medida, con lo que alrededor de cuatro millones de personas podrían estar afectadas, especialmente quienes consumen agua de pozo por no contar con agua corriente de red.

Si bien hoy en día existe un abanico de alternativas para tratar el arsénico, nunca se ha logrado erradicar el problema a nivel nacional. De hecho, muchas de las regiones afectadas ni siquiera sospechan del veneno que corre por sus grifos.

Agua que has de beber, agua que has de conocer

La presencia de arsénico en el agua proviene de procesos de sedimentación naturales que comenzaron en la era Cuaternaria. Para avanzar hacia la aplicación de soluciones, Litter sostiene que el primer paso viene de la mano de geólogos e hidrogeólogos que mapeen el territorio completo y determinen las proporciones de arsénico en cada región.

En segundo lugar, es preciso determinar qué valores límite de arsénico pueden tomarse sin comprometer la salud a largo plazo. La OMS determina que el límite se fija en 10 microgramos por litro, pero hay algunas regiones que exceden cientos de veces ese valor en Argentina, alcanzando los 5300 microgramos por litro.

Según Litter, todavía hay discusión sobre este estándar internacional que plantea la OMS.

Algunos referentes académicos lo consideran muy bajo, porque, para medir el arsénico en esos valores, se requiere de tecnología y recursos humanos muy sofisticados.

En este contexto, Litter sugiere que debería fijarse un parámetro nacional, ajustado a las características de la población. Afortunadamente, ya hay estudios epidemiológicos locales en marcha intentando encontrar un valor óptimo que no produzca riesgos de desarrollar HACRE.

Un diálogo necesario

El tercer aspecto -y no menos importante- tiene que ver con la concientización sobre el problema. «Los principales afectados son las poblaciones aisladas o socioeconómicamente vulnerables que no acceden a información ni a soluciones a su alcance», explica la experta, pero reconoce que «las autoridades también desconocen todo el trabajo que científicos y tecnólogos están haciendo en el país».

En este sentido, Litter considera que la salida es la articulación a largo plazo, no sólo al interior de las ciencias humanas y naturales, sino entre ellas y el plano social y político. Para ello, sugiere la conformación de un comité de expertos en el tratamiento de agua a nivel gubernamental (ejecutivo y/o legislativo), y la elaboración de una legislación federal que reglamente acciones políticas concretas.

La tecnología ya está disponible para cada caso en particular. Algunas de las alternativas de remediación son de bajo costo, como las nanopartículas de hierro, pensadas para uso doméstico y comunitario, y otras requieren de mayor infraestructura, como las plantas para remediación de agua instaladas en distintos lugares como Lezama, en Buenos Aires.

«El tema del arsénico tiene que ser una política de Estado», sostiene la especialista, y reflexiona que, para llegar a ese punto, hay que alertar a la población desde las escuelas, y forjar el compromiso de los científicos, los políticos y las comunidades. ¿Desafío imposible? Lo parece, pero no tanto si el agua comienza a tomarse como lo que es: un derecho humano. (MDZ)

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