La cultura como caballo de Troya: ¿qué hacemos los que no batallamos?
El año de Milei se caracterizó por desfinanciamiento, insultos, y desprestigio de los organismos y los actores del área. ¿Cómo se puede pensar y reaccionar a esa estrategia?
Por Claudia Piñeiro (*)
Las políticas culturales del gobierno de Javier Milei durante su primer año estuvieron relacionadas tanto con la reducción de presupuestos –a valores tan bajos que propician la desaparición de organismos y programas–, como con el insulto, el desprecio y el ataque a figuras o representantes del sector. Una situación que debe ser evidente incluso para quienes apoyan la gestión del Gobierno, quienes sin dudas encontrarán argumentos justificativos en un arco discursivo del lugar común neoconservador, que va desde “no hay plata” o “con ese dinero se le debería dar de comer a los niños del Chaco”, hasta “son todos parásitos del Estado”. Funcionarios designados en altos puestos del área cultural tuvieron consideraciones semejantes y se refirieron a algunos productos culturales como “bodrios”, “torturas”, “hechos por degenerados”.
Si dejamos por un momento los dichos para volver a los actos, el Gobierno nacional arrancó su primer año degradando al Ministerio de Cultura a la categoría de Secretaría, con la consecuente baja no solo de estatus sino de presupuesto. Luego siguieron otros hitos, por ejemplo:
*Decidió no participar en la Feria del Libro de Buenos Aires; ni tampoco en la de Frankfurt, ni en la de Guadalajara, las más importantes del mundo literario y de la industria, donde el país estuvo representado durante años.
*Instrumentó el desfinanciamiento del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA), reduciendo el volumen de lo producido, pero sobre todo su diversidad y federalismo.
*Consolidó el desfinanciamiento del Programa Sur de Traducciones de Cancillería, gracias al cual la literatura argentina llegó a distintas lenguas y lectores.
*Proyecta cambiar la matriz de financiamiento del Fondo Nacional de las Artes (FNA), organismo descentralizado que históricamente se financió con el dominio público pagante (lo producido por los derechos sobre obras de más de 70 años), fondos que propone reemplazar por créditos UVA que deberían cancelar los artistas.
*Perdió la sede en Argentina del prestigioso mercado cinematográfico Ventana Sur, que en estos días se reunió en Montevideo.
Sin embargo, si después de este primer año de mandato concluyéramos que al presidente Javier Milei no le interesa la cultura, nos equivocaríamos: le importa tanto como el plan económico. Es más, está convencido de que el éxito de su plan se encuentra supeditado al triunfo en “la batalla cultural”. Es probable, incluso, que tenga mayor claridad acerca de cuál es el valor de la cultura que alguno de sus antecesores.
Por eso, en este año le dedicó tanto tiempo, tantos agravios, tantos gritos a la cultura y sus representantes. Por eso se ensañó con Lali Espósito, tal vez la artista popular más importante de la Argentina, a la que apodó Lali Depósito, y por quien funcionarios, empleados y afines a cargo de las redes sociales llamaron a boicotear a Spotify durante la campaña publicitaria de su nuevo tema “No me importa”. Por eso el presidente le dedicó retuits a la controversia desatada por la entrega de Cometierra a bibliotecas de escuelas secundarias — un libro que incluye la palabra pija — , cuando él mismo hizo chistes obscenos acerca del tamaño del pene de un burro en un acto escolar. Por eso hizo bajar cuadros de argentinas ilustres del Salón de las Mujeres de la Casa Rosada nada menos que el 8 de marzo — el Día Internacional de la Mujer — y prohibió el lenguaje inclusivo en la administración pública nacional. Por eso, cuando la icónica conductora televisiva Mirtha Legrand se quejó en su programa por el cierre del cine Gaumont, el presidente retuiteó a un politólogo que sugería que si ella no quería que cerraran esa sala por qué no la compraba con su dinero y así “contribuiría a cambiar la mala imagen que tienen los argentinos de sus propios referentes culturales”.
Ingenuamente, podríamos pensar que cada vez que, en este primer año de mandato, el presidente dedicó tiempo a estos asuntos fue porque, en lugar de gobernar, se distrajo con cuestiones menores o con peleas adolescentes. Error: todos los anteriores fueron actos de gobierno deliberado. Nuestro presidente también gobierna de ese modo, de madrugada, teléfono en mano, porque entiende que es fundamental dar la “batalla cultural” y a eso dedica gran parte de su tiempo.
Recojo una imagen literaria que usó Cynthia Edul, escritora y amiga, mientras conversábamos acerca de los avatares de nuestro país: lo que el presidente busca es entrar con la cultura como caballo de Troya al reino que quiere conquistar, para luego, una vez dentro, dejar salir a los soldados que abrirán las puertas al ejército de la ideología tecnolibertaria.
Aunque este objetivo siempre estuvo claro, es comprensible que nos perdamos y no hagamos foco en él porque cuando el presidente grita, insulta o agrede, muchos de nosotros tendemos a subestimar lo que dice. Nos quedamos rumiando en el agravio, sin profundizar. Para evitarlo, fui a buscar declaraciones suyas anteriores, más reposadas, en las que hablara del tema sin desbordarse, de manera que me permitiera escuchar y entender cuál fue, desde siempre, su plan de gobierno con respecto a la cultura. Y entre tantos me encontré con un video de la Feria del Libro de Buenos Aires 2023, época en la que Milei aún no estaba a cargo del Poder Ejecutivo, sino que era diputado en un bloque de dos personas. El video corresponde a la presentación del libro de Agustín Laje, La batalla cultural. En aquella época, el ahora presidente hablaba sin leer y con mucha más calma. Y hacía infinidad de citas de autor, recomendando libros con los que se puede o no coincidir ideológicamente, pero que parecen lecturas más genuinas para él que las de aquel presidente que dijo que leía a Sócrates, o del que aseguraba que tenía en su mesa de luz la biografía de Mahatma Gandhi. Uno de los citados fue Alex Kaiser, un abogado y activista chileno de ultraderecha, defensor de las ideas de la escuela austríaca, que publicó La tiranía de la igualdad, y cobró notoriedad por la controversia que generó una nota aparecida en el diario “El Mercurio”, que tituló: “La educación no es un derecho”.
Desde el comienzo de su intervención, Milei propone a la audiencia la aceptación de una derrota: “Es muy importante saber de dónde partimos, y reconocer que la batalla cultural nosotros la perdimos”. Para luego repetir las preguntas que se hace Kaiser: ¿por qué triunfan en las elecciones los gobiernos socialistas si empíricamente demostraron su fracaso? Recordemos que nuestro presidente incluye en esta categoría política todo lo que no sea derecha o ultraderecha. ¿Por qué los siguen votando y mantienen el poder si, según él y las teorías económicas que suscribe, mostraron su rotundo fracaso? La respuesta para Milei es clara: porque ganaron la batalla cultural. E inmediatamente, con énfasis y cierto reduccionismo, le atribuye a Antonio Gramsci un plan para impregnar a la sociedad con la idea de lo “políticamente correcto” a través de medios, educación y cultura.
El futuro presidente marca así a sus tres enemigos, a los que tiene que vencer para cambiar la historia, para terminar con un sistema “que se basa en lo justo, con una falsa idea de la igualdad”. En cambio, parafraseando a Alberto Benegas Lynch (h), asegura que “solo se puede ser exitoso sirviendo al prójimo con bienes de mejor calidad y a un mejor precio”. La cultura se reduce entonces a un concepto mercantilista; quienes la consumimos seríamos clientes. Y ya sobre el final de su intervención, Milei plantea algo que si yo no hubiera asistido a una clase de guion del maestro Robert McKee me habría tomado por sorpresa. En aquella oportunidad, el formador de guionistas nos explicaba cómo generar empatía con un personaje “malo”. Y daba como ejemplo a Hannibal Lecter, en El silencio de los inocentes. Sostenía McKee que para generar empatía hubo que rodearlo de malos más malos que él. Así, el asesino serial podía ser muy maligno, pero los jueces o policías que lo rodeaban, de quienes esperábamos que estuvieran del lado del bien, eran tan malignos como él. Como si el entonces diputado Milei hubiera leído a McKee, concluyó su intervención en aquella tarde en la Feria del Libro diciendo: “Hoy están descubriendo que los malos son efectivamente malos, pero que los que se vendieron como buenos son más malos todavía que los malos”.
“Ay, ay, ay, que se va la vida, más la cultura se queda aquí”, canta León Gieco. ¿Pero cuál cultura?, esa es la cuestión. Para la Unesco, “cultura es el conjunto de rasgos distintivos, espirituales, materiales y afectivos que caracterizan una sociedad o grupo social. La cultura engloba, además de las artes y las letras, los modos de vida, los derechos fundamentales del ser humano, los sistemas de valores, creencias y tradiciones”. Para el presidente de la Argentina, esto es justamente lo que hay que cambiar a fin de garantizar el funcionamiento de su plan general de gobierno.
Si libros, series, películas, cuadros o canciones, nos hablan de igualdad, de solidaridad, de justicia social o de salidas colectivas, para él atentan contra su plan porque llenan la cabeza de los ciudadanos con ideas perniciosas. No podemos negar que su propuesta es contracultural, con normas éticas y estéticas propias.
En los años sesenta y setenta la contracultura era el movimiento hippie, la canción de protesta, el teatro independiente, el arte callejero, que ya desde entonces se ocupaban también de cuestiones ecológicas y de derechos humanos. Pero Thomas Frank, escritor estadounidense e historiador de las ideas, en su ensayo La conquista de lo cool, señala un punto determinante: cuando la utopía se transforma en mercancía de la cultura hegemónica. El paso de lo hippie a lo yuppie, por ejemplo. O Don Draper, protagonista de Mad Men, que sobre el final de la serie decide hacer un retiro espiritual en una comunidad hippie, supuestamente para reconectar con su ser interior y con el prójimo, pero, de paso cañazo, aprovecha para hacer una de las publicidades más populares de la historia de Coca-Cola, el Hilltop en 1971: “Quisiera al mundo darle hogar, y llenarlo de amoooorrrr…”. Dice Jordi Costa, autor de Cómo acabar con la contracultura, en una entrevista de un medio español: “… se extirpa de la herencia contracultural todo su potencial de transformación para dejarlo en su superficie, en una imagen, en una estética; un simulacro, en definitiva.”
¿Será entonces que, al haber consolidado ciertos logros culturales, el sistema político nos exprimió tanto que nos convirtió en simulacro? ¿Será que el espacio a reconquistar no debería ser ese central del que Milei pretende corrernos, sino el de una contracultura nueva, superadora de la libertaria que hoy ya convenció a muchos de que quienes nos dedicamos a la cultura somos vagos que vivimos del Estado, que lo colectivo no es importante y que la crueldad es un medio válido para llegar al objetivo buscado? Preguntas para las que aún no hay respuesta cierta.
Sin embargo, este año cultural de la Argentina no se limita a lo que el Gobierno hizo o dejó de hacer. No se reduce a los gestos de censuras indirectas, a los ataques, a la desfinanciación brutal, ni a la imposibilidad de la imaginación. Este año cultural también incluye lo que cada uno de nosotros hizo, individualmente o en conjunto, a pesar de esas restricciones. Incluye las marchas universitarias, la lectura colectiva de Cometierra en distintos lugares del país, la muestra alternativa de cine Contracampo — gestada por profesionales de la industria como resistencia frente a la agonía del Festival de Cine de Mar del Plata — . Incluye el Premio Sor Juana Inés de la Cruz que ganó Gabriela Cabezón Cámara, la nominación al Booker Prize de Selva Almada, el premio Rivera del Duero que ganó Magalí Etchebarne, el Premio Horizontes Latinos del Festival de Cine de San Sebastián que ganó “El jockey” de Luis Ortega, el Gran Premio de la Semana de la Crítica de Cannes que ganó “Simón de la montaña” de Federico Luis, el Premio Ibsen de Teatro que recibió Lola Arias en Noruega, y el éxito descomunal del tema “Fanático” de Lali Espósito, que se ubicó en tiempo récord entre los cinco más escuchados del mundo. Pero también tantos libros, películas, series, obras de teatro, canciones, cuadros, esculturas, y otras manifestaciones artísticas que, aunque no hayan recibido premios, nos alegraron la vida, nos hicieron pensar y fueron la mejor respuesta frente a lo que el gobierno de Milei hizo este año con la cultura.
Opusimos una suerte de Ecología del sentido, como la llama Alberto Barreiro, profesor español especializado en inteligencia artificial y fanático lector de Philip K. Dick, en una nota publicada en Retina, plataforma del diario El País, que se titula “Trump, Musk, y el aceleramiento tecno libertario”. “Todo lo que sea aceptación de lo que somos, de la vulnerabilidad compartida que define la condición humana, se convierte, repentinamente en un acto de resistencia activa. En el corazón de esta batalla por el futuro hay una lucha existencial entre el vacío y el sentido”, dice Barreiro. Y advierte: “La batalla que se avecina no será entre conservadores y progresistas, sino entre quienes defienden la autonomía humana y quienes abrazan la visión aristocrática del elitismo tecnocrático”. Pero, para resistir y triunfar, lo primero que tenemos que hacer es reubicarnos en un nuevo territorio, uno en el que Trump/Milei “nos da permiso para ser la peor versión de nosotros mismos en un mundo sobrecargado de hipocresía y ocultamientos”.
A un año de gobierno libertario, en el que nuestro presidente trabajó arduamente para ganar su batalla cultural, y mientras da muestras de que seguirá batallando, el asunto es qué hacemos quienes no compartimos sus valores, si es que podemos hacer algo. Como propone Barreiro, tal vez nuestra tarea sea llenar de sentido el vacío, “quizás hablar de amor, de naturaleza, de ciencia o de arte puede ser nuestro acto político fundamental”. Insistir con lo que hasta hace poco entendíamos como la cultura. Y sí, en el país hay temas de extrema gravedad, hay gente que se muere de hambre y jubilados que no pueden comprar sus remedios, pero de eso se ocupan en otra columna.
(*) Escritora, dramaturga y guionista. (13-12-24).