El cuentazo de los domingos: El calor de agosto, de William Fryer Harvey
PENISTONE ROAD, CLAPHAM
20 DE AGOSTO DE 190…
Creo haber vivido el día más extraordinario de mi vida, y mientras los sucesos siguen frescos en mi mente quiero ponerlos por escrito con tanta claridad como pueda.
Permítanme comenzar diciendo que mi nombre es James Clarence Withencroft.
Tengo cuarenta años y gozo de perfecta salud: no he estado enfermo ni una sola vez.
De profesión soy artista, no muy exitoso, pero con mis dibujos a lápiz gano bastante dinero para satisfacer mis necesidades.
Mi única pariente cercana, una hermana, murió hace cinco años, de modo que soy independiente.
Desayuné esta mañana a las nueve y, después de echar un vistazo al periódico de la mañana, encendí mi pipa y procedí a dejar que mi mente vagara, con la esperanza de que diera con algo para dibujar.
En el cuarto, aunque puerta y ventanas estaban abiertas, se sentía un calor opresivo, y apenas había decidido que el lugar más fresco y confortable en el vecindario debía ser la parte más profunda de la piscina pública cuando la idea llegó.
Empecé a dibujar. Tan concentrado estaba en mi trabajo que no toqué mi almuerzo y sólo dejé de trabajar cuando el reloj de St. Jude dio las cuatro de la tarde.
El resultado final, con todo y ser un boceto apresurado, era (me sentí seguro de esto) lo mejor que hubiera hecho jamás.
El dibujo mostraba a un criminal en el banquillo inmediatamente después de escuchar su sentencia. El hombre era gordo, enormemente gordo: la carne le colgaba en rollos alrededor de la barbilla y creaba pliegues en su cuello ancho y grueso. Estaba rasurado (tal vez debería decir: unos días antes debía haberse visto rasurado) y era casi calvo. Sentado en el banquillo, sus dedos cortos y torpes se aferraban a la barandilla de madera. Miraba directo hacia el frente. El sentimiento que su expresión comunicaba no era tanto de horror como de colapso, total, absoluto.
Parecía no tener fuerzas para sostener su propia mole de carne.
Enrollé el boceto y, sin saber del todo por qué, lo puse en mi bolsillo. Entonces, con el raro sentimiento de felicidad que da el conocimiento de haber hecho algo bien, salí de mi casa.
Creo que tenía la intención de visitar a Trenton, porque recuerdo haber caminado por Lytton Street y haber dado la vuelta a la derecha por Gilchrist Road, al pie de la colina donde se trabaja en la nueva línea del tranvía.
Desde ese punto sólo tengo el recuerdo más vago de para dónde fui. Lo único de lo que estaba enteramente consciente era del horrible calor, que subía del asfalto polvoriento en oleadas casi palpables. Ansiaba oír los truenos que prometían unos grandes bancos de nubes del color del cobre, suspendidos muy abajo en el cielo del oeste.
Debo haber caminado cinco o seis millas cuando un niño me despertó de mi ensueño al preguntarme la hora.
Eran veinte para las siete.
Cuando el niño se fue empecé a fijarme en dónde estaba. Me encontraba de pie ante una puerta que llevaba a un patio bordeado por una cinta de tierra seca en la que había alhelíes y geranios. Sobre la entrada había un cartel con las palabras
CHARLES ATKINSON MONUMENTOS MÁRMOLES INGLESES E ITALIANOS
Del patio propiamente dicho llegaba un silbido alegre, el ruido de golpes de martillo y el sonido frío del metal sobre la piedra.
Un súbito impulso me hizo entrar.
Un hombre estaba sentado, dándome la espalda, trabajando en una losa de mármol curiosamente veteado. Se volvió hacia mí al oír mis pasos y al verlo me detuve.
Era el hombre que yo había estado dibujando, aquel cuyo retrato estaba en mi bolsillo.
Estaba ahí sentado, enorme, elefantino, con el sudor fluyendo de su calva, que él limpiaba con un pañuelo de seda roja. Pero aunque su cara era la misma, su expresión era totalmente diferente.
Me saludó sonriendo, como si fuéramos viejos amigos, y estrechó mi mano.
Yo me disculpé por mi intrusión.
—Afuera hace muchísimo calor y todo deslumbra —dije—. En cambio aquí parece un oasis en el desierto.
—No sé si será un oasis —contestó— pero ciertamente hace un calor infernal. Siéntese, señor.
Señaló un extremo de la lápida en la que trabajaba y yo me senté.
—Ésta es una piedra hermosa —dije.
Él agitó la cabeza.
—Lo es en cierto modo —contestó—; la superficie de este lado es tan buena como cualquiera podría desear, pero hay un gran defecto en la parte de atrás. A lo mejor usted no podría verlo, pero realmente este trozo de mármol no sirve para un buen trabajo. En un verano como éste se vería muy bien, no le pasaría nada con este maldito calor. Pero espere a que llegue el invierno. No hay nada como una helada para mostrar los puntos débiles de la piedra.
—¿Entonces para qué la va a usar? —pregunté.
El hombre rió a carcajadas.
—A lo mejor le suena raro, pero es para exhibirla. Los artistas hacen exhibiciones, los verduleros y los carniceros hacen exhibiciones, y nosotros también. Todas las nuevas tendencias en lápidas, ya sabe..
Continuó hablando de mármoles, cuáles aguantaban mejor el viento y la lluvia y cuáles eran más fáciles de trabajar; luego, de su jardín y de una nueva variedad de clavel que había comprado. Cada par de minutos dejaba sus herramientas, se limpiaba la cabeza brillante y maldecía el calor.
Yo dije poco porque me sentía incómodo. Había algo antinatural, siniestro, en haber encontrado a aquel hombre.
Primero quise persuadirme de que debía haberlo visto antes: de que su cara, aunque me pareciera desconocida, debía tener un lugar en algún rincón apartado de mi memoria, pero entendí que aquello sólo era una forma razonable de engañarme a mí mismo.
El señor Atkinson terminó su trabajo, escupió en el suelo y se levantó con un suspiro de alivio.
—¡Listo! ¿Qué le parece? —dijo, con evidente aire de orgullo.
La inscripción, que leí entonces por primera vez, era ésta:
DEDICADO A LA MEMORIA
DE
JAMES CLARENCE WITHENCROFT
NACIDO EL 18 DE ENERO DE 1860
MURIÓ REPENTINAMENTE
EL 20 DE AGOSTO DE 190…
“En mitad de la vida llegamos la muerte”
Por un tiempo me quedé sentado en silencio. Entonces un escalofrío bajó por mi espalda. Le pregunté dónde había visto el nombre.
—Oh, no lo vi en ninguna parte —respondió el señor Atkinson—. Quería algún nombre, y escribí el primero que se me ocurrió. ¿Por qué lo pregunta?
—Es una extraña coincidencia, pero resulta que es mi nombre.
Él dio un silbido largo y grave.
—¿Y las fechas?
—Sólo puedo estar seguro de una, y es la correcta.
—¡Qué cosa más extraña! —dijo él.
Pero él sabía menos que yo. Le conté de mi trabajo de la mañana. Saqué el boceto de mi bolsillo y se lo mostré.
Mientras lo miraba, la expresión de su cara se fue alterando hasta parecerse a la del hombre que yo había dibujado.
—¡Y pensar que apenas antier —comentó— le dije a Maria que los fantasmas no existen!
Ninguno de los dos había visto un fantasma, pero entendí a qué se refería.
—Usted probablemente escuchó mi nombre —dije.
—¡Y usted debe haberme visto en alguna parte y no se acuerda! ¿No estuvo en Clacton-on-Sea en julio pasado?
Nunca en mi vida he estado en Clacton. Nos quedamos callados por un tiempo. Los dos mirábamos la misma cosa: las dos fechas en la lápida, de las cuales una era correcta.
—Pase adentro y cene con nosotros —dijo el señor Atkinson.
Su esposa es una mujer pequeña y alegre, con las mejillas rojas y resecas de quienes se crían en el campo. Él me presentó como un amigo suyo que era artista. Esto fue desafortunado: luego de que quitara de la mesa las sardinas y los berros, ella sacó una Biblia de Doré y tuve que sentarme y expresar mi admiración durante cerca de media hora.
Salí y encontré a Atkinson sentado en la lápida, fumando.
Reanudamos nuestra conversación donde la habíamos dejado.
—Perdone la pregunta —dije—, pero ¿sabe de algo que haya hecho por lo que pudieran llevarlo a juicio?
Él agitó la cabeza.
—No estoy en bancarrota, el negocio es bastante próspero. Hace tres años le di pavos a algunos policías en Navidad, pero es lo único que se me ocurre. Y no eran pavos grandes —agregó después de pensarlo un poco.
Se levantó, tomó una regadera del porche y empezó a regar las flores.
—Dos veces al día cuando hace calor —dijo— y a veces el calor acaba con las más delicadas de todos modos. ¡Y los helechos, Dios mío! Nunca lo soportan. ¿Dónde vive usted?
Le di mi dirección. Me tomaría una hora regresar a pie, yendo a buen paso.
—Mire, la cosa es así —dijo—. Vamos a hablar de esto sin rodeos. Si usted regresa a su casa esta noche, corre el riego de accidentarse. Un carro puede atropellarlo, y siempre puede haber cáscaras de plátano o de naranja, por no hablar de escaleras que caen.
Hablaba de lo improbable con una intensa seriedad que hubiera sido risible seis horas antes. Pero yo no me reí.
—Lo mejor que podemos hacer —continuó— es que usted se quede aquí hasta las doce. Iremos arriba a fumar; a lo mejor hace menos calor.
Para mi sorpresa, acepté.
* * *
Ahora estamos sentados en un cuarto bajo y largo debajo del segundo piso. Atkinson ha mandado a la cama a su mujer. Él está ocupado, afilando algunas herramientas con una piedra de afilar mientras se fuma uno de mis cigarros.
El aire parece cargado de truenos. Escribo esto sobre una mesa temblorosa ante la ventana abierta. Una pata está a punto de romperse, y Atkinson, quien parece un hombre hábil con sus herramientas, va a arreglarla tan pronto como haya terminado de afilar su cincel.
Ya son las once. Me habré marchado en menos de una hora.
Pero este calor es espantoso.
Es de los que vuelven loca a la gente.
(traducción de Alberto Chimal)
Selección cuentos: Pablo Marcó (19-06-22).