Procrear: la historia del Gigante del Oeste que incluye a una dorreguense
Las calles son, todavía, de tierra. Los chicos juegan en las veredas incipientes. Y los vecinos se saludan cuando sus destinos se cruzan, por cortesía y porque, de una manera u otra, todos se conocen en el Gigante del Oeste. A una veintena de kilómetros de distancia del casco fundacional de La Plata, sin demasiados comercios alrededor, sin micros que entren al corazón del barrio (ubicado entre las calles 173 y 177 y de 47 a 52), con luminarias languidecientes e infraestructura embrionaria, se consolida para centenares de familias la versión factible de una utopía: la del techo propio, un hogar “para toda la vida”.
Acometida por muchos merced al otorgamiento de los créditos Procrear, la empresa requiere fuerza de voluntad y cierta épica cotidiana, que puede rastrearse incluso en el bautismo de la urbanización, pero que queda aún más en evidencia al compartir anécdotas y experiencias con quienes eligieron convertirse en pioneros en el territorio de descampados, quintas, retazos de monte, antiguos ramales ferroviarios, zanjones y afluentes de arroyos que median entre El Centinela y Lisandro Olmos.
Luego de veinte años juntos y de alquilar una casita en la zona de 29 y 44, Marisa Carricajo (41) y Manuel (45) se mudaron a su propio hogar, situado en 49 entre 174 y 175, en febrero de 2017. “Toda mi vida vi como imposible el sueño de la casa propia… pero lo concretamos. Antes los créditos siempre eran para otros”, advierte Marisa, y se emociona: “Me crié en Romero, en una casita básica que a mis padres les costó mucho tener y mantener. Las calles eran de tierra como acá; estábamos lejos del centro de La Plata, como acá. Volví a tener la vida que tenía cuando era chica, y en nuestro propio techo”.
“En 2011 empecé a trabajar en una fábrica y ahí empezamos a buscar algo. En octubre de 2013 salimos sorteados en la modalidad de tierra más construcción del Procrear y en junio de 2014 hicimos el primer convenio de compraventa”, recuerda la romerense, que guarda en su memoria cada detalle de cada paso que la llevó a tener su casa.
“Cuando empezamos a buscar terrenos, la mayoría era inalcanzable. Nos anotamos en el Procrear y cuando salimos sorteados ya todo había duplicado su valor”, repasa. Y agrega: “Igual tuvimos la suerte de acceder a nuestra vivienda. Yo estuve entre la primera tanda de escrituración del barrio”.
Marisa detalla que el Gigante comprende unas 21 hectáreas, que se dividieron en 423 lotes. “En el último censo, de marzo pasado, figura que somos 260 familias. Ahora quizás haya algunas más, pero no tantas… porque el crecimiento se está dando de manera más lenta. Algunos vecinos incluso tuvieron que vender el lote, por no poder seguir con el proyecto”.
Uno de los rasgos principales del naciente enclave habitacional es que su atmósfera de “todo por hacerse”, que puede llevar al desencanto pero también resultar muy estimulante, permite ensayar códigos de convivencia y formas de organización que privilegian la horizontalidad, la participación, y procuran recrear vínculos comunitarios que la densidad y el vértigo de las urbes han desdibujado.
“Acá en el Gigante fuimos vecinos incluso antes de que existiera el barrio”, subraya Marisa. “Para poder obtener la rezonificación y los servicios mínimos, primero nos juntamos los 400 en asados, comidas, reuniones… Nos empezamos a organizar por comisiones para todo. Es una alegría poder contar con una comisión de Cultura, por ejemplo, con la que armamos los festejos del último carnaval. Pero antes hubo una de Infraestructura para hacer zanjas… todo se hace entre todos. Esa es la forma en la que esto va funcionando, y con la que nos sentimos a gusto”, indica.
“Nos costó, porque primero tuvimos que lograr que fuese una zona urbana, pero no calificaba como tal: le faltaban accesibilidad y servicios básicos”, acota la vecina. Y sigue: “Esto era un macizo de tierras, pero logramos que el Municipio tramitara la rezonificación. Sí que nos costó, pero lo logramos luego de muchas gestiones. Por suerte, somos muchos, siempre”.
¿Cómo es el día a día de una familia que vive a varios kilómetros del centro de La Plata? Ajetreado pero dentro de lo tolerable. “Vamos y venimos todos los días”, explica Carricajo. “Tenemos un barcito en el centro, pero no es muy distinto a la vida que teníamos antes. La diferencia es que ahora nos organizamos para ir y venir juntos a nuestra casa, que es sencilla. La terminamos completa porque nos propusimos hacer algo cómodo y que fuera lo mínimo que necesitáramos para vivir. Así y todo, cuando nos tocó techar, vino la primera devaluación y pudimos concretarla gracias a la ayuda de la familia, porque todo se volvió más costoso”, asegura.
“Acá no hay muchos comercios, pero en 172 está el barrio El Centinela”, describe Marisa: “Si uno no tuviera que dar tantas vueltas por el estado de las calles, de mi casa estaría a una cuadra y media. Ahí hay supermercado chino, carnicería, todo… Está súper construido y habitado. Eso nos falta a nosotros, pero ya estamos cada vez más conectados con el entorno y generando relaciones para que todo sea posible. Yo en casa tengo una pizzería para llevar, otro chico tiene un almacén… mi idea es, en el mediano plazo, cerrar el bar del centro y poner uno acá… Espero cumplir ese otro sueño. Lo vemos posible”, comenta.
SÚPER ORGANIZADOS
Florencia Lloret (42) hace un año que vive en el Gigante, junto a su esposo Federico y el hijo de ambos, Pedro (7). Ella es museóloga y él, músico y docente. Vienen de alquilar desde hace varios años, y el surgimiento del crédito Procrear los hizo ilusionar con tener su propia casa. Mientras esa aspiración cobraba forma, entre bocetos, planos y visitas a casas de griferías, sanitarios y electricidad, fueron involucrándose activamente en las gestiones para que el barrio fuera posible”.
Su organización diaria en lo laboral hace que los Jaureguiberry Lloret -como la mayoría de los vecinos del lugar- pasen la mayor parte del día en el casco urbano. Pedro empezó este año primer grado y buscaron una escuela en el barrio, pero luego concluyeron que era inviable que fuera allí. “Buscamos escuela cerca de casa; hay una en 170 y 43, que es estatal, primaria, pero finalmente decidimos que fuera a una de La Plata, porque nosotros trabajamos allá”, admiten.
“Todos los días salimos de casa los tres juntos a la mañana, a nuestros trabajos y Pedro a la escuela”, relata Florencia. “Después del mediodía, voy juntando a los que volvemos. Muchas veces nos quedamos allá gran parte del día, porque Pedro tiene organizadas todas sus actividades… pero acá en el barrio ya se empezaron a dar algunos talleres, hay algunos vecinos que dan apoyo escolar, a dos cuadras tenemos una profesora de inglés, así que quizás pronto pueda tener sus actividades extra escolares más a mano”, cuenta.
Mientras tanto, la zona se va poblando y llenando de opciones para comprar, para vender, para intercambiar. “Muchos son emprendimientos familiares”, dice Florencia, quien enumera que “tenemos desde quienes venden juguetes o regalitos, por si te olvidaste de comprar algo para un cumpleaños, hasta quien ofrece un servicio de catering, pasando por quien pinta macetas o quienes ofrecen intercambios de muebles, estufas… casi todo es por grupos de WhatsApp”.
“A veces pienso que tenemos una excesiva organización, porque tenemos grupos y comisiones para todo”, se sincera Florencia. Y ejemplifica: “Hay uno para tareas solidarias: si alguien necesita una pala, o a otros vecinos para que lo ayuden a entrar tierra, o hacer alguna tarea de fuerza, lo pide por el grupo y siempre hay un par que pueden y se suman”.
Para esta familia, como para la mayoría, el Procrear abrió la posibilidad de pensar en su casa propia, “algo que ni siquiera soñábamos”, cuenta Florencia, y sigue: “Salí sorteada y enseguida nos encontramos con el primer conflicto, que era el del terreno, la rezonificación. Creo que eso nos unió y nos dio el sentido de comunidad que hoy tiene el Gigante: juntos sacamos adelante nuestro proyecto individual y a la vez el colectivo”.
Los chicos juegan en la calle. Como sus pares, Pedro desaparece toda la tarde en la casa de sus amiguitos… Florencia y Federico salen a la calle y saludan a todos: “Esta es una forma de vida distinta a la que uno venía llevando, que sobre todo se diferencia en que se pueden compartir con los vecinos muchas cosas”.
Eugenia Madera tiene 33 años, y vive en el Gigante junto a su compañero Agustín Acconci. En la actualidad se desempeña en trabajos temporarios, tras haber sido despedida de su empleo en la administración pública bonaerense hace unos meses. Llegó de Coronel Dorrego hace más de una década a estudiar Sociología, carrera de la que sólo le falta la “tesina” para graduarse.
Agustín, por su parte, es de Mar del Plata. “La verdad, ya somos los dos platenses”, reconoce Eugenia, quien rememora que “el último lugar en el que vivíamos fue un PH diminuto en el Centro. Alquilamos durante 13 años diferentes departamentos, siempre por esa zona. La idea de comprar un lote surge a partir de la oportunidad que nos brindó el Programa de Crédito Argentino, el Procrear. Nos anotamos ni bien salió. Primero no había línea de compra de terrenos, luego se habilitó, y fue ahí que sentimos mayores esperanzas. Pero cuando finalmente fuimos a comprar los lotes, habían aumentado exponencialmente, producto de la especulación inmobiliaria. Ahí empezó la desesperanza de buscar, buscar, buscar y no encontrar”.
Pero el destino les hizo un guiño. “El mismo día en que salimos sorteados en el crédito, nos habían agregado a un grupo de Facebook que reunía a todos los beneficiarios del Procrear de La Plata”, indica Eugenia, “y ahí nos fuimos organizando hasta que se dividió la ciudad en zonas, se buscaron lotes con posibilidad de subdivisión, se creó la ordenanza municipal que permitía dividir las tierras de esta zona y ahí surgió la posibilidad de crear este barrio, que es el más grande loteo de la zona y por eso se llama Gigante del Oeste”.
“Tenemos desde los que venden juguetes o regalitos para un cumple, hasta un servicio de catering”
“Durante el proceso de búsqueda de lotes y de división en zonas eran varios los conocidos que estábamos buscando lotes (compañeros de la facultad de los dos, viejos conocidos, amigos), pero en este proyecto particularmente había gente conocida, incluso una de mis mejores amigas”, dice Eugenia. “Nos decíamos vecinos incluso antes de haber puesto un ladrillo en nuestra casa o antes de saber cuál era el lote que nos tocaba… eso siempre lo rescatamos como una de las particularidades, que se creó una identidad barrial y vecinal a partir de la red social Facebook, antes de ni siquiera compartir territorialmente el lugar”, reconoce.
“A mi casa todavía le faltan cosas… a todo el barrio nos agarró la primera gran devaluación en el momento de la construcción. Ni bien nos dieron los créditos, a los 15 días vino la primera devaluación de la anterior gestión de gobierno, y eso implicó que el dinero que teníamos pensado para poder terminar las casas nos alcanzara nomás para el 60 ó 70 por ciento de la construcción. La bolsa de cemento costaba 70 pesos y ahora cuesta alrededor de 190. Acá se creó una cooperativa de vecinos que autoconstruyeron sus casas, entre los que se incluye mi compañero. Gran parte de nuestra casa fue construida por él y los vecinos de la cooperativa, que trabajaron en más de veinte proyectos y después fueron contratados por vecinos para terminar otras viviendas”.
“De todos modos nos siguen faltando muchísimas cosas”, aclara Madera. “Cuesta ser incluidos en la ciudad, tener una adecuada recolección de residuos, a la plaza nadie viene a cortar el pasto… estamos haciendo gestiones para las cloacas… estamos tratando de armar un espacio cultural en el barrio, y desde la comisión de Cultura hacemos movidas como obras de teatro, recitales, festejos del Día del Niño, carnavales y ferias”, enumera.
“Una vecina que es directora de cine convocó a varios vecinos, entre los que me incluyo, para hacer un documental sobre el barrio. Ya presentamos un ‘work-in-progress’ (’trabajo en progreso’) en la facultad de Bellas Artes, y una de las preguntas que hace de hilo conductor es ‘¿cómo definirías al Gigante?’; la respuesta que siempre surge es ‘mi lugar en el mundo’… ‘mi lugar de llegada’… El documental se llama ‘No hay nada más lindo que llegar a mi barrio’, parafraseando el slogan de Procrear que era ‘No hay nada más lindo que llegar a mi casa’. Es un poco eso: más allá de tener nuestra casa y haber concretado este derecho a la vivienda, lo que muchos sentimos es un sentido de pertenencia a una comunidad que intenta ser una comunidad organizada, que se formó desde incluso antes de venir acá a vivir. Obviamente que no es todo fantasía y color de rosa, sino que como en toda comunidad hay conflictos, hay discusiones, hay puntos de vistas diferentes e incluso irreconciliables, pero que en definitiva terminan construyendo el lugar en el que queremos vivir. Yo definiría al Gigante como eso: el lugar donde quiero vivir”. (Fuente y foto: El Día de La Plata.).