9 de julio de 1816 – Declaración de la Independencia
El 9 de julio de 1816, tras seis años de idas y venidas, se declaró la independencia “del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli”. Diez días más tarde, el 19 de julio, el diputado por Buenos Aires Pedro Medrano hizo aprobar un agregado a la fórmula de juramento que decía: “y de toda otra dominación extranjera”. Es que el rumor de que se tramaba la entrega del país a la corona portuguesa o a los ingleses se había extendido hasta Tucumán.
De hecho, el emisario norteamericano escribía a su gobierno: “El gobierno de estas provincias es demasiado sumiso a Gran Bretaña para merecer el reconocimiento de los Estados Unidos como potencia independiente”.
El artículo seleccionado en esta oportunidad apareció el domingo 9 de julio de 1972 en La Opinión cultural. En él, Juan Carlos Grosso se refiere a los intereses británicos y a la sutil diplomacia inglesa con relación al movimiento independentista rioplatense.
Los intereses británicos y la independencia del Río de la Plata
Fuente: Juan Carlos Grosso, La Opinión cultural, domingo 9 de julio de 1972.
ocos días después que el Congreso de Tucumán de 1816 declaró solemnemente la ruptura de “los violentos vínculos” que unían las “Provincias del Sud América” a la Corona española, los comerciantes ingleses residentes en Buenos Aires decidieron reconocer de hecho la independencia del Río de la Plata nombrando un representante ante el nuevo Estado americano. Seis años atrás los barcos de guerra británicos que se hallaban estacionados en el Río de la Plata habían saludado entusiastamente, con una salva de cañonazos, la destitución del virrey y el establecimiento del gobierno revolucionario. Ambos hechos pusieron de manifiesto el no oculto interés de los sectores mercantiles y políticos de Gran Bretaña por el proceso emancipador de América.
Desde los últimos decenios del siglo XVIII el gobierno británico había demostrado gran preocupación por los asuntos políticos de la América Hispana, deseoso de romper las barreras legales que el orden colonial había impuesto al comercio británico. Los círculos mercantiles y financieros de Londres y Liverpool presionaron constantemente sobre el Office para que llevara adelante una política tendiente a abrir los mercados americanos a la producción manufacturera de Inglaterra y Gales.
Las posibilidades abiertas por el contrabando y, posteriormente, por las reformas liberales de los Borbones pronto se mostraron insuficientes ante la constante expansión industrial de Gran Bretaña. Por otra parte, la emancipación de sus colonias americanas y las conquistas europeas de Napoleón habían reducido considerablemente la capacidad consumidora de sus mercados tradicionales.
Las invasiones inglesas habían demostrado los graves inconvenientes de una acción militar sobre los dominios españoles de América. Pero al mismo tiempo, la aventura de Popham permitió comprobar el alto valor económico del Río de la Plata: los comerciantes que siguieron el camino abierto por las tropas inglesas vendieron en 1806 y 1807, mientras duró la ocupación de Buenos Aires y Montevideo, artículos por valor de un millón de libras.
La experiencia del fracaso militar de la expedición al Río de la Plata fue rápidamente asimilada por el gobierno británico. “Estoy convencido –afirmó el duque de Wellington en 1806- de que cualquier intento por conquistar las provincias de Sud América con vistas a su futuro sometimiento a la corona británica seguramente fracasaría y por lo tanto considero que el único modo de que ellas puedan ser arrancadas a la corona de España es por una revolución y por el establecimiento de un gobierno independiente dentro de ellas”. Un año atrás el ministro Castlereagh había desarrollado una posición similar en su Memorándum para el gabinete relativo a Sud América. Luego de señalar las inconveniencias de una ocupación militar, Castlereagh aconsejó “la creación y el apoyo de un gobierno local amigo, con el que puedan subsistir esas relaciones comerciales que es nuestro único interés”.
Ambos políticos ingleses delinearon el principio fundamental que habría de regir la política americana del Foreign Office: fomentar el cambio revolucionario en América, aprovechando el interés de algunos sectores nativos por emanciparse de la tutela española. Inglaterra sólo intervendría como auxiliar y protectora a cambio de beneficios para su comercio ultramarino. Quedaban así desarrollados los principales postulados teóricos del “neocolonialismo”: la dominación sobre América no tendría que basarse necesariamente en la conquista territorial. La expansión comercial y financiera del capitalismo británico lograría cumplir el mismo fin.
Para consolidar su dominio económico, los intereses británicos encontraron un poderoso aliado interno en los sectores de las clases dominantes cuya producción se orientaba hacia el mercado exterior. En el Río de la Plata la unión del capitalismo inglés con la oligarquía terrateniente y los sectores de la alta burguesía vinculados al comercio de importación y exportación, ha sido una constante que se mantuvo casi invariable en la historia de la “dependencia económica” de nuestro país desde los primeros días en que éste asumió el ejercicio formal de su soberanía política.
Si se acepta que la política del Office tendió a estimular los movimientos americanos que se propusieran modificar el orden político y económico impuesto por España en sus colonias, cabe preguntarse por qué Gran Bretaña demoró el reconocimiento de la independencia del Río de la Plata hasta fines de 1824. Para responder a este interrogante es necesario tener en cuenta la situación política de Europa en las dos primeras décadas del siglo XIX.
La guerra contra la Francia napoleónica y los conflictos políticos que se suscitaron en Europa luego de la Restauración, obligaron a Gran Bretaña a desarrollar una política ambigua con respecto a los asuntos americanos. Aliada a España en la lucha contra Napoleón luego que el pueblo español se sublevara contra José Bonaparte, Gran Bretaña no podía respaldar abiertamente la rebelión de los súbditos de Fernando VII. Más aún: en los primeros años del proceso revolucionario propició más de una vez la reconciliación de la metrópoli con sus colonias sublevadas.
En 1811 el Office formuló los principios sobre los que debía basarse esa política conciliatoria, para la cual Inglaterra se ofrecía como mediadora: las colonias debían compartir el gobierno del Reino de España a través de las Cortes; se otorgaría una amnistía general a favor de los insurgentes americanos; se les aseguraría una debida gravitación en la administración colonial y, desde luego, el libre comercio, con una razonable situación preferencial, para los productos españoles, que no competían ciertamente con las manufacturas británicas. Aclaremos que esta política no contradecía necesariamente los principios formulados por Castlereagh en 1807; más bien constituía una adecuación de los mismos a la realidad del momento: garantizado el libre comercio, los gobiernos “autónomos” –y no independientes- de América caerían indefectiblemente dentro de la órbita económica de Gran Bretaña.
El plan fue rechazado reiteradamente por las Cortes españolas y por Fernando VII después de su restauración. Sin embargo, a lo largo de la década de 1810, Gran Bretaña hizo girar su política americana sobre este proyecto de mediación. La necesidad de conservar la paz y el concierto europeo, le impidieron momentáneamente alejarse del principio del “legitimismo”, por el cual no podía reconocer los gobiernos surgidos de movimientos revolucionarios. Empero, el gobierno inglés continuó estimulando y protegiendo la expansión mercantil de sus súbditos hacia América y advirtió reiteradamente a España que no permitiría ninguna interrupción de su comercio con América del Sur.
La intransigencia de España y el absolutismo de Fernando VII, quien había restaurado el viejo monopolio comercial en sus dominios americanos, obligaron al Office a abandonar paulatinamente la aparente neutralidad de su política americana: ahora más que nunca el capitalismo británico deseaba conservar su control sobre los mercados americanos. A partir de 1814 Castlereagh concentró sus esfuerzos diplomáticos en la Santa Alianza para impedir que las potencias europeas extendieran su brazo armado contra los insurrectos de América. Su política obtuvo un importante triunfo en los tratados celebrados por la Santa Alianza en 1814 y 1815: al mismo tiempo que logró excluir a la Alianza de los asuntos trasatlánticos obtuvo un tácito reconocimiento del derecho que se atribuía Gran Bretaña para actuar libremente y de acuerdo a sus intereses en América latina. Paralelamente puso en conocimiento del gobierno español que su país no sólo no le prestaría ayuda militar para reconquistar sus dominios sino que también impediría que otras potencias lo hicieran. Cuando Belgrano, al regreso de su misión diplomática, informó al Congreso “sobre el estado actual de Europa”, pudo afirmar que el poder de España “era demasiado débil e impotente”, existiendo “poca probabilidad de que el gabinete inglés la auxiliase para subyugarnos”. De este modo, Belgrano –e indirectamente la diplomacia británica- contribuyeron a disipar la incertidumbre de algunos diputados que consideraban prematura la declaración de la Independencia.
En 1818, en el Congreso de Aquisgrán, Castlereagh logró derrotar el intento de Fernando VII de introducir a España en la Alianza. Con respecto a los asuntos americanos, cuyo tratamiento no pudo evitar, obtuvo un nuevo éxito al lograr que el Congreso aceptara los términos del antiguo proyecto de mediación británica, dejando a España en una situación totalmente adversa. Sin embargo, se redujo su libertad de acción al quedar tácticamente comprometida a no emprender nuevas negociaciones sin previa consulta y asentimiento de las restantes potencias. Fue Francia quien liberó a Gran Bretaña de este compromiso al entrar en secretas negociaciones con los representantes del Río de la Plata, mediante la conocida misión diplomática de Valentín Gómez. Castlereagh supo aprovechar este procedente francés para independizarse de la política de la Alianza y orientarse hacia el reconocimiento de la independencia americana. A Canning le correspondió concretar este hecho.
En los primeros años de la década de 1820 se había acentuado la presión de los círculos comerciales y financieros de Londres y Liverpool para que Gran Bretaña reconociera la independencia del Río de la Plata. En Buenos Aires los comerciantes ingleses dominaban el sistema de comercialización interno y externo… (…) La política orientada por Rivadavia ofrecía amplias perspectivas a los inversores británicos. En 1822 se habían inaugurado la Bolsa de Comercio1 y el Banco de la Provincia, cuyos principales accionistas se reclutaron entre los comerciantes ingleses, tres de los cuales formaban parte del directorio de la institución. En 1824 las exportaciones británicas al Río de la Plata alcanzaron un monto superior al millón de libras; en ese mismo año se firmó en Londres el famoso empréstito Baring Brothers. La euforia de los comerciantes ingleses en Buenos Aires se había extendido a Londres, donde numerosos inversionistas se mostraron interesados en los títulos del gobierno porteño y en las compañías creadas para explotar los yacimientos mineros del Río de la Plata.
El reconocimiento de la independencia americana por parte del gobierno norteamericano en 1822 y la nueva política de Francia, en busca de un acercamiento con las antiguas colonias españolas, contribuyeron a acelerar el reconocimiento británico: “Cada día estoy más convencido –afirmaba Canning en 1822- de que, en el presente estado del mundo, de la península española y de nuestro país, las cosas y asuntos de la América Meridional valen infinitamente más para nosotros que los de Europa, y que si ahora no aprovechamos, corremos el riesgo de perder una ocasión que pudiera no repetirse”.
En 1823 Canning obtuvo de Francia la declaración de que no emplearía su fuerza militar en contra de las colonias españolas. Ese mismo año envió representantes a Colombia, México y Buenos Aires para ultimar las negociaciones que culminarían en el reconocimiento de la independencia. El método empleado fue el de la celebración de tratados comerciales con los estados americanos que les asegurara a los súbditos británicos la libertad de comercio.
El 31 de diciembre de 1824 el Office comunicó a sus representantes en Europa que Gran Bretaña había reconocido la independencia de Buenos Aires, México y Colombia. Dos meses después*2 se firmaba el “Tratado de Amistad, Comercio y Navegación” entre el gobierno de Buenos Aires y el plenipotenciario británico, Woodbine Parish.
En una carta fechada en 1824 y dirigida al embajador francés en París, Canning se encargó de aclarar el significado de la independencia de los estados americanos que Gran Bretaña había reconocido: “La cosa está hecha, el clavo está puesto, Hispanoamérica es libre; y si nosotros no desgobernamos tristemente nuestros asuntos, es inglesa”. (El Historiador / Felipe Pigna). (09-07-22).