El 17 de octubre de 1945 contado por el propio Perón
“Si este cuerpo no resuelve la huelga general les puedo asegurar que se producirá lo mismo, por el estado emotivo de los trabajadores”, aseguró un dirigente del sindicato de la carne rosarino, el 16 de octubre de 1945, en la sesión del Comité Central Confederal de la CGT, advirtiendo que si los dirigentes cegetistas avalaban el corrimiento de Juan Perón del gobierno de facto instaurado en 1943, quedarían desacreditados frente al pueblo trabajador, que en masa iría a la huelga general de cualquier modo. Aquel día, la mayoría de los hombres que tenían algún grado de responsabilidad en la dirección del movimiento obrero realizaban un profundo examen de conciencia de su relación con Perón, llegando a establecer que defender al creador de la Secretaría de Trabajo y Previsión Social era defender los derechos conquistados en los últimos dos años.
La CGT mantuvo entonces la movilización para el 18 de octubre, tal como se había establecido previamente. Sin embargo, la huelga general se realizó en los hechos un día antes. En la mañana del 17, la agitación comenzó en los ambientes fabriles del conurbano bonaerense y en algunas ciudades del interior. Pocas horas más tarde, se producía una masiva concentración popular en la Plaza de Mayo, que desbordó la pasiva e incluso afín seguridad policial. En pocas horas, las negociaciones en la Casa de Gobierno y en el Hospital Militar donde se encontraba recluido Perón, permitieron a éste imponer sus condiciones, recuperar el control del gobierno y hablar a la multitud reunida. El 17 de octubre era una realidad y poco tardaría en ser convertido en el acontecimiento de celebración popular de la lealtad hacia Perón.
El peronismo tomaba forma, transformándose, sin duda alguna, en un antes y un después en la historia argentina. La confluencia de diferentes fuerzas políticas y sociales, entre las que se encontraban militares, empresarios y trabajadores, había dado forma a este gran movimiento de masas. El llamado a conformar una gran alianza social que pusiera coto al comunismo y contuviera a la comunidad nacional, fracasaría sin embargo bajo el formato original diseñado por Perón. Aquel octubre de 1945, quien se había transformado en el líder de la Revolución de 1943, se encontraba en una situación de real aislamiento, del cual sólo lo salvarían las masas obreras y una dirigencia sindical que reconocía al coronel las mejoras alcanzadas en sus condiciones de trabajo y vida.
En esta oportunidad, para recordar el llamado Día de la Lealtad, traemos algunos fragmentos de un pequeño librito intitulado ¿Dónde estuvo?, en el que Perón, bajo el seudónimo de Bill de Caledonia, describe los sucesos de los días previos al 17 de octubre de 1945.
Fuente: Juan Domingo Perón, Obras Completas Tomo 7, Fundación Pro Universidad de la Producción y del Trabajo y Fundación Universidad a Distancia “Hernandarias”, 1997, págs. 227-255.
Nada de este movimiento fue organizado ni preparado. El coronel pidió a sus amigos, los trabajadores, que no hicieran nada y se limitaran a cumplir el lema de acción obrera: “De casa al trabajo y del trabajo a casa”; “venceremos no con la violencia, sino con la inteligencia y la organización”; “estemos siempre unidos y venceremos”. Ello se cumplió hasta que la clase trabajadora vio a su líder preso; después, espontáneamente, la masa se agitó y se puso en marcha; nada la detendría, pues avanzaba con “la Verdad” y “la Justicia”, y ya lo había dicho el líder: “Montados en la verdad no necesitamos espuelas”.
Anotamos de las memorias de Perón la trascripción cronológica de los hechos desde su renuncia hasta la apoteosis obrera de la Plaza de Mayo del 17 de octubre de 1945, donde los trabajadores unidos en una masa de más de medio millón de hombres, cambió el curso de la historia argentina.
(…)
“Presentada mi renuncia, salí del Ministerio de Guerra un poco entristecido por la creencia de que el Gobierno había cometido un grave error que no tardaría en arrojar peligrosas consecuencias.
Los hechos históricos de la vida de los pueblos no se manejan con la displicencia de una estancia, ni la irreflexión de una partida de caza. Es menester conocer —base para distinguir—, distinguir —base para apreciar— y apreciar —base para resolver. Las grandes decisiones deben ser, por lo menos, un poco racionales, sazonadas con la experiencia y la previsión y adornadas por el sentido común.
Nada de esto tenía en mi concepto el acto resultante del ‘motín de Campo de Mayo’, ya que analizado en sus orígenes y consecuencias se trataba solamente de un caso de ‘histerismo colectivo’ complicado con intereses personales o de círculo.
Yo pensaba —ahora sé que con fundamento— que las consecuencias de ese acto serían la pérdida del equilibrio creado a la Revolución y con ello el comienzo de una época de decisiones inconexas y contradictorias, como asimismo el desencadenamiento de las pasiones, acciones y reacciones que llevarían al país al borde, si no a la guerra civil misma.
Pensaba también que tratándose de servir al país, no eran horas de enconos ni amor propio ni tampoco momento para amplificar pasiones personales. En ese sentido estaba resuelto a seguir ‘cooperando desde el llano’ con la mejor buena voluntad de que fuera capaz.
Con estas tribulaciones y reflexiones llegué a mi casa, con el profundo dolor que sobre mi espíritu pesaba la circunstancia de verme arrojado del Gobierno por los propios camaradas que, el día anterior, tenían depositada en mí su confianza, a la que nunca había defraudado. La incomprensión de esa gente me apenaba. Su ingratitud me entristecía y su deslealtad me producía la mayor desilusión.
Los jefes y oficiales conocían mejor que yo el Ejército que recibimos en 1943 y sabían también lo que desde entonces hicimos por llegar al que tenemos hoy. Yo podría ser un mal hombre, pero no un mal ministro de Guerra. El pensar que a los jefes y oficiales les interesara más un nombramiento de funcionario que la eficiencia y el progreso del Ejército era una cosa que yo no alcanzaba a comprender.
Sin embargo, en base a mis antecedentes de soldado y caballero, que no faltó jamás a su palabra, esperaba que se me tuvieran las elementales consideraciones. Había pedido mi retiro del Ejército y resuelto descansar y curarme, cosas que mis anteriores cargos no me habían permitido hacer.
Cuando llegué a mi casa, ésta se encontraba atestada de oficiales y dirigentes obreros que, con lágrimas en los ojos, expresaban su indignación. Allí se hablaba de levantar al Ejército porque se decía que Campo de Mayo había aprovechado mi decisión de no exponer la vida de un solo soldado por salvar mi situación personal, para obtener soluciones que satisficieran las peores ambiciones de un círculo de hombres que serían fatales a la República. Los obreros estaban decididos a ‘parar el país’ y hacer una huelga general revolucionaria sin precedentes en la historia argentina.
Calmé como pude a todos: Si yo, con todos los resortes de la fuerza en la mano que hubieran permitido reducir a Campo de Mayo en pocas horas, me negué a hacer matar un solo hombre por salvar una situación, que si bien era del país, podía interpretarse como personal, no podía pensarse que fuera tan torpe como para encabezar una revolución ahora. Sin embargo, como el sentido común no es el más común de los sentidos, he sabido después que se me consideró conspirando contra el Gobierno desde mi casa. Mis temores tenía de que ello sucediera, y como la afluencia de jefes y oficiales a casa seguía en aumento alarmante, como asimismo las legiones de trabajadores traían verdaderas invasiones a mi pequeño departamento, resolví el día 11 de octubre tomarme unos días de descanso en el Tigre, en la isla de un amigo.
Salí de mi casa el 11 de octubre a la tarde y pasé la noche en Florida, en casa de un amigo, a fin de desligarme de compromisos y visitas, pues mi estado físico no era bueno.
El 12 de octubre, a la mañana temprano, en una lancha particular, me trasladé a la isla mencionada y allí me instalé dispuesto a descansar unos días.
Como no tenía nada de qué acusarme, le encargué a mi gran amigo, teniente coronel Mercante, que al día siguiente fuera al Ministerio de Guerra y le dijera al ministro que si me necesitaba estaba en la isla pronto a concurrir donde fuera. No deseaba, eso sí, que se supiera públicamente, porque anhelaba estar tranquilo.
Esa misma noche, a la una de la madrugada, llegaba a la isla el coronel Aristóbulo Mittelbach, jefe de Policía, y en nombre del presidente me comunicaba que debía acompañarlo. Se trataba, según dijo, de trasladarme a un barco de guerra. Le dije al coronel Mittelbach que no esperaba ese agravio y que le rogaba dijera al presidente que no deseaba ser sacado de mi jurisdicción o, en caso que se me acusara de algún delito, como funcionario, prefería que se me trasladara a Villa Devoto.
El jefe de Policía, visiblemente molesto y apenado me dijo: que no creía que se me detendría y prometió hablar con el Presidente. Entre tanto yo permanecí en mi casa, a la espera de la resolución, mientras me vestía.
A las 2 y 30 llegó a mi casa el subjefe de Policía, quien en nombre del presidente me dio su palabra de honor, de que por esa noche debía ir a la cañonera Independencia y que al día siguiente sería trasladado a un alojamiento más de acuerdo con mis deseos.
Partimos hacia Puerto Nuevo, me embarqué y con centinela de vista fui trasladado a Martín García (Presidio Naval) y alojado allí en una vivienda destinada a los presos militares, con dos centinelas y el servicio correspondiente. Mi estada en la isla fue de grandes satisfacciones espirituales y estoy reconocido a mucha gente humilde de aquel penal, como asimismo a los camaradas de la infantería de marina, que sólo cumplían órdenes superiores.
Desde mi alojamiento de confinado seguía por la radio los acontecimientos de Buenos Aires, mientras comenzaba a sufrir algunos dolores en la espalda, provocados por la humedad del ambiente y lo precario de la habitación, donde la lluvia hacía sus incursiones por las ventanas.
Desde allí pasé al ministro de Guerra mi primera nota que decía:
Isla de Martín García, 14 de octubre de 1945. -A S. E. el señor ministro de Guerra. Comunico al señor ministro que el día 12 de octubre a la noche he sido detenido por la Policía Federal, entregado a las fuerzas de Marina de Guerra y confinado en la Isla de Martín García.
Como todavía soy un oficial superior del Ejército en actividad y se desconoce el delito de que se me acusa, como asimismo las causas por las cuales he sido privado de libertad y substraído de la jurisdicción que por ley y mi estado militar me corresponde, solicito quiera servirse ordenar se realice las diligencias del caso para esclarecer los hechos y de acuerdo a la ley disponer en consecuencia mi procesamiento o proceder a resolver mi retorno a jurisdicción y libertad, si corresponde. Juan Perón, coronel.
Sin recibir contestación, permanecí hasta que el señor presidente Farrell mandó a Martín García al capitán cirujano Miguel Angel Mazza, para revisarme e informar. El día 16 de octubre a mediodía, llegaban nuevas visitas: el capitán Mazza, acompañado de un teniente de navío y los doctores Romano y Tobías, que debían revisarme. En tales circunstancias aprecié la situación y llegué a la conclusión de que el ministro de Marina, que era quien enviaba los dos médicos civiles, tenía la intención de hacerme ‘manosear’ con dos ‘galenos’, a los cuales no conocía, y, por lo tanto, no me merecían confianza alguna como paciente. Me negué en consecuencia a dejarme revisar y le manifesté al mencionado teniente de navío, que le dijera al doctor Romano que si él fuera el coronel Perón y yo el doctor Romano, no habría aceptado la misión por ética profesional y por delicadeza personal; no sé si el mencionado oficial lo transmitió, pero aquí lo ratifico.
Como ese mismo día escuchara a cada hora un comunicado del Ministerio de Guerra que decía que el coronel Perón no se encontraba detenido, remití al ministro de Guerra el siguiente telegrama:
Comunico al señor ministro que mientras la radio anuncia que no estoy detenido, hace cuatro días que me encuentro detenido, incomunicado y con dos centinelas de vista en la prisión de esta isla.
A las 3 y 30 horas del día 17 de octubre, por orden expresa del presidente de la Nación, en contra de la decisión del ministro de Marina, fui trasladado al Hospital Militar Central, desde donde asistí al magnífico movimiento popular que dio por tierra con los hombres que por un golpe de audacia quisieron copar un movimiento que se había enraizado en la historia argentina y que, por lo tanto, no podía ser explotado por audaces superficiales, incapaces de penetrarlo y menos aún de llevarlo adelante. El repudio popular los aplastó en germen y tuvieron la culminación que merecían.
Supe después que el ministro que tuvo la amabilidad de confesar que ‘él no era Perón’, era quien me había confinado en Martín García por su cuenta y que pretende justificar esa decisión afirmando que ‘ordenó que el señor coronel Perón fuese alojado en Martín García y que estaba detenido y había dispuesto que no recibiese visitas como medida de seguridad y que en ningún momento el causante estuvo en la Prisión Naval, ni en la isla Martín García, en calidad de prisionero: ¡Que Dios lo haya perdonado!
Ahora resulta que aquello era puro turismo y me explico, aunque tarde, que los dos centinelas que me observaron permanentemente, eran dos custodias para que no se atentara contra mi vida por parte del pueblo. ¡La mutabilidad de las muchedumbres! Ese mismo pueblo que el día 17 de octubre le obligó al almirante a vestirse precipitadamente en el comedor de la Presidencia y a abandonar la Casa de Gobierno vestido de burgués y buscar refugio en un buque, mientras era perseguido por la multitud al grito de ‘la cabeza de Vernengo Lima’, después de intentar infructuosamente que se hiciera fuego sobre la muchedumbre de obreros. Evidentemente él no era el coronel Perón, y quizá los dos estemos contentos con la suerte.
El día 17 de octubre, desde el Hospital Militar, asistí a los hechos más trascendentales de toda la Revolución de Junio. Ellos llenaron todo mi corazón de argentino y de patriota: la Revolución hecha hacía un año y cuatro meses por el Ejército había sido comprendida y había pasado al pueblo y, en consecuencia, había triunfado. Numerosos camaradas del Ejército y de la Aeronáutica se hicieron presentes y durante toda la mañana disfruté del ‘perfume de la flor de la lealtad’, tan grata al corazón de los leales. Los jefes y oficiales del Ejército y Aeronáutica que repudian la ambición y la deslealtad estaban como siempre en su puesto con el honor y la firmeza de verdaderos soldados. Los amigos estaban también en su puesto y tuve la enorme satisfacción de saber que tenía amigos.
(…)
Desde el Hospital Militar percibía los gritos de los trabajadores y mi corazón se llenaba de satisfacción: ellos, en quienes yo había puesto mi fe y mi amor de hermano y argentino, no me defraudaron a mí, como no han defraudado a la Patria, a quien han dado su grandeza con sus sudores germinantes y generosos. ¡Ellos también le han dado todo sin pedirle nada!, a semejanza de los grandes de nuestra gesta gloriosa”. (www.elhistoriador.com.ar). (17-10-21).