LA DORREGO

Una sonrisa más potente que la muerte // Amador Fernández-Savater

** Él está vivo, nosotras estamos muertos, de Diego Valeriano, Cordero Editor (2022).

Los muertos desfilan ante mis ojos en las noticias del telediario en este verano de 2022: muertos por accidente laboral, por accidente de tráfico, por ola de calor. Qué desgracia, qué mala suerte, a mí no me va a pasar.

“Que esto no es la paz, / que esto es la guerra / disimulá” (Isabel Escudero). En esta guerra no declarada, disimulá, los muertos se convierten en espectáculo banal y cifra. Accidentes, titulares, fatalidad. Guerra es todo aquello que convierte la muerte en estadística.

Por ejemplo la normalidad. Tras cada muerte el mundo se rehace como si nada: ninguna pregunta, ningún grito, ninguna conmoción. Se habla de los muertos (algunos) en televisión, los políticos los usan como arma arrojadiza, los suyos los lloran en silencio, la vida sigue.

¿Pero qué vida? ¿Qué vida se vive allí donde la muerte es espectáculo y estadística? “La vida horrible” dice Diego Valeriano. “Preocupaciones, ansiedad y opiniones”, “escapada de finde, familia, bebida, series”. El deseo mutilado y su compensación imaginaria.

Sea brutal o gota a gota, nuestro mundo es administración de Muerte. La contabiliza, gestiona, instrumentaliza. Y el reverso de esa muerte administrada es la vida horrible.

La tarea del superviviente-narrador

“La muerte no puede ser el final de tanto”, dice Valeriano. Que la vida (y la muerte) sean solo esto, eso no puede ser. Ese grito disconforme es el principio de una resistencia posible. Pero, ¿cuál?

¿Cómo podemos sabotear la administración de Muerte, estadística y serializada, en qué consiste nuestro mundo? Más en concreto: ¿cómo puede hacerlo alguien que escribe? Cuyo don es escribir.

La figura del “superviviente”, en el pensamiento mesiánico judío, tiene como misión impedir que los muertos se aglomeren en estadística. Interrumpir los automatismos. Producir un “resto” que dificulte el cierre de cuentas en el libro de contabilidad que lo domina todo.

No es tarea fácil, hay que arrancar la muerte a su administración. Esta muerte, no os la llevaréis. No haréis con ella número, titular, espectáculo. Esa es su misión, su empeño, su obsesión, de la que tratarán de distraerle los reconocimientos, los likes, los cotilleos, los premios de la República de las Letras al servicio de la administración de Muerte.

Cada superviviente-narrador tiene que encontrar el modo. Porque cada muerte es siempre una muerte. El estilo es otra trampa: la repetición de algunas formas que funcionaron en su día para pasar algo, ahora devenidas trucos y fórmulas. Hay que atravesar la angustia de no saber, animarse a perder el control. Valeriano repite todo el tiempo: no sé, no entiendo. Se escribe para tratar de entender, no porque ya entendimos algo y queremos comunicarlo.

Cada superviviente-narrador tiene que encontrar su modo. El modo de que cada muerte sea pregunta, grito, conmoción. Para no dejar en paz a la guerra, para encontrar en la muerte un pellizco de vida: contra la muerte en vida, contra la vida horrible.

No justicia, sino otra cosa

Lo primero, contra la muerte en serie, es un nombre: Marquitos. Marquitos es el hijo de Ale, La No Sufras, la protagonista del libro anterior de Valeriano. Ale es un personaje de la periferia de Buenos Aires, una existencia fabulosa capaz de hacer de todo sin poseer nada, pura fuerza de los débiles. Es complicidad, intensidad, vida. Un desafío permanente, en cada detalle cotidiano, a la vida horrible.

Una banda de pequeños narcos ha quemado ahora su casa, asesinando a dos de sus hijos: Lucas y Marquitos. Valeriano la acompaña en su lucha “no por justicia, sino por otra cosa”. ¿Qué significa eso?

La lucha por la justicia ocurre en un plano, digamos el plano de la Historia. Allí donde hay jueces, policía, políticos, medios de comunicación, miseria en los barrios. Valeriano describe, con grito ahogado de asco, cómo funciona ahí el engranaje de la muerte: los jueces dejan impunes a los asesinos, la policía hace componendas con los narcos, los medios de comunicación dan a elegir entre morbo y silencio, la política aplica la lógica sacrificial a los más débiles y “todo es billete” en la vida cotidiana.

El problema es que en el plano de la Historia quedamos como víctimas y espectadores. Gente que espera, que depende de otros. Policía que haga su trabajo, jueces que hagan justicia, medios que informen. Pero Ale no espera, “hace máquina, construye campos de batalla, arma cuartel incluso en territorio enemigo”. No delega, no se deja victimizar, pelea. Contra el tiempo pasivo de la Historia, activa el segundeo. Un tiempo aquí y ahora, que no se cuenta, que se da, que se pierde, que nos regalamos unos a otros, entre amigos.

La Historia juzga: Bien/Mal, inocente/culpable. Asigna responsabilidades, atesta hechos, sanciona. Es un mundo de claridades, de decisiones individuales, de voluntades, de yoes. Pero, ¿es culpable el Chiste de la muerte de Marquitos? Traicionó la amistad con Ale, convocó la muerte con su estupidez, sí pero… “La suerte y la traición son solo cuestión de lugares”, “segundear o traicionar no son decisiones, son formas de reaccionar”, “no se quiere nada, la vida nos pasa por encima y somos pollo”. La justicia no admite tantas preguntas, el combate del pensamiento.

Lo que podría “condenarse” en todo caso son las condiciones mismas de la vida horrible. Algo más general, menos individualizado. No hay buenos y malos, sino situaciones que favorecen unos comportamientos u otros. “El cuerpo tomado, brotado, urgente. Sin lugar para el segundeo. La base es lo contrario de la amistad, el miedo también. La guita fácil que corre, pensar cortito, urgente, gil”. Es eso lo que ha matado a Marquitos, a través del Chiste y los narcos. Una forma de vida.

En la Historia, aunque haya policías, jueces o políticos mejores, todo debe acabar cuadrando en el libro del debe y el haber, un hecho una persona y tantos años de cárcel por un asesinato. Por eso aquí no se busca justicia, sino “otra cosa”. Cada muerte no demanda que cuadren mejor las cuentas. Es pregunta, conmoción y grito. Reclama metamorfosis, transformación.

Segundeo y eternidad

Lo que descubre Valeriano mientras creía estar escribiendo la historia del caso de Marquitos “para que todo el mundo lo conozca” es esta revelación sorprendente: somos nosotros los muertos, él está muy vivo. Su sonrisa, su ternura y su pillería son fogonazos en la oscuridad de la vida horrible. Siguen deslumbrando, produciendo efectos de vida. Es eso lo que el superviviente-narrador tiene que hacer pasar en su escritura para que la muerte no se convierta en número.

“Marquitos nos arrastra hacia una corriente donde el tiempo es otro, donde somos otros. No podemos, no entendemos, ni pasamos. De repente todo alcanza niveles de comprensión sorprendentes. El tiempo es distinto, el camino cambia, acompañar en la lucha que no es por justicia, sino por otra cosa nos convierte en madre, Ale, tiempo”.

Aquí, en este otro plano, son los muertos-vivos los que pueden salvar a los vivos-muertos. Valeriano lo descubre a fuerza de no saber, de no entender, de no dejar de luchar por algo que no es justicia, que no se sabe. Impedir que la muerte de Marquitos engrose la estadística es hacer pasar de nuevo sus intensidades de pillería y juego, de ternura y vida. No escribir sobre ellas, sino desde ellas, bajo sus efectos.

“Es una presencia amiga que me empuja a seguir, a entender, a no colgar con lo importante. Es una presencia que activa”. Nadie muere del todo si se siguen contando sus historias, si esas historias siguen pasando intensidades, si las intensidades despiertan energías adormecidas, si otros las prolongan en gestos y pensamientos audaces. La vida en la muerte está fuera del tiempo, en la eternidad, mientras que la muerte en vida está bajo dominio del tiempo-que-pasa, de la Historia.

“La presencia de Marquitos es un bucle infinito de tiempo que no transcurre (…) las cosas no se proyectan hacia adelante, pero tampoco se quedan en el pasado”. No es memoria, la memoria está condenada a olvidar. Es presente, cargar el presente de las intensidades que nos han quedado bailando en el cuerpo. También hay segundeo en la escritura, tiempo tensor compacto inmóvil.

La muerte convertida en estadística significa que el mal es necesario para el bien: el bien del trabajo, del turismo o del mercado. “Gobernar”, dijo un político español en un arranque de sinceridad, “es administrar el sufrimiento”. Pero la muerte no puede ser el final, dice Ale, hay una justicia que no es la de los hombres. La vida-muerte de Marquitos, sus intensidades de dolor y de alegría, no requieren consolación o compensación, sino transformación, metamorfosis, redención.

“Un insistir en vivir por más que la época diga otra cosa. Pero no vivir de cualquier modo, no vivir careta, vivir muerto, haciendo caso, sino afirmando una manija, una cierta idea al andar, un estar para siempre presente acá, en otra dimensión, en cualquier tiempo, acompañados por Marquitos”. (31-07-22).

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