¿Venezuela es una dictadura? El fetiche de las palabras

Por Martín Schapiro (*)

«Las dictaduras tienen un origen no democrático y ese no es el caso de Venezuela. Es difícil calificar de dictadura a un gobierno elegido.» Las definiciones del candidato presidencial Alberto Fernández fueron tomadas como signo de apoyo a Nicolás Maduro y esparcidas por algunos medios de comunicación y voceros oficialistas en las redes sociales como una muestra de, si no apoyo, al menos no condena al régimen bolivariano. No importó demasiado que el candidato señalara que Venezuela se había convertido en un autoritarismo, que no había vigencia del Estado de Derecho y diera crédito en su totalidad al duro informe de la misión de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas encabezada por Michelle Bachelet, porque el debate era por la omisión de la palabra bendita.

Aunque con toda seguridad el interés en esta nota seguramente derive de las declaraciones de Fernández, este autor escribe motivado, de modo algo egoísta, por su propia experiencia. En el muchísimo más acotado marco de receptores de sus mensajes, se ha visto enfrentado a respuestas similares cuando escribió sobre el mismo tema hace un mes y medio, por no usar la referida palabra. Los argumentos fueron también parecidos.

¿Cómo mueren las democracias?

De acuerdo al repetido lugar común, no decir dictadura para referirse al gobierno venezolano supondría una suerte de concesión, motivada en una afinidad ideológica inconfesable con el gobierno de aquel país. No habría espacio para considerar la posibilidad de que haya ninguna honestidad intelectual en el emisor que omite el término. Y sin embargo, cualquier lupa puesta sobre la situación venezolana da cuenta de las complejidades para caracterizar a un régimen que, hace ya casi tres años, perdió sus últimas reservas democráticas.

La victoria opositora en las elecciones legislativas de 2015 llevó al Poder Judicial, absolutamente alineado al oficialismo, a desconocer la elección de tres diputados para evitar otorgar a la oposición facultades constituyentes La justicia fue utilizada también como herramienta para evitar la convocatoria a un referéndum revocatorio que Maduro casi seguro hubiera perdido en 2016. Henrique Capriles fue inhabilitado electoralmente, sin juicio ni cargos, y varios dirigentes opositores fueron presos tras procesos judiciales que no respetaron las garantías mínimas de derecho de defensa, ni consideraron las pruebas propuestas por los acusados. La Asamblea Nacional, ganada por la oposición, fue declarada en desacato, para privarla de sus facultades y, ante la crisis, Maduro decidió convocar una Asamblea Constituyente «originaria» apartada del principio democrático de un voto por ciudadano, en la que la mitad de los integrantes se componen corporativamente, por estamentos, para garantizar la mayoría chavista. En estas condiciones, la oposición desconoció las elecciones y la Asamblea Constituyente. Esta Asamblea no produjo hasta hoy un sólo artículo para la nueva Constitución, pero reemplazó en sus funciones a la Asamblea Legislativa.

Si esto no es una dictadura, ¿qué es?

Esta enumeración parecería dar la razón a quienes hablan de una dictadura. Sin embargo, Venezuela conserva algunas instituciones que son atípicas de las dictaduras. Hay elecciones periódicas y, aún con presos y proscripciones, todos los sectores opositores mantienen representación en la Asamblea Legislativa y se les permite presentar candidatos a elecciones, algo que hicieron aún después del llamado a la Constituyente, cuando se sintieron en condiciones de aspirar a ganarlas.

Del mismo modo, la represión que padecen los opositores venezolanos es presentada de forma grotesca y caricaturizada, para evocar imágenes del pasado argentino que no se corresponden con la actualidad del país caribeño. No es de extrañar, entonces, encontrar reportes periodísticos o pronunciamientos políticos hablando sobre los miles muertos por ejecuciones extrajudiciales, denunciados por el informe Bachelet, como si fueran parte del plan de persecución política, aunque cualquiera que lo haya leído al menos superficialmente puede notar que refiere a víctimas del accionar policial en el combate al delito común, algo en lo que la institución venezolana se hermana con la de otros vecinos sudamericanos como Brasil o Colombia. Estas afirmaciones, fácilmente desmentibles, permiten en cambio ocultar tras una acusación de calumnias u operaciones políticas episodios de extrema gravedad como la muerte del concejal opositor Fernando Albán tras caer de un décimo piso bajo custodia del SEBIN en un episodio caracterizado por el gobierno como «suicidio» o el asesinato bajo custodia del Capitán Rafael Acosta Arévalo, tras sufrir torturas, en un hecho que el gobierno endilgó a los dos jóvenes militares encargados de custodiarlo, como si pudiera tratarse de un hecho aislado.

Venezuela. Un problema argentino

La situación de Venezuela devino objetivamente un problema regional hace ya tiempo. Una crisis económica prolongada y convertida en humanitaria que el gobierno enfrentó profundizando sus rasgos más represivos; y la intervención de las grandes potencias, que transformaron a Venezuela en uno de los escenarios de una disputa de carácter global, la convirtieron en una clave ineludible para pensar la política exterior argentina. Sin embargo, cualquier pronunciamiento en torno a Venezuela es hoy mucho más que un problema de nuestra política externa, y se convirtió, principalmente, en un problema relacionado con identidades políticas domésticas, en un momento en el que quienes enarbolan como bandera la legítima defensa de los derechos humanos de los venezolanos intentan suplir así las carencias que sus propios proyectos políticos demuestran en sus países. Algo que resulta evidente toda vez que nadie pregunta a ningún dirigente político si China, Cuba o Qatar deben ser caracterizados como dictaduras. Ningún periodista europeo pregunta si Turquía, un país candidato a ingresar a la UE donde hay elecciones periódicas y oposición legal, pero que mantiene periodistas y dirigentes políticos presos, denuncias sobre muertes de civiles a manos del Estado, e intervención de municipios opositores, es una dictadura. Llegado el caso, preguntan sobre las posturas de sus países ante las circunstancias.

La fetichización de la palabra, en estas circunstancias, dice mucho menos sobre la opinión respecto de la coyuntura venezolana que sobre la de Argentina. La palabra dictadura dice, en sí misma, muy poco respecto de la gravedad de la situación. De haber una preocupación por la tragedia que atraviesa el país caribeño, hay preguntas urgentes que, desde Argentina, convendría repetir mucho antes.

¿Cuál es la posición ante las sanciones contra Venezuela y su gobierno? ¿Si cree que hay que promover una solución entre venezolanos, cuál es el lugar de Argentina? ¿Argentina debe tratar de igual modo al gobierno, que ejerce el poder del Estado, que a los opositores? ¿Tomaría medidas para intentar forzar una negociación significativa, con resultados visibles o el rol de la región es apenas proveer en marco para que los venezolanos solucionen sus problemas? ¿Qué espera alcanzar con la acción de gobierno? Todas preguntas que el debate sobre si el gobierno que llevó a Venezuela a una crisis sin precedentes en tiempos de paz es o no una dictadura ni siquiera se plantea responder.

(*) Nota escrita en www.cenital.com

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