La institución enferma

Por Juan Ignacio Gilligan, líder en gestión de equipos
Cuando el ego personal se impone al principio colectivo, los equipos se debilitan. Aprender a formar grupos, delegar y cuidar el propósito común es un acto de salud institucional.
Hay una escena bíblica que sigue latiendo en los equipos, clubes e instituciones.
Dos mujeres se presentan ante el rey Salomón. Ambas aseguran ser la madre de un niño. El rey, en un gesto extremo, propone partirlo en dos.
Una acepta.
La otra, conmovida, suplica que no lo hagan y prefiere ceder antes que dañar.
Salomón la reconoce como la madre verdadera.
Porque prefirió perder… antes que destruir.
Ese niño puede representar una comunidad, una causa, un equipo de trabajo.
Y esa escena se repite cada vez que alguien prefiere tener razón antes que cuidar lo compartido.
En los equipos deportivos, es evidente: jugadores que no son titulares y se desconectan, entrenadores que no escuchan, dirigentes que abandonan si sus ideas no prosperan.
Pero también sucede en empresas, familias y comunidades.
Muchas instituciones comienzan a decaer cuando todo empieza a girar en torno a una sola persona.
El club, la escuela, la empresa… termina siendo su estado de ánimo.
Y no por maldad. Muchas veces, cuando hablás con esos líderes, encontrás una raíz más honda: se sienten solos, cargando con todo el peso.
Detrás de cada líder que se aferra al control suele haber alguien que ha aprendido —quizás por experiencia dolorosa— que confiar en otros puede ser riesgoso.
Pero esa soledad, aunque parezca segura, se vuelve un peso que aplasta tanto al líder como a la institución.
Con el tiempo, el entorno se desdibuja.
Ya no hay equipo, solo personas que obedecen o se van.
El líder se queda sin espejo donde verse, sin sostén que lo acompañe, sin contrapeso que lo equilibre.
Termina siendo el cuello de botella de un sistema que ya no respira. Y no lo nota. O no lo acepta.
Y esto no pasa solo en clubes.
Lo vemos en empresas, entornos de trabajo, incluso en naciones.
Lo que falta no es autoridad.
Falta equipo. Falta comunicación clara, entornos sanos y principios compartidos que orienten las decisiones.
En el deporte, formamos a nuestros jóvenes con la convicción de que deben incorporar principios, hábitos y valores que los moldeen no solo como jugadores, sino también como personas. Les pedimos compromiso y una necesaria tolerancia a la frustración.
Pero esas lecciones solo tienen sentido si quienes lideramos también estamos dispuestos a tolerar nuestras propias frustraciones: cuando no se hace lo que queremos, cuando se nos cuestiona, cuando otros piensan distinto.
No se enseña con palabras, sino con actos.
Liderar una institución no es imponer, sino construir: formar equipos, fomentar la confianza y sostener principios claros que estén por encima de cualquier ego individual.
Toda vez que nos enfrentamos a una diferencia, hay una pregunta que nos espera:
¿Querés tener razón… o querés cuidar lo que da vida al grupo?
Porque al final, no importa quién gana la discusión.
Lo que importa es si el niño —la causa que nos une— sobrevive a nuestras diferencias. (14-04-25).