Nos habíamos negado a la belleza / El último baile de Messi y Di María juntos
No lo disfrutamos lo suficiente. Durante gran parte de su carrera nos negamos a la belleza. Todas las jugadas, todos los Messis increíbles que habíamos visto, se nos cayeron adentro del cuerpo ayer cuando se sentó en el banco de suplentes y se puso a llorar. Hoy envejecimos un montón. Nació una legión: hombres y mujeres que durante años diremos “yo vi jugar a Messi y a Di María juntos”. Hay algo muy tierno en la manera que jugó la Selección, un grupo de veinteañeros corriendo para que disfrutaran esos dos veteranos. Eso no es fútbol, es cariño.
Por: Ignacio Fusco Arte: María Elizagaray Estrada / Revista Anfibia
¿Qué es el presente? Ver a Messi llorar. Ver a Di María caminando hacia la salida definitiva y que Lisandro Martínez lo abrace, le diga: “Te quiero mucho”. Pero esto podemos decirlo recién ahora. El último 29 de junio se cumplieron 20 años de la primera vez que Messi jugó en la Selección. En la cancha de Argentinos (ya entonces, el estadio Diego Armando Maradona) el Sub 20 goleó 8-0 a Paraguay en un amistoso que se organizó nada más que para blindar a aquel zurdo rosarino que jugaba en el Barcelona y que, juraban todos, era un avión. Veinte años pasaron, y durante al menos 17 de esos 20 no lo vimos —no lo vivimos— como ahora, todos juntos, él y nosotros, en el mismo tiempo, el mismo lugar. Lionel Messi ha sido el único crack argentino que vivió siempre corrido del presente, en otra dimensión. El único crack argentino que le ganó al destiempo, a la tempestad. Y por eso también llora. Porque quiere seguir jugando. Porque quiere que esto no se termine nunca más.
La culpa, por supuesto, había sido solo nuestra: orgulloso invento del mainstream nacional. Todo lo que ahora vuelve en forma de reels —esas jugadas que asaltan nuestro celular y vistas en frío se nos hacen imposibles, como editadas: gambetas hechas con inteligencia artificial— se vivía entonces con sospecha, con desdén. Queridos centennials: disculpen, pero así fuimos. Va un ejemplo. Messi soltaba un sombrerito hermoso en su primera semifinal de Copa América —el segundo tanto de un 3-0 contra México— y nosotros ya no estábamos ahí: si nos dijeron que es tan bueno, algo mejor que esto debe poder hacer. Al fútbol argentino había caído un chico que caminaba sobre el río y nosotros habíamos decidido habitarlo en el futuro —enojados porque no cumplía con algo que ya de entrada decidimos que nos iba a deber. Era una sospecha. Messi era una sospecha, no disfrutábamos de él. Si le metía tres goles a Brasil pasaban de largo porque eran en un amistoso —y además, porque un héroe de los veteranos del 90, Claudio Paul Caniggia, ya le hizo un gol igualito a uno de ésos que el enano metió en Nueva Jersey y encima él lo hizo donde vale, donde hay que hacerlo, querido: en un Mundial—, si a la genialidad se le ocurría hacerla en un partido por los puntos al final tampoco interesaba tanto porque era contra Suiza o la peor Paraguay. Una vuelta se le ocurrió esperar que la barrera del rival saltara en un tiro libre y cuando pasó eso él pateó por abajo, suavecito, al palo del arquero. En Mendoza —con esa belleza—, Argentina cerraba un 3-0 al Uruguay campeón de América. Un gol que en la Selección no habíamos visto nunca, un gol que impulsó que —a la semana— todos los equipos del mundo se juramentaran que ante cualquier tiro libre pondrían primero la barrera y después acostarían a un tipo detrás.
No importaba. Nos habíamos negado a la belleza. A la larga, la vida hace siempre el mismo chiste. Acá vino el mejor futbolista de la Tierra y no lo disfrutamos en tiempo real.
El primer partido que Argentina jugó en el país después de haber ganado la Copa América 2021 fue en el Monumental. El equipo había visitado a Venezuela por las Eliminatorias (le ganó 3-1) y después recibió a Bolivia. La pandemia aún nos obligaba a usar su lenguaje horroroso: corredor sanitario, burbujas, medio aforo. La cancha de River estaba a la mitad de hinchas justamente por eso. El partido iba 0-0. A los 14 minutos, Messi activó uno de sus poderosos tics. Recibió la pelota en la puerta del área grande rival, de espalda al arco. Se dio vuelta. Cinco jugadores bolivianos oficiaban de patovas frente a él. Salió a buscarlo uno: Luis Haquín, metro noventa, zaguero. Su apodo: El Faraón. Messi le tiró un caño. Y cuando estaban saliendo a buscarlo dos ninjas más (onda esas peleas de Batman en las que baja rápido al primer maleante y después corren sacados con patadas voladoras dos o tres a la vez), él simplemente acomodó el piecito zurdo, lo abrió y la colgó en un ángulo. Y entonces sucedió. Con un gol que había hecho al menos 350 veces —y en un estadio en el que había hecho cosas mejores aún—, Lionel Messi había entrado en el presente. El Monumental había celebrado un gol a Bolivia con el fervor correspondiente a la semifinal de un Mundial. Un nuevo tiempo se había inaugurado. Ya no habría Barcelonas, Maradonas ni finales perdidas. Desde entonces será lo que pasa acá y ahora, todos en la misma dimensión (en la misma dirección). Esa cintura que engaña. Un toque de primera. Un país tentado de risa porque el enano la lleva cortita y Bonucci, en Wembley, no se la puede sacar.
Así que todas esas jugadas, todos los Messis increíbles que habíamos visto se nos cayeron adentro del cuerpo cuando ayer se sentó en el banco de suplentes y se puso a llorar. Un nene de 37 años ama tanto jugar a la pelota que un día se lastima, el técnico lo saca (obvio, no le queda otra), y de la bronca que tiene por no poder seguir jugando —ahí, con sus amigos— se pone a llorar. ¿Hay alguna manera más viva, más potente, de estar en el presente que llorar?
“Muchas veces se nos quitó el mérito de haber llegado a tres finales consecutivas, y ahora que ganamos se empezó a ver la importancia de todo aquello”, dijo el enganche en una de las transmisiones oficiales (al periodista Manu Olivari, de Telefé) tras ganarle 2-0 la semifinal a Canadá. En esa misma respuesta metió después la confesión con la que, encima, hasta parecía que nos disculpaba por nuestra brutalidad: “Yo también me maltraté mucho”. De las tres finales (Mundial 2014 y copas América 2015 y 2016) a las tres finales (América 2021, Mundial 2022, América 2024), llega la pregunta que nos trastoca el tiempo: por qué no nos enamoramos antes, por qué no nos flasheaban tanto las maravillas que se mandaba el alien en cada presentación.
Un día hizo chocar a dos defensores paraguayos que lo quisieron frenar. En ese mismo partido metió tres asistencias y Argentina goleó 6-1 en una semifinal. El equipo jugaba bárbaro pero nosotros preferimos ocuparnos de otra cosa: que le caigan puntuales los latigazos por haber perdido la final.
Otro día (una rareza) fue suplente. Parece que estaba medio lesionado. Entró media hora. Metió tres goles. El juez se nos rió en la cara: pero se los hizo a Panamá.
Una tarde inventó un tiro libre que parecía una fake news (para un 4-0, en una semifinal) y con él se erigió como el máximo goleador en la historia de la Selección Argentina. Ahora creemos que aquello fue todo hermoso (incluso la cámara capta justo cuando Messi mira a sus compañeros y se sonríe, como diciendo: “qué genio soy”) pero en la realidad había sido distinto: el capitán jugó un partido más, y renunció a la Selección.
El presente ha sido siempre algo atroz.
Bueno: esta Selección nació en una derrota. Primera Copa América de este ciclo, 0-2 en semifinales contra Brasil. Messi en zona mixta maradoneándola toda, incendiando los arbitrajes de la Conmebol. Los primeros diez meses de Scaloni en el cargo. Nueve amistosos (una derrota ante Brasil), seis partidos oficiales (otra derrota ante Brasil). Entonces, acordamos todos, se terminó la pasantía: es el momento de Simeone, Pochettino, Gallardo, el Chacho Coudet. Otra vez nos habíamos ido al futuro, mientras Messi, desde el estricto presente, escribía: “Nos vamos de esta Copa (…) con la sensación de que esta vez el fútbol no fue justo con nosotros —publicó en su instagram, acaso el posteo más relevante de la historia del fútbol nacional—. Merecíamos estar en la final de mañana (…) Pero hay que mirar para adelante con optimismo porque hay futuro y una base muy grande en esta Selección (…) Solo hay que darle algo de tiempo”.
Ni con Guardiola ni con Sabella ni con Maradona ni con Luis Enrique había hecho esto el enano: expresar el cariño que le tenía a un entrenador. Tampoco con Martino, con quien la Selección había jugado bárbaro. En la foto que acompañaba el texto estaba el plantel entero, todos los jugadores sonriendo, abrazándose. Di María con guantes de arquero, Foyth a cococho de Funes Mori. Roberto Pereyra y De Paul estaban tirados en la fila de adelante: muertos de risa y haciendo el saludo surfer. En el centro —con el mismo buzo que sus jugadores, sin distinguirse de ellos— estaba Scaloni. Ya la foto sola era la editorial del capitán.
El primer partido de Messi tras la Copa América —y tras ese posteo— fue otro clásico ante Brasil. Como corresponde, no se lo acuerda nadie. Otro duelo perdido en los pasillos de nuestro laberinto paralelo. Ganó Argentina por 1-0. El gol lo metió él.
“Estamos hablando de un genio. ¡Estamos hablando de Matrix! —contestó el español Luis Enrique, entrenador del Barcelona campeón de la Champions 2015, la última que ganó el jugador argentino, cuando un periodista le pidió que describiera a Lionel—. ¿Has visto la película Matrix? Yo la he visto, no me acuerdo mucho pero eso de que la imagen se ralentiza y tú puedes hacer lo quieres, ¿lo ubicas? Bueno: eso es lo que hace Leo Messi. Todos lentos y él a otra velocidad. Y hace lo que quiere. Pero es algo que está solo a su alcance. De nadie más”.
Ningún jugador en la historia de todas las selecciones nacionales del planeta disputó tantas finales con su país como Lionel Messi. Ocho, con la de ayer. Que alguien nos devuelva el tiempo. Recién a la quinta empezamos a ser hinchas de él.
¿Se acuerdan de una de sus primeras fotos en la Selección? También fue en un banco de suplentes. Los brazos cruzados, las piernas estiradas, chinchudo, después de la eliminación ante Alemania en los cuartos de final del Mundial 2006. Ayer también –y ojalá, por favor, no sea la última– lo vimos ahí sentado, llorando porque ya no podía jugar. Un banco es, de alguna manera, una espera. La de él con un título. La nuestra para vivir a la par de él.
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El fútbol —el deporte— es una de las pocas cosas con las que tenemos el recuerdo asegurado. En nuestra vida es distinto, a veces se sabe que eso que se está sintiendo nos acompañará, como las esferas de Intensamente, durante años, a veces —la mayoría— no se entiende nada y hay que ponerse a desencriptar. ¿Por qué vuelve a mi mente, todo el tiempo, ese colectivo que vi al borde la ruta? ¿Qué onda que no me abandona la estrofa de aquella canción? Además, este equipo es especialista en fabricar recuerdos colectivos. El bailecito sticker del Dibu Martínez. La espera de mil minutos que fue la definición de Lautaro ayer. Y como en ésta vamos todos juntos, todos juntos hemos envejecido un montón. Ha nacido una legión en este hermoso lunes. Hombres y mujeres que durante años dirán: “Yo vi jugar a Di María”.
“Yo fui uno de los que le dije, apenas terminó el Mundial 2018, que no se bajara del barco de la Selección —contó Scaloni, después del Maracanazo, en ESPN—. Y en ese momento nadie sabía que yo iba a ser el entrenador de Argentina, ¿eh?”.
El primer partido que Di María jugó con Scaloni fue en aquella Copa América de Brasil. Fue titular en el debut, inapelable 0-2 con Colombia. Lo reemplazaron en el entretiempo: entró De Paul. Pasaron ocho partidos y no lo convocaron para ninguno. Tuvo que esperar dos años para volver a ser titular (un 1-1 contra Chile por las Eliminatorias, en Santiago del Estero). En el medio había salido al aire en el programa de radio de Mariano Closs y contó que estaba recaliente “porque yo me rompo por estar en la Selección; además, si fuera una cuestión de recambio generacional, ¿por qué están Leo y Otamendi, y yo no?”.
Terminó la nota. No había pasado un minuto y, en París, Di María sintió que el celular le vibraba otra vez. Lo agarró. Miró la pantalla: el técnico de la Selección.
“Hicimos una videollamada —contó Scaloni—. Lo escuché, le expliqué por qué no estaba. Nos pusimos a llorar”.
“El fútbol –escribió el poeta Washington Cucurto– es un deporte de hombres que se quieren con locura”.
“Así que ahora lleguemos a la final por él”, les dijo Messi a sus compañeros antes del partido contra Canadá, y miró a Di María.
“Y contra Colombia nos tocó hacerlo por él, que estaba ahí afuera”, se emocionó Di María, refiriéndose a Leo, tras la final.
Hay algo muy bello, muy tierno, en la manera que jugó el equipo, ofreciéndose a ellos dos. Sus compañeros los querían, los cuidaban. En el medio de un torneo de alta competencia podía verse a un grupo de veinteañeros jugando para que disfrutaran los típicos dos veteranos que tienen los equipos de un torneo amateur. Lo vimos mil veces. Messi caminando descolgado, de 9, apretando apenitas (con un trote cortito, como si se le fuera el bondi, y nada más), y en la misma jugada Julián Álvarez saliendo como un búfalo desbocado a cubrir sus metros y los metros que el 10 dejó. Eso no es fútbol: eso es cariño.
Con Di María fue distinto. ¿Cómo se va a ir Di María? Di María todavía corre, va, vuelve, se emperra en gambetear como cuando tenía 20 años. Ayer hubo un robo de De Paul en el que él después casi se gambeteó al arquero y dos defensores más pero la pelota le quedó atrás básicamente porque si el partido va por el minuto 15, Di María va tan rápido que juega en el 16. Aún bambolea la cintura como los muñecos que se mueven con el viento a las puertas de los lavaderos, sus tobillos son de plastilina. Es un wing que engancha, baila, gambetea con todos los engaños que puede tener su cuerpo —y también con su historia familiar.
“Mi viejo, Miguel, era como yo. Habilidoso, muy rápido. También jugaba por las puntas —contó el rosarino en una entrevista con Real Madrid TV—. La única diferencia: era diestro. Jugaba en la Reserva de River y se volvió a Rosario porque extrañaba a la familia. Un día se puso a jugar a la pelota con sus amigos y se rompió una rodilla. En ese momento no había láser, ninguna de las recuperaciones de ahora, nada. Así que así se terminó todo. Dejó”.
Al Angelito que hace 17 años debutó en la Primera de Rosario Central le contaban entonces que su papá jugaba mejor que él. La típica. Pero no fue lo único. Ya de chiquito llevaba consigo una historia peor.
“Y también me dijeron que mi abuelo era incluso mejor que él, pero perdió las dos piernas en un accidente de tren —contó en el sitio The Players Tribune—. Mi sueño también estuvo a punto de morir muchas veces”.
Durante años nos inventamos una tempestad, y ahora: ¿por qué se va Di María, por qué no se queda un partido más?
“Estaba escrito. Tenía que ser levantando una copa —volvió a decir ayer, porfiado como un wing—. Lo soñé así. Fue así. Está bien que sea así”.
No es felicidad lo que nos llena. Lo que nos llena es la paz.
Y en la memoria de su cuerpo —mientras nosotros recordamos Doha, recordamos Wembley, recordamos Miami, recordamos el Maracaná— volverá a sentir con fuerza lo que siempre cuentan los jugadores que se extraña, se extraña un montón. El humito de un mate en la utilería, el pasto enredado en los tapones de un botín. Una pechera roja que se pega al cuerpo, toda transpirada, como si acabaras de salir del mar. Es invierno y un rayo de sol cae sobre un córner. Hay viento esta mañana y se mueve el banderín. El presente. O sea: lo que en el momento parece nada. Simplemente, haber estado ahí. (17-07-24).