Después de los «10»


POR MANUEL MENDIONDO

Toda mi generación empezó a ir a la cancha con su viejo, con su hermano o con su abuelo, sea de River o sea de Boca, sea de Boca o sea de River, y comenzó a encontrarle un verdadero sentido al fútbol y una fidelidad a sus colores. Fidelidad y pertenencia que ellos mismos, señores jugadores, demostraron culminando cada uno su etapa en los clubes donde hicieron sus primeros pasos. Román, en su Argentinos Juniors, y Pablito, en Estudiantes de su Río Cuarto.

Creo que toda mi generación se encontraba en cada pasito, en cada caño, en cada gambeta, en cada asistencia, en cada gol o en cada abrazo de Roman y de Pablito, que jugaban a veces en contra, a veces juntos… Una buena parte de mi generación, después del domingo futbolero válido por el Apertura 99 cuando se acercaba el final del milenio y palpitábamos éste, esperaba ir a la escuela para contarle a sus amigos si habían visto cómo Aimar, después de ingresar en el área, de bajarla con el pecho y de colocar el remate sobre la humanidad del imborrable Óscar Córdoba, sentenciaba el último superclásico del milenio anterior jugado en el Monumental y que luego Juan Pablo Ángel terminaría de resolver, con Ramón Díaz enloquecido en el banco.

Otra buena parte de mi generación seguramente realizaba la misma acción y en cada primer recreo de la escuela se juntaba a comentar con euforia, al borde de la emoción, aquel gol de Palermo con la pierna rota y el caño legendario de Román al colombiano Mario Yepes, de espalda y sobre la línea del lateral, pegado a la platea de Boca en el día del 3-0 por la Libertadores, mientras Carlitos Bianchi deliraba en uno de los bancos que da a los palcos de la Bombonera. Ni que hablar, para el hincha de Boca, faltar a la escuela para ver por televisión codificada, cómo Román exponía su fútbol frente al Real Madrid en Tokio y levantaba la Intercontinental en tierras niponas. Para aquel que le hacía caso a su madre, sensata y ajena al fútbol, ausentarse un dia a la escuela porque Boca jugaba la final del mundo, era motivo de discusión en la familia, inclusive afectaba la relación padre-madre.

Habrá alguno que haya ido al colegio justo ese dia y escuchó el partido a bajo volumen por la radio dentro del aula o, peor, algún otro que preguntara en la dirección «Señora: ¿cómo va Boca?» O también existirán otros de esa gran parte de mi generación que vieroneése partido en alguna remota sala de la escuela.
Pareciera que esto ocurrio ayer, mientras veo la fecha de hoy en el almanaque a punto de acostarme, después de una ardua jornada laboral y me doy cuenta de que pasaron diecinueve, dieciocho años… de que pasó una buena porción de nuestra vida. Básteme con recordar nuestros rostros sin barbas, limpios. Básteme con recordar a Román y a Pablito, como los últimos números diez dentro y también fuera de la cancha… Ya son más de las diez en las agujas del reloj y es la hora de que hoy Roman y Pablito sean igual de felices que algún tiempo atrás. Aparecerá la nostalgia de los domingos por la tarde o por la noche pero refugiados en la felicidad que consiste en disfrutar a sus familias.

A Roman y a Pablito les debo mis prematuros pasos por apreciar el arte dentro del fútbol, pero principalmente, a Román y Pablito les debo el valor que sacaron de mí para que hoy me encuentre escribiendo estas líneas. Tal vez nunca llegue este escrito ni a Román ni a Pablito y créanme que tampoco pretendo eso. Solo buscaba a algún lector con mayor frialdad y conocimiento del que uno puede tener, para que trate de hacer un esfuerzo por entenderme en este rollo que tengo por pensar que, con los retiros de Román y de Pablito, los números diez con los que crecí se extingan por completo. Es una idea que me hace ruido. El mismo ruido que hacen las agujas del reloj que me indican el paso del tiempo, mucho después de los diez…

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